miércoles, 28 de diciembre de 2011

XX.

He vivido durante un cuarto de siglo y dediqué un par de horas del último 25 de diciembre a confeccionar helados de plastilina en una fábrica de juguete cuya caja especifica: “De 3 años en adelante”. Y es que la suerte de haber recibido tremendo regalo obedece a que yo, a mi edad, no he dejado de creer en Santa Claus.

Siempre me gustó la navidad. Cuando tenía como siete u ocho años, fui a una papelería con mi abuelita y compramos todo lo necesario para crear adornos navideños. La verdad es que eran horrorosos –parecía que mis ángeles tenías las órbitas oculares huecas– pero mi mamá hizo de tripas corazón y aseguró su ascenso al paraíso colgándolos del árbol familiar durante más de una década.

Adoraba decorar el pino artificial con ella. Teníamos varias series de luces de colores y miles de adornos –más de la mitad (mal)hechos por mí– que tardábamos una o dos tardes enteras en acomodar. También era feliz distribuyendo las figuras del nacimiento. Cuenta mi madre que era especialmente cuidadosa cuando se trataba de acostar al niño Dios en su cama de paja (aunque yo de lo único que me acuerdo es de mi especial predilección por los borreguitos).

Mi casa entera celebraba navidad. El jardín parecía un invernadero especializado en nochebuenas y adentro del hogar había carpetas con figuras bordadas, juegos de baño, vajillas, vasos y servilletas conmemorativas y un muñeco de nieve que guardaba todas las cartas que de niña le escribía al comandante en jefe de Rodolfo el reno.

Bajo el riesgo de pecar de ególatra, pienso que mis misivas eran particularmente tiernas: siempre iniciaba mis peticiones esperando que mi pedido no importunara al receptor y me mostraba como una infanta consciente y preocupada por todas las obligaciones que tenía el viajante que recorría el globo entero durante una sola noche de finales de diciembre. Por último, mis cartas terminaban deseándole una feliz navidad e incluían saludos para la esposa del portador del traje rojo y barba de color de nieve.

Pues sí, yo era fan de Santa Claus. En una ocasión –tendría yo unos cinco o seis años– mi papá invitó a cenar a un amigo suyo durante la noche del 24. El hombre era idéntico al dueño del trineo. Evidentemente, se lo dije a mi padre, que buenamente me recomendó comentárselo. Y sí, con un poco de pena, me acerqué al doctor Espinoza y dije:

–Doctor… mi papá dice que usted se parece a Santa Claus.

–¿Ah, sí? Pero si yo no me parezco a Santa Claus, ¡yo SOY Santa Claus!

[mi quijada cae al piso]

–Pero…pero… ¿y el trineo? ¿y los renos? ¿y los juguetes? ¿y por qué no trae puesto su traje rojo?

–Ah, pues todo lo tengo escondido. ¿Vas a guardar el secreto?

[mi papá observando y yo viéndolo con sospecha]

–¡Si!

Pasé el resto de la noche en shock. Santa Claus no sólo era amigo de mis papás: además cenaba y bebía vino. Me preguntaba si la mujer que tenía a lado era la verdadera señora Claus. Cuando me dio sueño, me fui a dormir pero ya entrada la madrugada, vi luces bajo mi puerta, corrí horrorizada a contemplar mi chimenea vacía y procedí a preguntar:

–¿Qué no es muy tarde ya? ¡Santa no va a alcanzar a repartir los juguetes!

Santa me aseguró que tenía tiempo de sobra para recorrer el mundo. No mintió. A la mañana siguiente, los juguetes que solicité –y mi emoción de siempre– estaban ahí.

El domingo Santa Claus me dejó en la sala una fábrica de helados de Play-Doh. Se enteró hace un par de semanas de que cada que recorría los pasillos de las jugueterías veía la caja de plastilina con tristeza porque ese regalo nunca llegó a los pies de mi árbol de navidad. Por eso cuando me deshice del papel verde limón y observé la pieza entre mis manos sonreí: Santa Claus sigue cumpliendo su promesa y nunca dejará de hacer mis (¿ridículos?) deseos realidad.

viernes, 23 de diciembre de 2011

El puro no, de Girondo

En la masmédula (1957) es mi libro favorito de Oliverio Girondo. La primera vez que escuché los poemas del argentino era estudiante de cuarto o quinto semestre de la universidad. Mi maestra se embriagaba con sus versos y, nosotros, con el ir y venir de su voz. Aunque últimamente hay una declamación anónima que me ha llevado a explorar (y amar) Espantapájaros (1932), comparto este primer poema que leí del artista de Buenos Aires.

EL PURO NO

El no
el no inóvulo
el no nonato
el noo
el no poslodocosmos de impuros ceros noes que noan noan noan
y nooan
y plurimono noan al morbo amorfo noo
no démono
no deo
sin son sin sexo ni órbita
el yerto inóseo noo en unisolo amódulo
sin poros ya sin nódulo
ni yo ni fosa ni hoyo
el macro no ni polvo
el no más nada todo
el puro no
sin no

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Decálogo del escapista

  1. No volverás a sentir su cabello entre tus dedos. Serás incapaz de recordar su textura, su color a media noche, su forma de acomodarse sobra la almohada al despertar.
  2. Escucharás su risa sólo en sueños, o quizá cuando pases junto a ella y la observes de espaldas. Extrañarás las tonterías que inventabas para transformar su enojo en carcajadas que concluían con un beso efusivo estampado en tus labios.
  3. Olvidarás su aroma, el que dejaba en tu cuerpo y que añorarás durante el tiempo que notes su ausencia. De vez en cuando te confundirás y creerás reencontrarlo en perfumes similares en la calle, pero sabrás que ese rastro aromático no es el de su piel.
  4. Recorrerás el pasillo con plena consciencia de que no hallarás sus ojos en el camino. No volverás a leer sus labios a escondidas. Nunca más te enviará un beso con las manos y nunca más corresponderás el gesto.
  5. Dejarás de ser su cómplice. No te sorprenderá con un abrazo a mediodía ni con su mano rozando la tuya mientras manejas. Las palabras que inventaron juntos se olvidarán porque ya nadie volverá a pronunciarlas. Habrá instantes en que temerás la inevitable llegada del día en que podrás verla a los ojos sin preguntarte: ¿qué nos pasó?
  6. Sepultarás el cariño, los sueños, las pasiones. Llegará otra y pensarás que todo cambió para mejorar. La olvidarás, pero siempre esperando que ella no te olvide.
  7. Dejarás de imaginar una vejez a su lado. No tendrás que convencerte de pasar una eternidad junto a ella porque ya no tendrás que serle fiel. En tu memoria será joven por siempre. Inmortal ante tus ojos, belleza lejana que no verás menguar.
  8. Te aliviará la idea de haberte librado de las peleas durante la hora de la comida. No más silencios incómodos, no más experiencias desagradables que se sumen a la montaña de rencores que cargaban. Luego recordarás sus reconciliaciones: el sexo a escondidas, sus ojos diciéndote que no quiere perderte y las promesas que ninguno de los dos podría cumplir y, sin embargo, enunciaban. Y entonces, al menos por un segundo, desearás volver a tenerla cerca... sólo para volver a discutir.
  9. Descenderás del avión, observarás los tejados azules y la noche ocre por encima del Sena. Imaginarás sus abrazos, las fotografías que no se tomaron juntos y crearás tu propia experiencia de París, un París sin ella.
  10. La escucharás con atención. Habrán pasado varios años desde la última tarde en que la besaste. Sentirás un nudo en la garganta cuando te confiese que hubo más de una vez en que contuvo sus deseos por llamarte y que tuvo que pasar un tiempo antes de atreverse a aceptar que jamás volvería a estar junto a ti.

jueves, 8 de diciembre de 2011

La Llorona

Para cuando murió, la gente había olvidado su nombre. Todos la conocían como ‘la llorona’. No se terminaba cajas enteras de pañuelos desechables porque hubiera matado a sus hijos: lloraba porque sí. La cara se le llenaba de lágrimas cuando se acordaba del hombre que la dejó, cuando pensaba en los hombres que abandonó, cuando sentía algún malestar corporal que los médicos no trataban rápidamente, cuando terminaba un buen libro, cuando terminaba un mal libro, cuando su jefe la regañaba, cuando su jefe no reconocía su trabajo, cuando no podía dormir, cuando dormía demasiado, cuando despedía a sus amigos desde un aeropuerto, cuando estaba borracha, cuando estaba sobria, cuando viajaba, cuando regresaba de un viaje, cuando asistía a una cena de año nuevo, cuando celebraba el año nuevo sola en su casa, cuando cocinaba y sus platillos no tenían buen sabor, cuando cocinaba y sus platillos tenían excelente sabor, cuando se sentía olvidada, cuando la gente que amaba le recordaba que la necesitaba, cuando iba a la playa, cuando iba a esquiar, cuando veía una película romántica, cuando veía una película de guerra, cuando veía una película de comedia y, en general, cuando veía cualquier película.
Cuando era niña, su madre le decía que parecía magdalena. Cuando creció, comenzó a rentar su llanto para velorios sin mucha concurrencia. Mojaba el pasto con sus lágrimas sin el más mínimo esfuerzo. Convirtió esa lluvia salada en su más próspero negocio: “Llanto a domicilio, cuando usted lo necesite. No lo defraudaré”.
Lloraba porque no le quedaba de otra, porque una noche se le ocurrió sustituir las palabras con sollozos. Lloraba porque sentía que si se esforzaba lo suficiente, la cara se le hincharía tanto que ya nunca nadie podría volver a mirarla a los ojos. Lloraba porque tenía la esperanza de que llegaría el día en que su cuerpo se inflamaría tanto como para desaparecer.

domingo, 4 de diciembre de 2011

XIX.

Era de noche y sostenía un cigarro en la mano. Los faros del auto alumbraban la calle. Había pocos vehículos circulando. Noté que le dolía la patita izquierda y le daba miedo cruzar la calle. No sé por qué lo hice pero decidí bajar del coche. Cometí la locura de hablar con él, de preguntarle si estaba perdido. Tenía el pelo blanco y era pequeño. No sabía si debía cargarlo, pensaba que podría sentirse amenazado y morderme. Como noté que insistía en cruzar la calle, me armé de valor y lo levanté. Cruzamos juntos. Una vez del otro lado de la calle, le pregunté a las personas que pasaban si lo conocían. Nada. Traía la lengua de fuera. Supuse que tenía sed. Fui al puesto de tacos más cercano y le compré una botella de agua y una ración de carne pero no quiso beber ni comer nada. Le pregunté si quería que me lo llevara a la casa. No quiso, quería ir a la suya. Volví a interrogar a un desconocido. Me dijo que vivía en la casa del zagúan café pero que su dueña no lo cuidaba, que seguramente ella lo había dejado salir y que debería de llevármelo porque estaría mejor conmigo. Cuando me acerqué a la casa a tocar el timbre, el perrito empezó a ladrar. Nadie abrió, pero él miraba las puertas esperando a que alguien saliera. Nada.
Me sentí mal por dejarlo ahí. Mi fatalismo me hizo pensar que intentaría volver a cruzar la calle y que alguien terminaría atropellándolo. También pensé que uno siempre extraña su hogar y ansía permanecer un ambiente conocido. No importa si te echan a patadas o te rechazan, cuesta mucho trabajo volver a empezar.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Ovo

