martes, 3 de mayo de 2011

Carta

Querida hermana,

Decidí escribirte para que jamás olvides. Para intentar –quizás inútilmente– inmortalizar las imágenes de nuestro viaje en solitario.
Espero que recuerdes ese primer instante en que respiraste París, tus sonrisa al salir de Gare de Lyon y lo tierna que te veías arrastrando la maleta con ese abrigo tan largo y la mochila mal colgada de tu hombro. Hubieras visto tus ojos, bien abiertos, cuando divisaste la Torre por encima del Sena, cuando saliste de la estación de Trocadéro y ella brillaba bajo la noche. Perdona mis nervios en la fila de los boletos del tren, mi fatalismo y mi mal francés. Luego nuestra primera Carlsberg en un restaurante Suizo, la caminata a media tarde por Berna y la luz bañando las casitas que parecían extraídas de un cuento de hadas. Que nos disculpe mi madre por nunca haber encontrado su cuckoo. ¿Te acuerdas de los paisajes del tren hacia Venecia? ¿Crees que así sea el paraíso? Imágenes de la Tierra Media, ¿no crees? A nuestra izquierda, los Alpes cubiertos de nieve y, a la derecha, los inmensos lagos resguardados por montañas cuya altura y profundidad parecía no tener fin. Entrada y salida de verdes elevaciones. El cielo azul como la perfección de una postal en un puesto de turistas cualquiera. Pero, eso sí, nada comparado con la salida de la estación de Santa Lucía: ahí mismo, a nuestro alrededor, las aguas venecianas inundándonos con esa magia de la que aún no hemos podido escapar. Aprendimos, entonces, que lo más eficiente es un vaporetto y no un taxi acuático, que los mejores helados del mundo vienen de Italia y que la idea ridícula de una propuesta de matrimonio al pie de una ventana es una ilusión en común. Observamos a la palomas volar por encima de San Marcos, nos emborrachamos con vino tinto ‘de la casa’ y nos extasiamos con una entrada de prosciutto e melone y un postre compuesto por fragole e gelato. Después, cuando el gondolero nos convenció de pasear a través de los canales, sonreímos. Llevaba su típico sombrero claro y una camisa blanca con rayas azul marino. Nos habló de los prisioneros destinados a la muerte que dieron nombre al Puente de los Suspiros, de la casa de Marco Polo y de la marea que sube y baja con el cambio de estación. Reímos, sin parar, cuando un chico me sonrió desde un puente y me lanzó un beso que, jugando, devolví. En la noche conociste a Vivaldi, sentiste la piel de gallina cuando escuchaste su Allegro non molto del Verano y observamos a los violinistas en su camino a casa cuando salimos del concierto del Palacio. Entonces decidimos que la velada siguiente también estaría marcada por la música. En la mañana, San Marcos se nos presentó bajo la forma de un león, aprendiste las similitudes entre la denominación mitológica de griegos y romanos y te sentiste fascinada por las historias de Neptuno y Minerva. Caminamos por las calles estrechas, soportaste una o dos horas de mi transitar por Gucci y sentimos angustia por decidir la pieza de Murano que traeríamos de regalo a mis papás. Nos enamoramos de las máscaras, de las imágenes de Gianni, del brillo turquesa de la laguna y del resplandor sobre el Gran Canal. Con nuestra partida experimentaste, por vez primera, la profunda tristeza de abandonar una ciudad que te colma los sentidos. Si algún caricaturista nos hubiera inmortalizado antes de subir al avión en el Marco Polo, seguramente la imagen resultante habría sido la de dos niñas siendo arrastradas por un Big Ben con patotas, brazotes y cara de malo, mientras ellas aferran las uñas al piso veneciano sin querer partir. De Londres nos faltó probar la famosa sidra, los fish and chips y el interior del Parlamento. Tuvimos, sin embargo, la majestuosidad de la Abadía de Westminster, los chismes de la vida y muerte de Lady Di, el derroche de lujo en Harrods y el Támesis abriéndonos el paso a través de sus puentes para transitar por sus calles repletas de autobuses rojos y taxis clásicos. Notaste mi reticencia por aceptar el Reino Unido como mi destino ideal para vivir y te negaste a 'practicar' conmigo el acento británico cual retrasada mental. Me observaste, hipnotizada, en el Shakespeare’s Globe. Te hablé de su escritura, de mis versos favoritos, de las obras que todo el mundo conoce y me miraste temblar de emoción cuando ingresamos a la reconstrucción del teatro original en el que por primera vez se representó Hamlet. ¿No fue una día maravilloso, hermana? Cerramos la jornada asistiendo a un musical. Escuchaste la historia de Jean Valjean y sentiste, como yo, el deseo de tomar una bandera francesa y correr cual revolucionario al escuchar ‘Do you hear the people sing?’ A la noche siguiente, lloraste, también como yo, hacia el final de El Fantasma de la Ópera. Te deleitaste, una vez más, con la música que me cambió la vida y aprendiste de la estética y eficiencia del teatro y la comedia musical. Luego –durante el mismo Viernes Santo que tantas puertas nos cerró– te conté nuevos relatos mitológicos frente a los frisos del Partenón del British Museum. Te obsesionó la idea de visitar Grecia y te hipnotizaron los centauros, ninfas y pedazos de mármol mutilados por la catapulta que hirió la belleza del templo de Atenea en 1687. Después regresamos a París. Viste mi esquizofrénica transformación: entrar al cuarto y abrir la ventana cual la novicia rebelde y empezar a decir lo feliz que me sentía de volver a ma belle France. De ahí al rol de Mamá Pato para guiarte por el metro de un lado a otro, deleitarnos con la belleza del puente Alejandro II y tu primer encuentro con Van Gogh, en el Musée d'Orsay. Ahí supiste de cuando Orfeo bajó al Inframundo a rescatar a Eurídice, que Manet no es de mis vanguardistas favoritos y que a Dante siempre se le reconoce, junto a Virgilio, por el gorro rojo en la cabeza durante sus descensos al Infierno. En Saint Michel, bajo la penumbra fracturada por el dorado de los faroles parisinos, te volviste adicta a los escargot y te burlaste de mi obsesión por el raclette. A la mañana siguiente, y tras dos horas de fila (sin desayuno incluido), nos hicimos pasar por mosqueteros de la monarquía. Viste los jardines de Versailles, desde el Salón de los espejos, y parecías hipnotizada. Luego volvimos a emborracharnos –ahora con vino francés–, compramos ropa en los Champs-Élysées y el mesero de la cafetería frente al Arco del Triunfo sonrió cuando regresamos a desayunar croissants por segundo día consecutivo. Yo no me arrepiento. ¿Tú sí? Más tarde, y antes de cruzar Les Tuileries, en el Louvre, fotografiaste la Victoria de Samotracia, te enterneció la historia de Cupido y Psique y aprendiste que Napoleón ordenó a David pintar a su madre durante el evento de su coronación aún cuando ésta no asistió. Conociste, entonces, la pintura como alternativa al realismo de la fotografía, como mágica representación de mitos y como propaganda disfrazada de neoclacisismo. Te hablé, en La Concorde, de la pérdida de la cabeza de María Antonieta, observamos la luz de la Torre Eiffel –que, claro, nos buscaba– y leímos la escritura grabada sobre el Obelisco de Ramsés II. Para variar un poco, nos decepcionamos de La Défense, caminamos inútilmente hasta una ‘estoy cerrada porque es día festivo’ tienda de Chanel, descubrimos la delicia de los macarons de pétalos de rosa de La Durée y, en Louis Vuitton, Olivier nos hizo reír mientras me ayudabas a escoger otra bolsa francesa en territorio francés. Recorriste París, hermana mía, de día y de noche. Caminaste conmigo hasta la madrugada y te mostré mis rincones favoritos una y otra vez. En nuestra últimas horas parisinas, cometimos la ridiculez de despedirnos. Otro café con leche en una esquina de la Avenue de la Grande Armée, otros macarons, otra fotografía a los vitrales de Notre Dame y una última visita a la obra más reconocida de Eiffel. Y ahí, sentadas en las escaleras antes de volver al hotel para tomar las maletas y pedir un taxi con destino a Charles de Gaulle, nos abrazamos por lo perfecto y maravilloso de nuestro primer viaje juntas. Cuando te levantaste, y echando una última mirada atrás, te vi –exactamente como yo hace diez años– diciendo: “Adiós, París, nos vemos pronto”.

Te amo

2 comentarios:

  1. Guaauu...ese viaje suena excelente...lástima que el ADO no llegue hasta alla..=)


    Bienvenida redactora.


    Saludos

    Oxscar

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  2. Jaja pero hay Air France, Aeroméxico y derivados. Aunque uno sea medio pobre, si ahorra, se puede cruzar el Atlántico de repente ;)

    Saludos :)

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