He vivido durante un cuarto de siglo y dediqué un par de horas del último 25 de diciembre a confeccionar helados de plastilina en una fábrica de juguete cuya caja especifica: “De 3 años en adelante”. Y es que la suerte de haber recibido tremendo regalo obedece a que yo, a mi edad, no he dejado de creer en Santa Claus.
Siempre me gustó la navidad. Cuando tenía como siete u ocho años, fui a una papelería con mi abuelita y compramos todo lo necesario para crear adornos navideños. La verdad es que eran horrorosos –parecía que mis ángeles tenías las órbitas oculares huecas– pero mi mamá hizo de tripas corazón y aseguró su ascenso al paraíso colgándolos del árbol familiar durante más de una década.
Adoraba decorar el pino artificial con ella. Teníamos varias series de luces de colores y miles de adornos –más de la mitad (mal)hechos por mí– que tardábamos una o dos tardes enteras en acomodar. También era feliz distribuyendo las figuras del nacimiento. Cuenta mi madre que era especialmente cuidadosa cuando se trataba de acostar al niño Dios en su cama de paja (aunque yo de lo único que me acuerdo es de mi especial predilección por los borreguitos).
Mi casa entera celebraba navidad. El jardín parecía un invernadero especializado en nochebuenas y adentro del hogar había carpetas con figuras bordadas, juegos de baño, vajillas, vasos y servilletas conmemorativas y un muñeco de nieve que guardaba todas las cartas que de niña le escribía al comandante en jefe de Rodolfo el reno.
Bajo el riesgo de pecar de ególatra, pienso que mis misivas eran particularmente tiernas: siempre iniciaba mis peticiones esperando que mi pedido no importunara al receptor y me mostraba como una infanta consciente y preocupada por todas las obligaciones que tenía el viajante que recorría el globo entero durante una sola noche de finales de diciembre. Por último, mis cartas terminaban deseándole una feliz navidad e incluían saludos para la esposa del portador del traje rojo y barba de color de nieve.
Pues sí, yo era fan de Santa Claus. En una ocasión –tendría yo unos cinco o seis años– mi papá invitó a cenar a un amigo suyo durante la noche del 24. El hombre era idéntico al dueño del trineo. Evidentemente, se lo dije a mi padre, que buenamente me recomendó comentárselo. Y sí, con un poco de pena, me acerqué al doctor Espinoza y dije:
–Doctor… mi papá dice que usted se parece a Santa Claus.
–¿Ah, sí? Pero si yo no me parezco a Santa Claus, ¡yo SOY Santa Claus!
[mi quijada cae al piso]
–Pero…pero… ¿y el trineo? ¿y los renos? ¿y los juguetes? ¿y por qué no trae puesto su traje rojo?
–Ah, pues todo lo tengo escondido. ¿Vas a guardar el secreto?
[mi papá observando y yo viéndolo con sospecha]
–¡Si!
Pasé el resto de la noche en shock. Santa Claus no sólo era amigo de mis papás: además cenaba y bebía vino. Me preguntaba si la mujer que tenía a lado era la verdadera señora Claus. Cuando me dio sueño, me fui a dormir pero ya entrada la madrugada, vi luces bajo mi puerta, corrí horrorizada a contemplar mi chimenea vacía y procedí a preguntar:
–¿Qué no es muy tarde ya? ¡Santa no va a alcanzar a repartir los juguetes!
Santa me aseguró que tenía tiempo de sobra para recorrer el mundo. No mintió. A la mañana siguiente, los juguetes que solicité –y mi emoción de siempre– estaban ahí.
El domingo Santa Claus me dejó en la sala una fábrica de helados de Play-Doh. Se enteró hace un par de semanas de que cada que recorría los pasillos de las jugueterías veía la caja de plastilina con tristeza porque ese regalo nunca llegó a los pies de mi árbol de navidad. Por eso cuando me deshice del papel verde limón y observé la pieza entre mis manos sonreí: Santa Claus sigue cumpliendo su promesa y nunca dejará de hacer mis (¿ridículos?) deseos realidad.