No es que me resistiera a creer que el cuerpo humano tuviera el potencial de transformarse en una obra de arte, sino que nunca había sido testigo de semejante prodigio. Antes de ver Ovo, del Cirque du Soleil, los espectáculos circenses me parecían tristes. Imaginaba animales mal alimentados y maltratados, un presentador gordo y sin dinero para pagar a sus empleados y payasos que constantemente recuerdan las épocas en la que sus chistes hacían reír al público asistente. En pocas palabras, la palabra ‘circo’ me remitía a dramas hollywoodenses como Water for Elephants o un horror infrahumano al estilo Freaks.
Ayer, en cambio, vi al cuerpo transformado en música, en piel de artrópodo y en naturaleza. Quienes trepaban por paredes asemejándose a un grupo de insectos –y se deslizaban a través de cuerdas y metales como agua en movimiento– parecían seres de otro mundo. A ellos convendría aplicar el término ‘suprahumanos’, tal y como me lo dijo A. Este espectáculo canadiense es el cliché del circo resignificado: la cuerda floja, el trapecio, el malabarismo, los contorsionistas y los payasos llevados a su máximo esplendor. En las casi dos horas que dura Ovo, cada una de las piezas que integran el show encaja a la perfección, como si fuera el más perfecto de los rompecabezas y los artistas logran unificarse con los elementos que complementan sus actos para articular un lenguaje alternativo y fascinante. Su andar por el escenario es hipnótico, recorren cada espacio con una ligereza que enmascara el entrenamiento, fuerza y habilidad detrás de cada uno de sus ademanes. Ejecutan sus proezas con tal maestría que sus serpenteos parecieran congénitos. Cuando uno se aleja de la carpa del sol, tiene la sensación que acaba de presenciar un montaje protagonizado por mutantes que nacieron maquillados, con disfraces cosidos a la superficie externa de la piel y contorsionándose en una gran unidad que nunca se separa y sólo se muda de un decorado a otro. Se sale pensando que los músicos no descansan y que aquellas criaturas provistas de antenas, patas y abdómenes flexibles se irán a dormir a sus flores y túneles subterráneos tan pronto como la última de las lámparas que cuelga del toldo apague su luz.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Viajes

Hoy trabajo desde casa. Mi espalda está incapacitada. Llevaba días pidiéndome vacaciones y yo que no le hacía caso. Por cuestiones laborales, releí unos capítulos de Historias de cronopios y de famas, de Cortázar, y se me ocurrió que era una buena idea dedicarle un post a los viajes de famas, cronopios y esperanzas.

"Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de 'Alegría de los famas'.
Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan".



miércoles, 2 de noviembre de 2011

Biografía

Sé que nunca nadie tendrá que escribir mi biografía pero, si así fuera, sería innecesario platicar con quien me haya conocido, rastrear mi andanza por las instituciones educativas o incluso indagar en mis gustos musicales. Para realmente ‘descubrirme’ lo más sencillo sería secuestrar mi librero.
Ahí está, por ejemplo, lo que considero ‘el origen de mi dramatismo’: mis primeros libros no fueron cuentos de hadas –bueno, sí los hubo, pero sólo porque me los leyeron en la escuela– sino que las primeras historias que me leyó mi papá fueron las de un hombre devorado por un oso, una mujer que abrió el abdomen de sus perros para evitar que se le congelaran las manos, un ruiseñor que se desangró apretándose contra la espina de una rosa en invierno y un príncipe-estatua que perdió hasta los ojos y vio a una golondrina morir a sus pies. Los primeros relatos vinieron de El país de las sombras largas, de Hans Ruesch, y los segundos de una colección de cuentos de Oscar Wilde. Y es que lo primero que me provocó la literatura fue asombro y llanto; un arrebato derivado de la belleza de su prosa pero también de ‘la humanidad’ misma: la muerte, los malos amigos, el dolor físico, el desamor, el miedo.
Cuando cumplí 15, me obsesioné con devorar la mayor cantidad de volúmenes en la menor cantidad de tiempo posible. Quería ‘saberlo’ todo. Muchos de los tomos que hay en los estantes del librero de mi cuarto datan de hace nueve o diez años. Por aquel entonces ‘leí’ Así habló Zaratustra (pero no entendí nada), pensé que comprendí El Anticristo, y hasta me atreví a discutir el contenido con un cura pero, hace un par de años, que me reencontré con Nietzsche, me di cuenta de que aquel hombre de fe seguramente también leyó aquellos volúmenes en su juventud, porque tampoco había comprendido una sola palabra.
De aquellos años proviene mi espíritu de mosquetera. Presté servicio a Luis XIII, Luis XIV y a Mazarino durante el año que me tomó acabar Los tres mosqueteros, Veinte años después y el Vizconde de Bragelonne. También por aquella época, pasé un verano tirada la cama porque mientras leí Crimen y castigo, Raskolnikov me contagió de fiebre. Desde entonces, me dio por profundizar en la obra de un autor que me atrapara. Por eso ahora, que ha pasado el tiempo, y descubrí a Paul Auster, trece de sus libros no me son suficientes. Quiero más. Y Amélie Nothomb sigue el mismo camino.
También están, por supuesto, mis libros de poesía. Y es que yo de poesía no entiendo nada, pero en preparatoria me resultaba muy ‘romántico’ leer lo que había escrito esa argentina que se suicidó en el mar. Hasta me acuerdo, por ejemplo, que me aprendí los versos de Neruda (estaba en la 'edad de la punzada', ¿qué quieren?) y me sentía muy orgullosa de recitarlos al hilo en cualquier plática de sobremesa. “De otro, será de otro, como antes de mis besos”. Y también fui ignorante, claro. Cuando llegué a la librería y abrí algunos libros de Burroughs, sentí una especie de asco, mareo, saturación. Y entonces decidí que no volvería a intentarlo, al menos hasta que ‘fuera grande’ y estuviera preparada para ello.
De la etapa universitaria están los libros de cuando toda mi vida giraba en torno a la teoría y la academia. Me compré El Capital –sobra decir que no pasé del primer capítulo– y el Manifiesto Comunista. Aprendí al derecho y al revés el concepto de ‘mercancía’. Luego fotocopié dos volúmenes de Sociología del Arte, leí todo lo que pude acerca de la vida y obra Andy Warhol y me empeñé en demostrar que la pintura 'había muerto'. Después repasé a Durkheim, a Benjamin y a Kant. Al fracasar con Hegel, y no entender una palabra de Heidegger, me di cuenta de que había llegado al límite: no era filósofa y nunca lo sería. Entonces me limité a lo que me recomendaran en clase. Lloré con Primo Levi y me enamoré de las crónicas de Villoro. Borges era ‘perfecto’, Rulfo ‘no era mi estilo’. Girondo me enseñó a bailar. Cuando llegué a Postdata, y descubrí a Paz, anoté cada impresión en un cuaderno por separado. Me tomé un tiempo razonable para reflexionar cada párrafo y absorber cada palabra. Cuando mi maestra de periodismo me devolvió el examen y la tinta roja me condenó con un miserable 7, decidí darme unas vacaciones de Paz, no más textos que me hicieran sentir tonta sino hasta después de haber llegado a los 30.
Luego dejé de tener tiempo para leer porque ni siquiera encontraba horas suficientes para dormir. Ya no soy la que leía hace diez años. Los libros han cambiado conmigo. Los tomos de hace una década están intactos, sin marcas, sin dobleces, sin huellas de mi vida en ellos porque en aquella época pensaba que dentro de 50 años sería una viejita sola en algún pueblo francés que lloraría al reencontrarse con los libros que su papá le regaló en su juventud. En cambio ahora –que pienso menos en el futuro– mis libros están llenos de anotaciones y de esquinas dobladas (porque ahora cargo con ellos para todos lados y de bolsa en bolsa terminan magullados). Las sonrisas que me generan están garantizadas por consejos ajenos. Le dedico mis pocas horas libres a ‘lo que hay que leer antes de morir’ y me complacen los best sellers, los acreedores al Premio Nobel y las temáticas románticas. Me gustan las crónicas porque me parecen ricas como ningún otro género literario. Me dejo atrapar por las novelas porque jamás me animaría a escribir una propia. Disfruto los cuentos aunque lo que narren se me olvide a los cinco segundos de haber dado vuelta a una página.
Ahora leo por puro placer. Cuando no disfruto o entiendo un texto, lo dejo. Aprendí a vivir con esa culpa que a los 16 me resultaba insoportable: la de abandonar un libro. Releo las historias que me gustan porque ya no temo desperdiciar el tiempo en algo que ya conozco. Saboreo, gota a gota, joyas como Rayuela o Lolita y a veces hasta me tardo en llegar a la última página porque no quiero que se me acabe el placer de leer.
Mi biografía está en las líneas que he absorbido y en toda la prosa que he rechazado por aburrimiento o incomprensión. Ahora soy la que compra libros de viajes pero también la que se hizo de tomos que recrearan la historia del Titanic porque estaba obsesionada con la película de James Horner, la que se desvelaba hasta las tres de la mañana terminando uno de los volúmenes de Harry Potter, la que sintió miedo bajo las sábanas acompañada por Edgar Allan Poe y la que subrayó tantas páginas de La vuelta al día en 80 mundos cuado se dio cuenta de que ya no hay nadie como Cortázar.
Acabo de empezar La vida: instrucciones de uso y escribo porque, de pasar la vista por las primeras páginas, sé que constituye una lectura transformadora, que cuando vuelva a este blog para escribir mis impresiones sobre ella, ya no seré la misma que cuando di este punto final.

jueves, 27 de octubre de 2011

Sin Sangre

“Se miró. Vio a una vieja niña. Sonrió. Caparazón y animal. Entonces pensó que, por mucho que la vida sea incomprensible, probablemente la atravesamos con el único deseo de regresar al infierno que nos creó, de habitar en el mismo junto a quien, en una ocasión, nos salvó de aquel infierno. Intentó preguntarse de dónde provenía aquella absurda fidelidad del horror, pero descubrió que no tenía respuestas. Sólo comprendía que nada es más fuerte que ese instinto de volver donde nos desgarraron, y de seguir repitiendo ese instante años y años. Pensando tan sólo que quien nos salvó en una ocasión puede hacerlo para siempre. En un largo infierno idéntico a aquel del que venimos. Pero, de pronto, clemente. Y sin sangre”.
Alessandro Baricco
Giró la llave y apagó el motor. Abrió la puerta y comenzó a caminar hacia las escaleras eléctricas; escuchó el eco de sus tacones sobre el cemento como todas las mañanas. El aumento de la angustia se somatizaba en su pecho y subió, escalón por escalón, pensando en las palabras que usaría cuando lo tuviera enfrente. Lo vio sentado en el lugar de siempre con la camisa de cuadros azules y el pantalón negro semioculto bajo el escritorio. Cuando notó su presencia, caminó hacia ella, la abrazó con efusividad –como si no quisiera dejarla ir – y le pidió perdón por centésima o milésima vez. Iniciaba una noche-silencio. Y el piso hervía bajo sus pies.

sábado, 22 de octubre de 2011

Muerte

Para cuando llegó hasta el patíbulo, ya era maestra en el meticuloso arte de callar el dolor. Antes de llegar a ese último escenario, en el que el golpe mortal de una cuchilla le cortaría el aliento, había perdido extremidades, piel, cabello, sangre. Capa por capa, de la epidermis a la hipodermis, fue despojada de fibras, de células, de los adipositos que alguna vez estuvieron unidos para dar forma a su tan envidiable femineidad. Primero sintió como sus brazos se desprendieron del tronco; su alma aulló de sufrimiento junto con la hemorragia interna que se desató al interior del cercenado organismo. Lloró como una loca, intentó hincarse para pedir piedad. Suplicó. Rezó a los dioses que conocía por compasión. Nada. Estaba mutilada. El daño sería permanente. Aquel agonizante sistema nervioso jamás volvería a comandar movimiento a esas manos que tanto habían elogiado y que ahora comenzaban a pudrirse bajo una nube de moscas repugnantes. Luego perdió las piernas. El rostro se le inundó con delicados torrentes de líquido salino cuando sintió la ausencia de esos muslos que tanto habían sido acariciados. Notó como los dedos de los pies empezaron a decolorarse, como perdieron hasta la última gota de sangre y comenzaron a morir junto con ella.
La última vez que lloró fue cuando bajó la mirada y observó los despojos de su cuerpo. Ya no había nada que pudieran arrebatarle. Ahora no era sino un cadáver, un armazón completamente vacuo y en inevitable estado de descomposición. Se volvió consciente de su propia oquedad y notó que la tragedia se mantendría hasta que perdiera la vista, el pensamiento, la palabra. Entonces lanzó una provocación más, un motivo para alcanzar la guillotina, para descansar.
El sol le quemaba la cara. Miró el desprecio con el que el pueblo la miraba desde la plaza principal. Notó el asco desprendiéndose de las muecas de esos rostros desconocidos pero se mantuvo firme. Sin brazos, sin piernas, sin nada, pero con los ojos bien abiertos y el lagrimal en guardia. Permitió que el cello hablara por ella, que cantara en su memoria y que se desgarrara en su más infinita profundidad. Siguió escuchando la música en su mente. Escuchó el viento, la respiración de los violines, el ir y venir de los arcos sobres las cuerdas que contaban su historia en un pentagrama en algún lugar del mundo. Miró al cielo. ¿En un último acto de fe? Quizá. Luego la música se apagó. El aire le indicó la aproximación de la cuchilla a la curva que aún formaba su cuello. Y luego, oscuridad.

domingo, 9 de octubre de 2011

Armadura

Escucha la voz marchita con cada ojeada que destina al espejo. ¿A quién pertenece la imagen reflejada? A otra que ya no existe. Enfrenta las arrugas a cada lado de los ojos, bajorrelieves tallados sobre la superficie morena y mal cubierta con polvo translúcido. Apenas mueve los labios, no logra que formen una curvatura para emular una sonrisa; sufre. Contempla su anatomía falseada y, aunque por instantes se siente complacida con ella, también extraña la silueta que fue distorsionada.
Ellos no la notan ‘como antes’. Se divierten platicando con la chica sin maquillaje, sin inyecciones semanales de botox en la frente y sin protuberancias que alimenten sus fantasías. Le ‘conceden’ su atención porque no pasa de los 25. A ella, en cambio –sombra que se aferra a la triste belleza que se le escapa– han dejado de mirarla. Dejó que los fantasmas la hicieran temer el transcurrir del tiempo y quiso borrar las huellas de su cuerpo. Se observa y se desprecia; se transforma en una más de las figuras que vuelcan sus años presentes en la búsqueda de lo irremediablemente perdido. Infortunada efigie de la melancolía, siempre deseante de lo que ya no volverá y sin embargo destinada a continuar presa de una armadura que envejece y algún día morirá.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

XVIII.

La memoria subsiste gracias a las imágenes. Él o ella sonriendo detrás del cristal y enmarcados en madera sobre la esquina del buró. El otro con los brazos alrededor de ti, besándote, recargando su cabeza en tu hombro. Ya sabes de lo que hablo.
Para mutilar el arsenal de recuerdos, el impulso de un amnésico en gestación es deshacerse del retrato de aquellos rostros sonrientes. Es, piensa, un boleto asegurado –y sin escalas– con destino al olvido. Sin embargo, las letras resisten, y eso quizá nadie lo considera importante.
La palabra es una de las muchas articulaciones del pasado. Es la voz de una vivencia desatendida o ignorada. Se le menosprecia y pasa por alto porque se emplea en la cotidianidad. Las letras tienen el potencial de ejercer un daño mortal en aquel que busca dejar de ser un memorioso: le obligan a revivir el instante en que fueron escritas, le devuelven la emoción perdida y una que otra sonrisa que desaparecerá con el desencuentro de saberse en un momento diferente de aquél que quedó registrado en el papel. Un puñado de letras sin borrar conlleva el riesgo de ser reencontrado, de dejar al descubierto los juegos de ayer, el amor de siempre. Integra capítulos intactos. Conforma los restos de él y de ella.

Encontré los vestigios de un par de patos. Y es que claro: jamás se me ocurrió borrar los mails. En esas ridículas composiciones plagadas de faltas de redacción y ortografía, los patos cantaban, reían; todo seguía intacto. Él también se emocionó de recordar que aquellos fantasmas existían. Recordamos durante un par de horas, él desde su nueva oficina y yo desde un panorama muy distinto a aquel en el que me encontraba cuando le escribía mensajes cursis cuando llegaba a mi trabajo.

viernes, 23 de septiembre de 2011

XVII.

Seré franca: creo en Dios (mi madre no deja de intentar hacerme devota de la Vírgen María), en el destino y en que todo lo malo que se haga en la vida, se paga. Lo que no creo, bajo ninguna circunstancia, es el que mundo se vaya a terminar en 2012. Más allá de esto, si el fin de la planeta fuera inevitable ¡¿qué caso tiene sentir miedo y ‘tomar medidas’ ridículas como construir búnkers bajo tierra?! Hasta el momento, hay quienes dicen que podríamos morir a ‘manos’ de tormentas solares, terremotos, tsunamis y erupciones de supervolcanes (por mencionar algunos). Entonces, pequeños terrícolas que creen que pueden sobrevivir a lo que Juan enunció en el Apocalipsis, ¿¡en serio piensan que tiene sentido cultivar sus propios alimentos y trasladarse a una selva para ‘salvarse’!? ¿¡no les parece que, si la Tierra se desgarra o derrite, sus sembradíos, aislamiento y vestimenta hippie van a valer sorbete!? O ¿qué sucedería si 'chocáramos' con el supuesto planeta X? Ahora resulta que se sale ileso de las colisiones ocurridas en el espacio (para cualquier duda, favor de recordar el meteorito que cayó allá por Yucatán hace 65 millones de años o comprar un boleto redondo al cielo de los dinosaurios).
No se va a acabar el mundo. Punto. Y, si se acaba, o es inevitable o ni cuenta nos vamos a dar. ¿Cuál es, entonces, el problema? En todo caso, si nos carga el payaso, ojalá que sea un desenlace digno de una película de ciencia ficción, que todo extraterrestre se sienta tentado a llevar la muerte del planeta verde-azul a su propia pantalla grande (esto es broma, tampoco creo en los extraterrestres). Por mi parte, espero que sea el encuentro con un agujero negro, ser devorados por él, que la Tierra se desintegre poco a poco, que no queden rastros de nuestra luz, de nuestra existencia... Que después de todo, no quede nada.

jueves, 25 de agosto de 2011

XVI.

Que ganas de aferrarme los brazos de Eolo, de ser inmune a las inclemencias gravitacionales y emprender un viaje hasta el único cuerpo planetario en el que llueven diamantes. Si así fuera en la Tierra, el oscurecimiento del cielo dejaría de ser temido y la inundación de una vialidad –con potencial de trastornarse más que La Autopista del Sur– dejaría de ser una preocupación para los ciudadanos. Todos los paraguas estarían diseñados para resistir granizo que, en la escala de dureza de Mohs, llegaría al nivel diez. Sombrillas blindadas y una sinfonía de gemas brillantes azotando sus superficies. El objeto de deseo degradado, el fin de Tiffany & Co. como lo conocemos y de las tan tradicionales pedidas de mano.
Qué ansias de dejarme envolver por un viento que viaje 80 veces más rápido que las ráfagas tropicales terrestres y caer en lo profundo de uno de los cráteres de Hiperión. Amarrarme a la cintura un hilo invisible que me mantuviera atada al eje de rotación del satélite y correr por la superficie porosa de la única luna en la que las jornadas pueden durar 12, 26, 35 o 68 horas. Desconocimiento del día y la noche: el método infalible para hallar nuevas formar de dormir. Confeccionar el único calendario que no podría venderse en tiendas de autoservicio porque jamás estaría suficientemente terminado.
Qué deseos tan grandes de volver el tiempo atrás, a bordo de una nave que viaje más rápido que la luz –o a través un agujero de gusano en el techo de mi cuarto– para llorar ante la descomposición de los 318 huesos del tiranosaurio que dio fin a una era bajo una lluvia de ácido sulfúrico. Traería de vuelta un daguerrotipo para inmortalizar al último cuello largo que se alimentó de las copas de los árboles. Valor de 65 millones de años garantizado. Sería inmune a los terremotos, incendios y al hollín que le tapó la vista al Sol y cubrió al globo de una noche perpetua. Luego treparía a un pterodáctilo que hiciera escala en los 27 kilómetros de altura del Olimpo marciano y volvería a casa para decorar mi estudio con sus alas fosilizadas y cubiertas de polvo estelar.

lunes, 22 de agosto de 2011

Lolita

“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura, sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos fue siempre Lolita”

Caí en tu hechizo, Lolita, cuando se desdibujó la línea de la perversión y me atrapó el arte. Te observé, a través de la distorsionada mirada de Humbert Humbert, y me sentí igualmente obsesionada por la esencia de nínfula que desprendías ahí tirada en el pasto y con esa paleta en la boca. Esa piel, Lolita, que a Humbert Humbert le resultaba tan distinta de las carnes rancias de las mujeres adultas, también me cautivó. Te vi caminando tan seductora –la culpa será de Nabokov– y mordiendo esa manzana para despertar el deseo en el narrador de tan maravillosa novela y hasta te creí la única responsable de tu propio sofoco en las noches en que fuiste presa de su lujuria en algún hotel de paso. Y también, he de confesarlo querida Lolita, sentí ganas de rodear tu garganta con las manos y apretar hasta inmovilizarte, de arrancar el último de tus alientos para calmar esa desesperada necesidad de Humbert por saberte a su lado –segura e intacta– hasta el fin de sus días.

Y es que Lolita es obsesión y crimen, es el relato de las perversiones de un hombre de más de cuarenta años que encuentra el modo de acostarse con una niña de doce. Maldito enfermo, dirían algunos. Yo digo: estética, porque a pesar de ‘las barbaridades’ narradas, Nabokov recubre la novela de literatura y quien ansiosamente pasa los ojos por las 380 páginas del libro no siente asco ni condena. Hasta pareciera una historia de amor: la de Humbert Humbert y su Lolita.

En Efectos Personales, Juan Villoro escribió que “Lolita llegó a la mayoría de los lectores precedida por el escándalo. Graham Greene afirmó que si la novela era un delito estaba dispuesto a ir a la cárcel por ella; el pueblo de Lolita, Texas, discutió la posibilidad de cambiar su nombre por el de Jackson; Groucho Marx comentó que leería el libro seis años después, cuando Lolita cumpliera los permisivos dieciocho”. Y es que Lolita no es pornografía, sino una ininterrumpida serie de imágenes que permiten que el lector se sienta hipnotizado por la historia. A pesar de su depravación, Nabokov logra que su personaje despierte empatía, que el límite entre verdugo y víctima se vuelva difuso. De ahí la compenetración que incluso puede sentirse con el miserable Humbert. “El mismo testigo que condena al ciudadano Humbert, exonera al autobiógrafo”, dice Villoro.

Humbert Humbert convierte a los testigos de su desgracia en jurados. Desde el banquillo de los acusados, detalla sus tormentos y fechorías intentando justificar el delito que lo enviará a la cárcel: el asesinato de Quilty, dramaturgo que ayuda a escapar a Lolita y la aleja para siempre de su lado. Y es que Lolita no sólo seduce a Humbert, sino a todo aquél que la conoce a través de él. Hacia el final de la novela, cuando él le pide que camine hasta el auto y renuncie a la vida que tiene para iniciar una nueva junto a él, quien acompaña a Humbert en su desgarradora súplica también siente su infinito dolor y asume lo insoportable que resulta la vida sin ella.

La novela concluye diciendo: “Pienso en bisontes y ángeles, en el secretos de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita mía.”. Entonces el lector agradece que aquellas líneas sean el desesperado intento de Humbert Humbert por eternizar al amor de sus amores, agradece el arquetipo de una niña seductora chupando una paleta y espiando por encima de unos lentes de sol, agradece el significado que, desde entonces, encontrará en las tres sílabas que conforman el nombre de Lolita.

jueves, 18 de agosto de 2011

The Facebook Factory Inc.

Te damos la bienvenida a la primera red social en llevarse el mérito al elogio de la mentira. Aunque de ningún modo se cuestiona su capacidad para entretener al ocioso o calmar las ansias del voyeurista, exhibicionista y psycho killer (no hay que hacernos güeyes, todos hemos espiado, alguna vez, la cuenta de un ‘ex’) que todos llevamos dentro, la más comercial de las creaciones de un hijo de Abraham en la Tierra es la factoría de las máscaras virtuales. Es decir, mientras que la web surgió como una herramienta y las redes sociales –dirían algunos– para posibilitar una nueva forma de interacción, en conjunto, pareciera que han institucionalizado la más perfecta fábrica de identidades.

En The Facebook Factory Inc. se expiden personalidades a la medida. ¿Quieres ser ‘cool’ y ‘siempre listo para la fiesta’? Sube todas –todas, todas– las fotografías de tu compostura ahogada en un vaso (o botella) de vodka y tu credencial de ‘I’m a party boy/girl’ estará en un dos por tres. Anúnciale a la civilización que podrías pasar tus tardes en un bar de lunes a domingo. Ríete de tus ridiculeces y pregúntale a tus cuates ‘¿pa’ cuándo se repite?’.

¿Quieres ganarte la medalla al ‘viajero del año’? Etiqueta todas tus imágenes con los lugares que visitaste. No importa que ni siquiera tengas idea de cómo se escriben los nombres de las ciudades por las que v-i-a-j-a-s-t-e. Que se escuchen fanfarrias cuando tus ‘amigos’ (seguramente los 800 que tienes listados irían a tu funeral si mañana te atropella un pesero) lean cuáles fueron los sitios que inmortalizaste con el click del obturador y se mueran de envidia del vino europeo que bebiste sintiéndote catador francés.

¿Quieres que un productor te contrate como protagonista de su próxima telenovela? Pídele a tu distribuidor de disfraces de Halloween que le corte un poquito más de tela al atuendo para que todos puedan ver esa espalda que tanto te chulean en el trabajo o ese escote que tanto chiflido de albañil ha levantado en la calle. Antes de que te capte la lente, pon tu mejor sonrisa, acomódate el cabello, pídele a quien te tome la foto que te muestre la cámara 40 veces para que ‘cuando subas la imagen’ parezca que saliste radiante desde la primera toma.

The Facebook Factory Inc. también es la industria de la felicidad y de la mala ortografía –pOr eZo HaY qUiEn aMa EzKriVir AzI: cOmO sI tUvIeRa ReTrAZo mEnTaL– y sus aplicaciones la erigen como el fabricante número uno de olvido y desahogo. ¿Tu novio te rompió el corazón? Corre a cambiar tu ‘estado civil’. No vaya él a ganarte y avengonzarte frente a tus 800 a-m-i-g-o-s. ¿Tu 'hermano del alma' se quiso pasar de listo? ¿Lo viste manoseando a tu novia en una de las fotos de la última borrachera? Bórralo de tu lista de best friends. ¿Ese inmoral que te rompió el corazón prescindió de tu ‘amistad’? Compra un libro de filosofía barata y cita una de sus líneas en tu status. Quéjate, desángrate virtualmente y ruégale al señor que tus 800 incondicionales estén ahí para echarte porras y poner ‘like’ a esa frase de autoayuda que tanto trabajo te costó escribir. Aprovéchate de la única terapia gratuita que te hace sentir mejor borrando las imágenes de aquel/aquella que tanto te hizo sufrir.

En The Facebook Factory Inc. es muy simple crear ‘el retrato perfecto’. No hay fotografía de perfil que muestre ‘el lado oscuro’ del dueño de la cuenta. Quien salga en una postura inconveniente debe culpar sólo al ‘amigo’ que quiso ridiculizarlo difundiendo su imagen descompuesta de una noche de copas y una noche loca. Lo mejor del caso –y le pese a quien le pese– es que esta fábrica también está al servicio de quien decide ‘no ser de esos que abren una cuenta’. Les da la oportunidad de mantenerse en su papel de ‘intelectuales’, ‘gente seria’, 'fanfarrones' –ah, no, perdón, eso no– o (inserte el adjetivo que más le convenga aquí). Les permite diferenciarse y que los demás –que sí somos parte de la masa esclavizada– los notemos y roguemos su amable integración.

Zuckerberg tuvo razón cuando dijo que The Facebook Factory Inc. es exitosa porque permite lo que ninguna otra red social. Es un establecimiento dotado de una maquinaria única: posee tela, hilo y tijeras –todo virtual, claro– para confeccionar cualquier disfraz que la realidad imposibilitaría. Es una instalación dedicada a la realización del deseo. Es dulce alivio. Es un espejo de lo que escondemos bajo la piel.

domingo, 7 de agosto de 2011

Al escritor

Se me hace que tiene el torrente sanguíneo infestado de letras, que el flujo de sangre que le inunda el cerebro y le permite escribir, está plagado de caracteres poéticamente dispuestos para su posterior propagación en la hoja de procesador de texto con garantía de manzana estadounidense dispuesta sobre el monitor. No le llamaré novelista, cronista o soberbio cacique de la columna. Para mí basta con decirle ESCRITOR. Le dejo de leer por meses, le olvido, quizá hasta lo traiciono un poco pensando que hay otros mejores que él. Luego, el deleitoso reencuentro, la inmersión abrasadora en ese piélago de audaces composiciones que me hacen reír frente a la pantalla o pensar: “carajo, que alguien me explique cómo haces para escribir tan bien”.
Se me hace que tiene el pensamiento permanentemente empapado de tinta, de ideas que adquieren un nuevo sentido cuando las transforma y retoca con su tan característico humor. Se me hace que sus brazos son como ramas, metafóricamente cortorsionados como imágenes que luego lleva a un papel virtual para seducir a quien posa su mirada en sus palabras. ‘Palabras’, ‘palabras’, que nos colmen tus palabras, querido J., que nos inundes de tus imágenes líricas, que nos colmes de tu escritura para que nos inunde la crítica, que caigan los velos, que se nos eleve el juicio. Quizá las puntas de sus dedos en realidad sean plumas fuente cubiertas de una falsa piel, quizá escribe aún mientras duerme y así afina sin descanso esa indiscutible y envidiable sensibilidad de narrador.

viernes, 15 de julio de 2011

Roberto Bolaño

Escuché su nombre antes de aprehender el periodismo. Luego, cuando el historial académico de la universidad decía que (ahora sí) me estaba convirtiendo en periodista, lo volví a escuchar. Supe que él fue quien escribió Los Detectives Salvajes –que algunos comparan con Rayuela– y sentí miedo-de-leerlo, por aquello de ‘no saber apreciarlo por la edad’... ya saben, como el asteroide B 612 de Saint-Exupéry en la secundaria o el yelmo de Mambrino de Cervantes en la prepa.
Hoy leí su nombre en Twitter (bendita red social que ya todo lo sabes y todo lo difundes y de todo haces que me entere)... porque se cumplen ocho años de su muerte y porque valía la pena recordar esta entrevista que le hizo Mónica Maristain y que se publicó en la misma semana en que Bolaño se fue. Creo que algunas de sus respuestas me han enamorado. Al carajo con el miedo. Terminando con Humbert Humbert y su nínfula, voy por Juan García Madero.

¿Le dio algún valor en su vida el haber nacido disléxico?
–Ninguno. Problemas cuando jugaba al fútbol, soy zurdo. Problemas cuando me masturbaba, soy zurdo. Problemas cuando escribía, soy diestro. Como puedes ver, ningún problema importante.

¿Quién le hizo creer que es mejor poeta que narrador?
–La gradación del rubor que siento cuando, por pura casualidad, abro un libro mío de poesía o uno de prosa. Me ruboriza menos el de poesía.

¿Usted es chileno, español o mexicano?
–Soy latinoamericano.

¿Qué es la literatura chilena?
–Probablemente las pesadillas del poeta más resentido y gris y acaso el más cobarde de los poetas chilenos: Carlos Pezoa Véliz, muerto a principios del siglo XX, y autor de sólo dos poemas memorables, pero, eso sí, verdaderamente memorables, y que nos sigue soñando y sufriendo. Es posible que Pezoa Véliz aún no haya muerto y esté agonizando y que su último minuto sea un minuto bastante largo, ¿no?, y todos estemos dentro de él. O al menos que todos los chilenos estemos dentro de él.

¿Eugenio Montale, T. S. Eliot o Xavier Villaurrutia?
–Montale. Si en lugar de Eliot estuviera James Joyce, pues Joyce. Si en lugar de Eliot estuviera Ezra Pound, sin duda Pound.

¿John Lennon, Lady Di o Elvis Presley?
–The Pogues. O Suicide. O Bob Dylan. Pero, bueno, no nos hagamos los remilgados: Elvis forever. Elvis con una chapa de sheriff conduciendo un Mustang y atiborrándose de pastillas, y con su voz de oro.

¿Qué le hubiera dicho a Gabriela Mistral si la hubiera conocido?
–Mamá, perdóname, he sido malo, pero el amor de una mujer hizo que me volviera bueno.

¿Y a Salvador Allende?
–Poco o nada. Los que tienen el poder (aunque sea por poco tiempo) no saben nada de literatura, sólo les interesa el poder. Y yo puedo ser el payaso de mis lectores, si me da la real gana, pero nunca de los poderosos. Suena un poco melodramático. Suena a declaración de puta honrada. Pero, en fin, así es.

¿Y a Vicente Huidobro?
–Huidobro me aburre un poco. Demasiado tralalí alalí, demasiado paracaidista que desciende cantando como un tirolés. Son mejores los paracaidistas que descienden envueltos en llamas o, ya de plano, aquellos a los que no se les abre el paracaídas.

¿Ha vertido alguna lágrima por las numerosas críticas que ha recibido por parte de sus enemigos?
–Muchísimas, cada vez que leo que alguien habla mal de mí me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que, entre paréntesis, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?
¿Cuál es su equipo de fútbol favorito?
–Ahora ninguno. Los que bajaron a segunda y luego, consecutivamente, a tercera y a regional, hasta desaparecer. Los equipos fantasmas.

¿A qué personajes de la historia universal le hubiera gustado parecerse?
–A Sherlock Holmes. Al capitán Nemo. A Julien Sorel, nuestro padre, al príncipe Mishkin, nuestro tío, a Alicia, nuestra profesora, a Houdini, que es una mezcla de Alicia, de Sorel y de Mishkin.

¿Cómo es el paraíso?
–Como Venecia, espero, un lugar lleno de italianas e italianos. Un sitio que se usa y se desgasta y que sabe que nada perdura, ni el paraíso, y que eso al fin y al cabo no importa.

¿Y el infierno?
–Como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos.

¿Usted ve su obra como la suelen ver sus lectores y críticos: arriba de todo Los detectives salvajes y luego todo lo demás?
–La única novela de la que no me avergüenzo es Amberes, tal vez porque sigue siendo ininteligible. Las malas críticas que ha recibido son mis medallas ganadas en combate, no en escaramuzas con fuego simulado. El resto de mi “obra”, pues bueno, no está mal, son novelas entretenidas, el tiempo dirá si algo más. Por ahora me dan dinero, se traducen, me sirven para hacer amigos que son muy generosos y simpáticos, puedo vivir, y bastante bien, de la literatura, así que quejarse sería más bien gratuito y desagradecido. Pero la verdad es que no les concedo mucha importancia a mis libros. Estoy mucho más interesado en los libros de los demás.

¿Cuáles son los cinco libros que marcaron su vida?
–Mis cinco libros en realidad son cinco mil. Menciono éstos sólo a manera de punta de lanza o embajada aviesa: El Quijote, de Cervantes. Moby Dick, de Melville. La Obra Completa, de Borges. Rayuela, de Cortázar. La conjura de los necios, de Kennedy Toole. Pero también debería citar: Nadja, de Breton. Las cartas de Jacques Vaché. Todo Ubú, de Jarry. La vida, instrucciones de uso, de Perec. El castillo y El proceso, de Kafka. Los aforismos de Lichtenberg. El Tractatus, de Wittgenstein. La invención de Morel, de Bioy Casares. El Satiricón, de Petronio. La Historia de Roma, de Tito Livio. Los Pensamientos, de Pascal.

¿Qué sentimientos le despierta la palabra póstumo?
–Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere creer el pobre Póstumo para darse valor.

¿Qué le hubiera gustado ser si no hubiera sido escritor?
–Me hubiera gustado ser detective de homicidios, mucho más que ser escritor. De eso estoy absolutamente seguro. Un tira de homicidios, alguien que puede volver solo, de noche, a la escena del crimen, y no asustarse de los fantasmas. Tal vez entonces sí que me hubiera vuelto loco, pero eso, siendo policía, se soluciona con un tiro en la boca.

domingo, 10 de julio de 2011

La patita fea

A mediados del S. XIX, Hans Christian Andersen escribió el cuento de ‘El Patito Feo’. En la narración del escritor danés, un cisne bebé va a dar a una comunidad de patos que, tan pronto nota las diferencias existentes en ‘el extranjero’ lo hace sentir rechazado y fuera de lugar. El ‘patito feo’, completamente abatido, sale huyendo e intenta encontrar un nuevo lugar ‘para pertenecer’. En un país en el que el pasaporte prácticamente dice: aquí se comen tacos, aguantamos la salsa verde y nos gusta el fútbol, un patito feo viene siendo el que no se adapta a la convención y, en pocas palabras, al que le importa un bledo si el balón entra o no a una portería durante un encuentro de 90 minutos.
Yo soy, abiertamente, una patita fea. Mi papá me enseñó de música, de libros, de anatomía, de bebidas alcohólicas, de modales en la mesa (y fuera de ella), de cómo manejar en las calles mexicanas, de viajes, de idiomas y de religión. Sin embargo, tristemente –o muy tristemente, dirían algunos– no me enseñó ni una pizca de fútbol. La cosa es que este deporte me desespera, me aburre, me duerme, me hace cuestionarme infinidad de ideas cuando lo que se supone que debería de hacer es alienarme del mundo y llevarme a un éxtasis como el de Santa Teresa de Ávila. Ay, padre mío, en un México que vive, respira, bebe y fuma fútbol, tu falta de apasionamiento y la consecuente herencia que me has dejado me ha condenado a vivir en la mismita miseria que el ave del Andersen.
Por esta desastrosa diferencia hay quien me ha olvidado, ignorado y rechazado. Mis gustos extraños (música extraña en su mayoría) han sido motivo de burlas, cejas levantadas e incomprensión. Pero ni modo ¿qué se le hace? Si he vivido 25 años soportando miraditas compasivas cuando digo que no ingiero nada de picante porque empiezo a sudar, siento que se me quema la lengua y casi termino por llamar a los bomberos, supongo que podré seguir sobreviviendo a mi condición de patita fea en un país futbolero y tricolor.
El cuento de Andersen termina con un patito que descubre que no es patito, sino cisne. Caminando solitario por los alrededores de un estanque, encuentra a una mamá cisne con otros bebés cisnes que dejan de mirarlo como el mismísimo Anticristo en Tierra Santa. Con lluvia y todo, quizá valga la pena salir a caminar por ahí. Qué tal que la fantasía supera a la realidad y encuentro a una comunidad que me adopte y me lleve de vuelta a ese país en donde la indiferencia por el esférico y los 22 que lo persiguen sea ‘lo común’ y un mexicano perdido que se desgarre las vestiduras por encontrar un boleto para ver una final en el estadio sea el patito más feo de todos los patitos feos que han habitado la Tierra.

miércoles, 6 de julio de 2011

Desencuentros (V)

Los cuentos de hadas son mentiras. Ni hablar de frases al estilo “vivieron felices para siempre”. Si las zapatillas de cristal existieran, ninguna mujer las utilizaría. Serían un martirio y ni con una caja de curitas se repararía el daño. Pero bueno, ya si de plano nos animáramos a usarlas y un príncipe encontrara que una de ellas se perdió en una escalera, la aplastaría, se alegraría y pensaría que por fin habría un par de zapatos menos ocupando espacio en el clóset.
Disney y su maldito mundo de la fantasía... Infame constructor de ideales a los que los mortales no pueden acceder. Hoy los príncipes sólo se casan con ‘niñas bien’; con muchachitas ricas y suficientemente guapas como para ponerlas como decoración en la cima de los ocho pisos del pastel de bodas. Los sapos que sobran para las plebeyas no mejoran ni con 10,000 besos de una ilusa que, de niña, se creía princesa. Pobre inocente y tierna criaturita que caminaba orgullosamente con su vestido rosa pálido, sus guantes blancos que le llegaban hasta los codos y la tiara de fantasía que su mamá le consiguió en algún mercado para dar el toque final al confeccionamiento de la mentira que le destrozaría el corazón durante los siguientes 30 ó 40 años.
Los finales felices son el más cruel de los inventos en un mundo en el que hay cabrones de carne y hueso se sienten con mejores nalgas, espalda y pectorales que Thor, menor disponibilidad de tiempo que el conejo de Alicia en el País de las Maravillas y con el derecho a exigir mayor lealtad, perfección y sumisión que la Reina Isabel a los súbditos británicos. Por eso, justamente cuando la mujer que alguna vez fue princesita, confronta esta verdad y abre los ojos de golpe, siente que el corazón se le transforma en vacío, atestigua como su confianza se evapora y mira tristemente como, desde las puntas de los dedos de las manos, su cuerpo comienza a transformarse en piedra.

lunes, 4 de julio de 2011

Resurrección

Soñé con una velada en que reaparecías entre los vivos. Dudaba de la certeza de tu imagen, del sonido de tus movimientos a mi alrededor y de la suavidad de tu pelaje sobre mi mano cuando me acerqué temblorosa a acariciarte.
Habías vuelto, de la nada, sin haber tocado el timbre de la puerta principal o haberle reclamado a mi mamá que te permitiera el acceso desde el jardín. Estabas alegre como siempre. Nosotros, también como siempre, queriendo traducir esos ojos negros en señales de cariño, interpretando ilusoriamente cada una de tus aproximaciones como muestras de amor.
Estabas sana y llena de energía, como la primera vez que te tuve entre mis brazos.
Soñé que el encuentro tenía lugar sobre la alfombra rosa de mi recámara y que a mi mamá se le escapaba una lágrima tan sólo de notar tu presencia. Yo sabía, de algún modo, que sólo estabas de visita.

Tengo la mala costumbre de extrañar, de sentir que –sin importar la causa del alejamiento-– la vida ya no puede ser la misma cuando desaparece un ser que amas. Peor que eso: tengo la mala costumbre de extrañar durante un largo, largo, tiempo; de padecer ‘la falta’ y de imaginar –aunque sea en una proyección del inconsciente– un retorno.
Ayer fue una noche insomne pero, en las tres horas que logré dormir, ella regresó a una no-realidad que sin embargo parecía 'de verdad'. Fueron tres horas –o tres minutos según podrían argumentar algunos expertos del sueño– en que desapareció su ausencia, en que volví a sentirla cerca y pude olvidar ese constante e inútil capricho de que la muerte fuera remediable y pudiera volver a tenerla, aunque sea unos instantes, junto a mí.

domingo, 26 de junio de 2011

Viaje de Invierno

“Cualquiera que esté esperando una carta de la persona amada conoce el poder de vida o de muerte de las palabras. Mi caso se agravaba, ya que Astrolabio tardaba en escribirme: mi existencia pendía de un lenguaje que todavía no existía, de la probabilidad de un lenguaje. La física cuántica aplicada al epistolario. Cuando oía los pasos de la portera en la escalera, a la hora de repartir el correo, que deslizaba debajo de las puertas, experimentaba un trance parecido al del místico cometido a una prueba divina. Cuando identificaba el sobre como una factura o publicidad, experimentaba el rechazo en su plenitud, el rechazo brutal de Dios y, de repente, lo colmaba de no-existencia”


Decidió secuestrar un avión desde Charles de Gaulle y destruir la Torre Eiffel. Su objetivo, según dijo, era integrar el amor de su vida en el mayor acto de destrucción de su existencia. Fue un odio nacido de la insatisfacción de sus más profundos deseos.
Deseo, deseo, deseo. De ahí han nacido mis más grandes amores. La no-satisfacción me ha resultado inolvidable. De lo aprehendido, a veces, ni el recuerdo.
Platón habló una vez de los andróginos, esas criaturas que –por presumir su plenitud ante los dioses– despertaron la ira de Zeus y se ganaron que éste les enviara un rayo para partirlos en dos. A partir de entonces, caminaron por el mundo intentando encontrar ‘a su otra mitad’. Desearon. Se cuenta también que, quienes se encontraron a ese fragmento que les faltaba, se abrazaron de tal modo que el gozo hizo que se olvidaran de respirar, de vivir. Murieron en un abrazo que nació de la totalidad.
¿Para qué saciar, entonces, los deseos si con ello también el deseante se sacia de la vida? Si Zoilo hubiera conseguido el amor de Astrolabio, entonces no habría planeado acabar con el símbolo parisino, Amélie Nothomb no habría escrito el diario en el que Zoilo lo cuenta todo, Librerías Gandhi no habría puesto Viaje de Invierno en un estante donde yo pudiera encontrarlo ni habría escrito este delirante post.

Cambio de imagen

Radical... ¿Y por qué no?
Si las transformaciones pueden ocurrir tras una cita con el estilista, quise intentarlo con las letras y el pensamiento.
Además me gustaría hacer algunos cambios en mi vida y este puede ser un inicio simbólico.

jueves, 23 de junio de 2011

Retorno

Te levantarás de la cama preguntándote cuál de tus vecinas querrá molestarte con alguno de sus chismes. Viejas cotorras, ya que te dejen en paz. Al otro lado de la puerta estará ella. Te sonreirá como debió de haberlo hecho hace tantos años. Verás, en su mirada, esa seguridad que tanto esperabas encontrar en esas otras veces que buscaste sus ojos para saber que te amaba. Notarás que carga una maleta en la mano. Te pedirá permiso para entrar y, confundido, le dirás que sí; que claro que sí. Ella irá directamente a la recámara, abrirá el clóset y vaciará el contenido de la maleta dentro del tercer y cuarto cajón. La observarás cómo devuelve, a esos espacios que por tantos meses estuvieron dolorosamente vacíos, los viejos calcetines que le regalaste, el pantalón gris y el suéter de tejido blanco que se ponía para cocinar contigo y el bikini de lunares rosas con el que bajaba a nadar en las tardes de calor. A la izquierda, en el espacio reservado para los zapatos, guardará sus pantuflas. Por último, se despojará de los jeans y la camisa blanca y se pondrá la pijama roja que aún quedaba en la maleta. Luego se meterá bajo las cobijas y te sonreirá antes de darse la espalda para esperar a que la abraces. Entonces lo habrás comprendido todo. Cuando te acerques a ella y la sientas ahí frente a ti, entenderás que volvió para ser tuya, que nunca más se alejará de ti.

-Música: 'Upon Nothing', cortesía de Michael Nyman para The Libertine.

domingo, 19 de junio de 2011

Kawabata

“La repelente senilidad de los tristes hombres que venían a esta casa no estaba a muchos años de distancia del propio Eguchi. La inconmensurable extensión del sexo, su insondable profundidad –¿qué parte de ella había conocido Eguchi en sus sesenta y siete años?–. Y en torno a aquellos ancianos nacía constantemente carne nueva, carne hermosa, carne joven. ¿Acaso la nostalgia de los tristes ancianos por el sueño inacabado, su pesar por los días perdidos sin haberlos tenido jamás, no estarían ocultos en el secreto de esta casa? Eguchi pensaba antes que las muchachas que no se despertaban eran una perpetua libertad para los ancianos. Dormidas y mudas, decían lo que los ancianos deseaban”.

Leí La casa de las bellas durmientes cuando cursaba el tercer año de la carrera en la universidad. Compartí mi fascinación con M. Ella parecía no entender nada. Leía sin leer. Me escuchaba sin comprender de qué le hablaba.
–¿No es maravilloso?
–¿Qué?
–Duermen junto a ellas. Los dos están desnudos pero ellos no pueden tocarlas. Ellas no despiertan en toda la noche. Ni siquiera saben que ellos están ahí. Ellos regresan, todas las noches, sólo por el placer de desearlas.
–¿Eh?

En más de una ocasión, intenté explicar la misma tesis a un hombre. Le dije que las geishas me parecían maravillosas porque algunos hombres las preferían por encima de las prostitutas porque, de algún modo, representaban algo prohibido: a diferencia de tantas otras mujeres comunes, no podían poseerlas. Eran compañía, eran cuerpos frágiles cubiertos bajo telas y telas de seda que mantenían un misterio bajo llave. El hombre no entendió nada de lo que intenté explicarle. ¿Para qué querría imaginar cómo luciría una mujer bajo la ropa cuando existía Playboy? Como en aquella ocasión con M., también fracasé.
La cosa es que no concibo el placer sin el deseo. Lo que se exhibe y se muestra abiertamente, sin un desocultamiento paulatino y sin delicadeza alguna, me parece vulgar, me repugna. En mi arcaico y presuntuoso pensamiento, un cuerpo no se desnuda con tan sólo arrancarle una indumentaria. Descubrir un cuerpo es una lectura –como la de un espectador frente a la obra abierta– y es una mirada ajena que excava, capa por capa, hasta llegar a la verdadera sustancia.
Por eso mi fascinación por la pluma de Kawabata. Su prosa indaga en la belleza y unicidad de lo femenino conforme las manos masculinas de sus personajes refinan la cuidadosa exploración de cuerpos exquisitos que, pareciera, anhelan ser revelados. Sus historias son misterios, son sosegados movimientos y mediadoras de pasión. Su lenguaje es deseo, es una mujer danzante frente al fuego, cubierta por velos en movimiento que el fantasioso lector está deseoso por ver caer frente sus ojos.

-Música: Suite from Memoirs of a Geisha for Cello and Orchestra: Sayuri's Theme, cortesía de John Williams

sábado, 18 de junio de 2011

Alas de regalo

B. me envió unas alas para poder volar. Estaban guardadas en una cajita color menta. Siempre la recordaré como la primera cajita color menta que un hombre me regaló y puedo decir, con orgullo, que me alegra que sea parte de otra historia. Eso me permitirá continuar el relato a mi manera y colmarlo de mis propios significados; de las memorias resultantes de los trayectos recorridos contigo.

Las alas estaban un poco oxidadas. Ya no recordaban, con claridad, cómo emprender el vuelo. Habían pasado varios años desde la última vez que cruzaron el Atlántico Norte en busca de Venecia, su querida Venecia. ¿Habrán estado ahí cuando cenaron en la terraza del Danieli? ¿Las habrá llevado sobre los hombros cuando se perdieron aquella noche en Lucerna? ¿Se habrán deslizado sobre el Sena cuando caminaban enojados, uno al lado del otro, y se escuchaban las hojas otoñales crujir bajo sus pisadas? Eso es lo de menos. Son unas alas felices. Sólo aletean en presencia del amor; como el suyo, como el que hay entre tú y yo. Se me presentaron un tanto enmohecidas, temerosas de estropear su ascenso. Finalmente, las tomé entre mis manos y comenzaron a revolotear. Aún les falta fortaleza. Habrá que limpiarlas, renovar su brillo y confiar en que me permitirán elevarme –junto a ti– con la misma plenitud con que su primera dueña surcó los aires en los años que pasó junto a él.

martes, 7 de junio de 2011

El duende verde

Le dije a mi mamá que, en la alacena que está encima del refrigerador, vive un duendecillo verde. Lo imagino chaparrito, con la cabeza medio aplastada y un sombrero –estilo arlequín– sobre la cabezota (sí, está medio deforme pero eso no le quita lo simpático). Evidentemente no me creyó. El tema salió a colación porque nos compartió su esperanza de que –cuando ella ‘ya no esté’– mi hermana y yo trasladaremos el 100% de los objetos existentes en nuestra casa actual a nuestra casa futura. Mi hermana parecía muy sonriente y optimista. Yo... no tanto... La verdad es que completar esa tarea sería peor que robarle el anillo a Gollum e intentar escapar por toda la eternidad del ojo de fuego del Señor Oscuro.
–Ma, pero nosotras ya vamos a tener nuestra propia casa, con nuestras propias cosas.
–Pero todo esto es para ustedes ¿qué vas a hacer con todo lo que hemos comprado? ¿vas a tirar los platos, por ejemplo? (haciendo referencia a los souvenirs que han ido adornando las paredes desde hace años y que he traído de uno que otro viajecillo).
–Bueno, los platos no, pero porque son mis recuerdos.
–Ah, ¿ya ves? ¿entonces? ¿todo lo demás sí lo vas a tirar a la basura?
–No, ma, pero es que ¡hay muchas cosas que ya no sirven! Mira en el mueble de la cantina ¿qué hay ahí abajo, por ejemplo?
–Pues botellas.
–¡Están ahí desde hace años! ¿Por qué no las tiras?
–Son de tu papá.
–¿Ya ves? Seguro ni sabes todo lo que tienes guardado en la casa. Por ejemplo ¿qué hay arriba de la alacena del refrigerador?
–Pues vajillas.
–No, ahí no hay vajillas. Ésas están en la otra alacena.
–¿Ah sí? Ah, pues cosas.
–¿Cosas?
–Sí, cosas.
–¿Qué cosas?
–Pues cosas de mi cocina.
–Ahí vive un duende verde, mamá. Con su sombrerito verde, su familia verde y en medio de telarañas verdes.

Mi hermana se rió; mi mamá también. A mí no me dio risa pensar que existía la posibilidad de llevarme a una diminuta familia verde a mi casa del futuro. Llevo años sin abrir esas dos puertas a las que es imposible acceder sin ayuda de un banquito. Estoy convencida de que mi madre también lleva años sin saber qué rayos es lo que, alguna vez, guardó ahí. Hoy en la noche develaré el misterio pero podría asegurar que ayer, que bajé medio dormida a servirme un poco de agua, vi en el suelo unas pisaditas verdes que marcaban un caminito con destino a la alacena que está encima del refrigerador.

miércoles, 1 de junio de 2011

Boston Film Night with John Williams....

Volviste a hacerme llorar, a regalarme un boleto para viajar hacia tus mundos fantásticos y a detener el tiempo conmigo ahí frente a tu orquesta y a tus manos mágicas llevando a músicos y público a la perfección sonora.
En la mesa había Malbec, uvas y queso. Arriba, en el escenario, estaba tu mirada cómplice con aquellos que expresaban las melodías que hace años plasmaste sobre un papel pautado que descansaba encima de un piano. Te sonreían y tu mirada alegre respondía. Luego esa manera tan tuya de tomar el micrófono y dirigirte hacia la audiencia. Han sido cinco las oportunidades que he tenido para escucharte hablar sobre tu música y lo que dices me sigue conquistando como en el primer instante en que te escuché en el Symphony Hall. Tu voz es tan melodiosa como tus creaciones. Miro a tus músicos, con los ojos cerrados y contoneándose al ritmo de las armonías que has creado en más de 50 años de composición y se me sigue erizando la piel. Esa sensación, que nace del contacto con tus obras de arte sonoro, y ese nudo en la garganta que me haces sentir cuando te miro dirigiendo, es irremplazable. Nunca habrá nada que lo supere y los recuerdos de estas noches en Boston estarán en mi mente para siempre.
Gracias por la inspiración que me has dado para escribir, por la compañía, por el éxtasis, por el estremecimiento, por el homenaje a otros grandes compositores de la historia, por el vuelo a Nunca Jamás, por el amor de una geisha expresado en la voz de un cello, por el arrebato en Irlanda, por la majestuosidad de los dinosaurios, por el vuelo en bicicleta con la Luna de testigo, por el tiburón merodeando las aguas y acechando a turistas temerosos, por la marcha del héroe que no era un avión pero surcaba los aires, por fénix volando por encima de un colegio de magia y por los tambores y trompetas que retratan el espíritu olímpico con una pasión sin igual... Gracias por haber visto mis lágrimas afuera del Symphony Hall y haberme dedicado esa mirada tan grata y empática, por haber dicho que mi llanto era dulce y quitarme la vergüenza de no poder evitarlo, por haber firmado mi LP de Superman con un segundo plumón indeleble para que tu firma quedara clara sobre la superficie negra y gracias por haber cerrado con esa elegancia, dulzura y entrega una de las mejores noches de mi vida.

Música: The Olympic Spirit, cortesía de John Williams

lunes, 23 de mayo de 2011

Invisible

La Dama cerró los ojos hasta las dos y media de la madrugada. El calor no la había dejado dormir. Mucho menos las páginas de Auster. Es difícil que concilie el sueño cuando está a punto de terminar un libro. Rudolf Born la inquietaba. Temía encontrarse con su mirada si se esforzaba lo suficiente como para distinguir su silueta en aquella oscuridad. No quería visualizarlo con aquella navaja en la mano y mucho menos que su madre se horrorizara de verla, a la mañana siguiente, con 18 puñaladas en el cuerpo. Metió los pies descalzos bajo las sábanas, pero no le fue suficiente. Terminó por taparse hasta el cuello. Era una fantasía que arrastraba desde niña: mientras estuviera cubierta –con excepción de la cabeza– estaría a salvo. ¿De qué? Payasos come-niños, brujas de grandes narices u hombres con heridas sangrantes y cuchillas en las manos. Qué importa.
Comenzó a ser asaltada por una infinidad de pensamientos estúpidos; tan irracionales que llegó a avergonzarse de ellos. Se pensó como la creación de una imaginación ajena y concibió la idea de un ser omnipresente que pudiera controlar su existencia alterando la puntuación de un párrafo cualquiera. Supuso, que en ese preciso momento en que perdía la consciencia por el cansancio, aquél hombre de lentes y con las mangas de la camisa remangadas, tecleaba sobre una Powerbook G4 la orden que la condenaba a dormir.

viernes, 20 de mayo de 2011

Fábrica de muñecas

Pásele, caballero. Le hacemos la muñeca perfecta, usted nada más hágamos saber las medidas y características que prefiera. ¿Alta? ¿Chaparrita? ¿De piel blanca? ¿Morena? ¿Ojos verdes y cabello rubio o iris de miel y melena de noche? A ésta nunca le saldrán estrías. Sus piernas y (enormes) nalgas estarán siempre firmes y serán inmunes a la celulitis. En su abdomen no se acumulará la grasa. Su figura no se verá alterada por los endulzantes. Y eso sí, tendrá las tetas grandes y redondas, como a usted tanto le gustan. Amanecerá peinadita y maquillada, como si acabara de salir del salón del belleza. No necesitará lavarse los dientes ni usar desodorante. Ésta jamás tendrá mal aliento y su piel jamás perderá ese sutil aroma a naranja que tanto lo enloquece. Se la garantizamos a prueba de golpes y bajones emocionales. Ésta no sentirá nada. Bueno, nada que usted no quiera que sienta, claro. Si quiere que grite durante el sexo, grita. Si la quiere calladita, calladita estará. Nada de reclamos por sus borracheras, celos por sus miradas escurridizas a los senos de la ‘zorra esa’ que trabaja en el escritorio de enfrente y quejas por su falta de recursos para invitarla a cenar. Nada de lágrimas por sus gritos e insultos en un día de mal humor o de lamentaciones en una noche que se le ocurra bajarla del coche en la madrugada ‘porque ya lo tiene hasta la madre’. Ella nunca lo llamará ‘cabrón’, nunca lo comparará con ‘el príncipe de su sueños’. Tan seguros estamos de nuestros servicios que, si después de un año no lo deja satisfecho –o le salen canas o arrugas o le empieza a salir con pendejadas– nos la devuelve y se la cambiamos por otra más nueva y renovada. ¿Qué dice? ¿Se anima?

martes, 3 de mayo de 2011

Carta

Querida hermana,

Decidí escribirte para que jamás olvides. Para intentar –quizás inútilmente– inmortalizar las imágenes de nuestro viaje en solitario.
Espero que recuerdes ese primer instante en que respiraste París, tus sonrisa al salir de Gare de Lyon y lo tierna que te veías arrastrando la maleta con ese abrigo tan largo y la mochila mal colgada de tu hombro. Hubieras visto tus ojos, bien abiertos, cuando divisaste la Torre por encima del Sena, cuando saliste de la estación de Trocadéro y ella brillaba bajo la noche. Perdona mis nervios en la fila de los boletos del tren, mi fatalismo y mi mal francés. Luego nuestra primera Carlsberg en un restaurante Suizo, la caminata a media tarde por Berna y la luz bañando las casitas que parecían extraídas de un cuento de hadas. Que nos disculpe mi madre por nunca haber encontrado su cuckoo. ¿Te acuerdas de los paisajes del tren hacia Venecia? ¿Crees que así sea el paraíso? Imágenes de la Tierra Media, ¿no crees? A nuestra izquierda, los Alpes cubiertos de nieve y, a la derecha, los inmensos lagos resguardados por montañas cuya altura y profundidad parecía no tener fin. Entrada y salida de verdes elevaciones. El cielo azul como la perfección de una postal en un puesto de turistas cualquiera. Pero, eso sí, nada comparado con la salida de la estación de Santa Lucía: ahí mismo, a nuestro alrededor, las aguas venecianas inundándonos con esa magia de la que aún no hemos podido escapar. Aprendimos, entonces, que lo más eficiente es un vaporetto y no un taxi acuático, que los mejores helados del mundo vienen de Italia y que la idea ridícula de una propuesta de matrimonio al pie de una ventana es una ilusión en común. Observamos a la palomas volar por encima de San Marcos, nos emborrachamos con vino tinto ‘de la casa’ y nos extasiamos con una entrada de prosciutto e melone y un postre compuesto por fragole e gelato. Después, cuando el gondolero nos convenció de pasear a través de los canales, sonreímos. Llevaba su típico sombrero claro y una camisa blanca con rayas azul marino. Nos habló de los prisioneros destinados a la muerte que dieron nombre al Puente de los Suspiros, de la casa de Marco Polo y de la marea que sube y baja con el cambio de estación. Reímos, sin parar, cuando un chico me sonrió desde un puente y me lanzó un beso que, jugando, devolví. En la noche conociste a Vivaldi, sentiste la piel de gallina cuando escuchaste su Allegro non molto del Verano y observamos a los violinistas en su camino a casa cuando salimos del concierto del Palacio. Entonces decidimos que la velada siguiente también estaría marcada por la música. En la mañana, San Marcos se nos presentó bajo la forma de un león, aprendiste las similitudes entre la denominación mitológica de griegos y romanos y te sentiste fascinada por las historias de Neptuno y Minerva. Caminamos por las calles estrechas, soportaste una o dos horas de mi transitar por Gucci y sentimos angustia por decidir la pieza de Murano que traeríamos de regalo a mis papás. Nos enamoramos de las máscaras, de las imágenes de Gianni, del brillo turquesa de la laguna y del resplandor sobre el Gran Canal. Con nuestra partida experimentaste, por vez primera, la profunda tristeza de abandonar una ciudad que te colma los sentidos. Si algún caricaturista nos hubiera inmortalizado antes de subir al avión en el Marco Polo, seguramente la imagen resultante habría sido la de dos niñas siendo arrastradas por un Big Ben con patotas, brazotes y cara de malo, mientras ellas aferran las uñas al piso veneciano sin querer partir. De Londres nos faltó probar la famosa sidra, los fish and chips y el interior del Parlamento. Tuvimos, sin embargo, la majestuosidad de la Abadía de Westminster, los chismes de la vida y muerte de Lady Di, el derroche de lujo en Harrods y el Támesis abriéndonos el paso a través de sus puentes para transitar por sus calles repletas de autobuses rojos y taxis clásicos. Notaste mi reticencia por aceptar el Reino Unido como mi destino ideal para vivir y te negaste a 'practicar' conmigo el acento británico cual retrasada mental. Me observaste, hipnotizada, en el Shakespeare’s Globe. Te hablé de su escritura, de mis versos favoritos, de las obras que todo el mundo conoce y me miraste temblar de emoción cuando ingresamos a la reconstrucción del teatro original en el que por primera vez se representó Hamlet. ¿No fue una día maravilloso, hermana? Cerramos la jornada asistiendo a un musical. Escuchaste la historia de Jean Valjean y sentiste, como yo, el deseo de tomar una bandera francesa y correr cual revolucionario al escuchar ‘Do you hear the people sing?’ A la noche siguiente, lloraste, también como yo, hacia el final de El Fantasma de la Ópera. Te deleitaste, una vez más, con la música que me cambió la vida y aprendiste de la estética y eficiencia del teatro y la comedia musical. Luego –durante el mismo Viernes Santo que tantas puertas nos cerró– te conté nuevos relatos mitológicos frente a los frisos del Partenón del British Museum. Te obsesionó la idea de visitar Grecia y te hipnotizaron los centauros, ninfas y pedazos de mármol mutilados por la catapulta que hirió la belleza del templo de Atenea en 1687. Después regresamos a París. Viste mi esquizofrénica transformación: entrar al cuarto y abrir la ventana cual la novicia rebelde y empezar a decir lo feliz que me sentía de volver a ma belle France. De ahí al rol de Mamá Pato para guiarte por el metro de un lado a otro, deleitarnos con la belleza del puente Alejandro II y tu primer encuentro con Van Gogh, en el Musée d'Orsay. Ahí supiste de cuando Orfeo bajó al Inframundo a rescatar a Eurídice, que Manet no es de mis vanguardistas favoritos y que a Dante siempre se le reconoce, junto a Virgilio, por el gorro rojo en la cabeza durante sus descensos al Infierno. En Saint Michel, bajo la penumbra fracturada por el dorado de los faroles parisinos, te volviste adicta a los escargot y te burlaste de mi obsesión por el raclette. A la mañana siguiente, y tras dos horas de fila (sin desayuno incluido), nos hicimos pasar por mosqueteros de la monarquía. Viste los jardines de Versailles, desde el Salón de los espejos, y parecías hipnotizada. Luego volvimos a emborracharnos –ahora con vino francés–, compramos ropa en los Champs-Élysées y el mesero de la cafetería frente al Arco del Triunfo sonrió cuando regresamos a desayunar croissants por segundo día consecutivo. Yo no me arrepiento. ¿Tú sí? Más tarde, y antes de cruzar Les Tuileries, en el Louvre, fotografiaste la Victoria de Samotracia, te enterneció la historia de Cupido y Psique y aprendiste que Napoleón ordenó a David pintar a su madre durante el evento de su coronación aún cuando ésta no asistió. Conociste, entonces, la pintura como alternativa al realismo de la fotografía, como mágica representación de mitos y como propaganda disfrazada de neoclacisismo. Te hablé, en La Concorde, de la pérdida de la cabeza de María Antonieta, observamos la luz de la Torre Eiffel –que, claro, nos buscaba– y leímos la escritura grabada sobre el Obelisco de Ramsés II. Para variar un poco, nos decepcionamos de La Défense, caminamos inútilmente hasta una ‘estoy cerrada porque es día festivo’ tienda de Chanel, descubrimos la delicia de los macarons de pétalos de rosa de La Durée y, en Louis Vuitton, Olivier nos hizo reír mientras me ayudabas a escoger otra bolsa francesa en territorio francés. Recorriste París, hermana mía, de día y de noche. Caminaste conmigo hasta la madrugada y te mostré mis rincones favoritos una y otra vez. En nuestra últimas horas parisinas, cometimos la ridiculez de despedirnos. Otro café con leche en una esquina de la Avenue de la Grande Armée, otros macarons, otra fotografía a los vitrales de Notre Dame y una última visita a la obra más reconocida de Eiffel. Y ahí, sentadas en las escaleras antes de volver al hotel para tomar las maletas y pedir un taxi con destino a Charles de Gaulle, nos abrazamos por lo perfecto y maravilloso de nuestro primer viaje juntas. Cuando te levantaste, y echando una última mirada atrás, te vi –exactamente como yo hace diez años– diciendo: “Adiós, París, nos vemos pronto”.

Te amo

domingo, 1 de mayo de 2011

30 de abril

En un día como hoy, pero de hace seis años, también estaba tirada en la cama. Al igual que hoy, era sábado. Sacó del clóset unos jeans oscuros y unos zapatos blancos. No llevaba tacones, no quería verse más alta que él. Él llegó a su casa manejando el Chrysler rojo cereza. En el restaurante, dejó la copa en la mesa, la llamó ‘señorita’, la miró profundamente a los ojos y ella dijo ‘sí’. Y así empezó su historia.

Ella ya ha elegido la ropa que usará hoy. Para esta tarde, sí llevará tacones sin preocupaciones. Él ya no maneja el Chrysler viejo.
–Hola, te quería decir que hoy me acordé de ti. Quería mandarte un abrazo porque pasé muchos 30 de abril muy felices contigo. Qué tengas lindo día.
–Yo también me acordé de ti y sonreí porque todo es un hermoso recuerdo. Siempre vas a significar demasiado para mí y te voy a adorar toda mi vida. No matter what.
–Me da mucho gusto que me digas eso. Yo también a ti. Eres alguien que estará conmigo para siempre.

Ella sintió las mejillas húmedas. Unas traviesas y escurridizas gotitas resbalaban a cada lado de los ojos. Paradójicamente, también notó que sonreía. Le alegraba que el recuerdo persistiera en ambos. Le alegraba quererlo y que él también la quisiera. Le alegraba la idea de pensar que eso nunca cambiaría. Era como sentir que, de algún modo, el camino recorrido juntos sí encontró un final feliz.

-Música: Adagio para cuerdas y órgano en sol menor, cortesía de Antonio Vivaldi http://youtu.be/WFIDAD-7XDw

jueves, 14 de abril de 2011

Festejos del cuarto de siglo

Hoy inicia el último festejo de mi llegada al cuarto de siglo. Y sí, tan predecible como soy, tomaré un avión con destino a París. Habiendo degustado mi típica crepa de azúcar, y en un ridículo intento por comprobar que soy digna de esa ‘adultez’ a la que se supone que he llegado, también me llevo a mi hermana a festejar sus 15 primaveras al Viejo Continente. Para cumplir su fantasía romántica (y la mía, debo admitir), celebraremos a bordo de una góndola en Venecia y complaceremos a mi madre trayéndole una máscara veneciana como recuerdo de nuestro andar por Italia.
Seré honesta: las festividades por un cumpleaños no son realmente ‘mi onda’. Se conoce de sobra mi condición de ‘araña’. Tengo pocos amigos y no soy fanática de las salidas nocturnas hasta embrutecerme y vomitar. Aún así, este año tuve muchas ganas de conmemorar la llegada a los 25. ¿El cuarto de un siglo? ¿En serio? Y yo que todavía me acuerdo de cuando mi mamá me llevó al kínder por primera vez y la dejé en la puerta llorando mientras yo corría para integrarme a la clase. Me acuerdo, también, de los veranos encerrada viendo películas y de cuándo no ganaba un peso y tenía que pedirle a mi papá que me comprara algo. No me olvido de cuando salía de la escuela a las 2:30 de la tarde ni de los 20 peluches con los que me dormía en la noche para que no me diera frío. Pienso, con nostalgia, en mis primeros tacones, en la primera vez que me maquillé y en esa primera vez en la que el tiempo se detuvo –sí, expresión cliché directamente extraída del cine hollywoodense– y alguien me besó. Veo, tan nítidamente como si tuviera una fotografía entre las manos, mis lágrimas del último día de clases de la prepa, mi mención honorífica en la universidad y la primera vez que vi un artículo mío publicado en una revista. Qué cursi.
Todos los festejos obedecen a esas memorias: he tenido una vida maravillosa. Con sus altas y bajas, no hay un solo momento que me gustaría borrar.
Me voy a terminar maleta, pendientes y escuchar que mi madre me diga: cuidado en el avión, cuidado con el dinero, cuidado con lo que comes, cuidado con el pasaporte, cuidado con la gente en la calle, cuidado en los vagones del metro, cuidado con dejar sola a tu hermana, cuidado con...

domingo, 27 de marzo de 2011

Apuntes sobre la injusticia

Que mi computadora ya es vieja, que el mundo es consumista y que a mi no me alcanza el sueldo para seguirle el paso.

–Buenas tardes. ¿Le puedo hacer una consulta?
–Dígame.
–Resulta que no puedo utilizar un iPod Nano que me regalaron porque no tengo la última versión de iTunes pero resulta que no puedo bajar la versión nueva de iTunes porque no tengo Mac OS X 10. 5 y farafú. ¿Aquí me lo pueden solucionar?
–¿Qué procesador tiene su máquina?
–Es una PowerBook G4.
–Uy no. Ya tiene como cinco años que la compró, ¿verdad?
(poniendo mi cara de: ¿me estás diciendo que por tener cinco años de edad ya pertenece a la prehistoria, grandísimo imbécil?)
–Sí... cinco o seis...
–Uy, no. Ya no se puede hacer nada, señorita. Esa no tiene el procesador farafú. Por eso no aguanta las versiones nuevas de iTunes.
–¿¡Entonces tengo que comprar otra computadora!?
–Sí, señorita.
–¿¡Una computadora nueva!?
–Sí, señorita.
–¿¡Si no compro una computadora nueva ya no voy a poder actualizar iTunes!?
–No, señorita...

Cuando aquél heraldo del ‘sigue dándonos tu dinero a lo animal para que en cinco años te volvamos a robar’ me vio con lástima, entendí la derrota: tendría que comprar una computadora nueva.

Le agradezco, de antemano, a los ‘señoritos gadget’ que namás sale un juguetito nuevo y corren a comprarlo. Gracias a ellos, la tecnología avanza a un ritmo que me resulta imposible seguir. Deberíamos de seguir con armatostes como los celulares de ladrillo, exigir software y procesadores farafú (que no nos obliguen a gastar cuando, en realidad, un aparato funcionaría de maravilla si a algún geek de sistemas no se le hubiera ocurrido que puede existir algo mejor) que nos salven de caer en el remolino de ‘compra la computadora nueva o serás un loser que nunca volverá a escuchar música como Dios manda’ y de empleados que te miran con sarcasmo cuando pones cara de perro triste esperando a que salven a tu vieja máquina computacional de caer en un triste y olvidado depósito de basura.

-Música: 'Kije's Wedding', de Carter Burwell para Doc Hollywood

sábado, 26 de marzo de 2011

The Piano

Que daría yo por el placer de tocar aquel piano frente a la playa... Desprender, como ella, una de las maderas que lo contienen y escuchar las melodías resonando desde el interior. Qué daría yo por abandonarlo y mirarlo desde lejos, semihundido en la arena y con la espuma de las olas salando la canción que aún no ha sido tocada.
Una mirada por cada tecla, una caricia por cada nota irradiada por tus manos deslizándose sobre el teclado. ¿Para qué vocalizar, a la manera de los otros, si la voz también nace de la música? ¿Para qué pronunciar una palabra si los dedos sobre las blancas y negras hablan mejor que cualquier manifestación de la oralidad? Del sonido del piano, su amor por ti. De tu espalda contorneándose, su deseo. De tu mirada, la entrega. De su mutilación, tu espíritu lacerado; tu alma entonando la canción que te impida recordar la sangre sobre la tierra, la pérdida del apéndice que te transporta a ese paraíso sonoro al que sólo tú sabes remontarte.
¿Y si hubieras compartido, junto con tu piano, la tumba sagrada en el fondo de océano? Entonces la imagen se traduciría en lírica: el cuerpo inerte atado al instrumento que le otorgó vida. Porque ¿qué habría sido de tu existencia sin aquel hermoso piano con el que siempre hablaste aunque otros no escucharan?

-Música, 'Dreams of a Journey', de Michael Nyman para The Piano http://youtu.be/vJ3_pFGq5_I

viernes, 25 de marzo de 2011

Desencuentros (IV)

Después de 30 años de no saber nada de él, su hija le mostró la imagen digital de un desconocido. Las facciones ya no eran las mismas. El peinado había cambiado. Se enteró de que vivía cerca del mar y de que seguía vistiendo una bata blanca de lunes a viernes.
Le pidió a su hija que lo saludara y le dijera cuánto gusto le daba tener noticias suyas. Desde aquella playa, él respondió que la alegría era mutua. Ella fue –dijo– una mujer con la que compartió una parte inolvidable de su vida.
“¿La puedo llamar? Me gustaría verla.”
Claro que puedes llamarla. El teléfono de la casa es...
“Estaba marcando pero me llegó un paciente. Volveré a intentarlo el lunes por la mañana. ¿A las ocho está bien?”

Se conocieron en el sureste del país. Tenían poco más de 20 años cuando decidieron casarse. Días después de que él saliera de viaje para ir por su familia y formalizar, ella se arrepintió. Terminó la relación de un momento a otro. Él quedó destrozado. Ella se casó con alguien más. No es feliz. Nunca lo fue.
El lunes esperará la llamada tan pronto como termine sus primeras tareas de ama de casa: el desayuno para el marido, el trayecto de la casa a la escuela para llevar a su hija y luego, de nuevo, al hogar. Intentará controlar sus nervios. Deseará reconocer su voz.
Le advertirá que su figura ya no es la de antes (por si algún día vuelve del mar para visitarla, claro). Se aguantará las ganas de hablarle de su arrepentimiento por haberlo dejado y, con sus palabras, imaginará cómo hubiera sido su vida con él.
Cuando cuelgue el teléfono, empezará a llorar. Fantaseará con su regreso; una última oportunidad para escapar de su jaula de oro y volver a sentir sus manos mientras caminan juntos sobre la arena.

Música: 'I'm not in love', de John Barry para Indecent Proposal http://youtu.be/xFOCqZxRDU0

domingo, 13 de marzo de 2011

XV.

El toreo no es graciosa huida sino apasionada entrega.
José Alameda


Gracias por el baile, belleza negra que tanto admiro y que quizá los mismos dioses imaginaron para poblar su mundo. Te vi levantando el polvo del ruedo con cada embestida y poco es decir que sentí el corazón paralizado. Tez de noche, trote perfecto de tus cuatro patas para llegar hasta el capote. Tu cuerpo monumental enfrentado a su fragilidad femenina. Ella mirándote a los ojos y danzando al compás de la música compuesta por sus movimientos. Tú erigiéndote a cada lado de su cuerpo, creando sobre la arena las sombras que desde las gradas aplaudimos. Un baile más, por favor; que no te falte el aliento para seguir demostrándome tu aprehensión por la vida. Dame más de tu carrera descompuesta en los tres tiempos que dura el arte. Si supieras de la magnificencia de su traje de luces y tu armonía a su alrededor... Si te vieras como el poema visual que se refleja sobre mis ojos al mirarte... Gracias, astado mío, por el enfrentamiento ante la mujer que sostenía la espada, y por esos ojos que cerró en un ingenuo afán por eternizar su gloria.

Música: Veronica Confesses, de Dangerous Beauty, cortesía de George Fenton

martes, 1 de marzo de 2011

Apuntes sobre la evolución

Mucho se ha especulado sobre la posible y futura desaparición de ciertos órganos del cuerpo humano. Algunos ignorantes han planteado la fantasía de un porvenir sin meñiques en las manos o sin un solo dedo en los pies. La realidad es que prácticamente ningún biólogo evolucionista serio apoya esta idea (lo sé porque me lo dijeron algunos de los mejores del mundo cuando escribí un artículo sobre evolución).
Para mi desgracia, he comprobado que algunas partes del organismo resultan ridículamente indispensables y dudo que algún día lleguen a desaparecer: créanme, es imposible vivir si las yemas de los dedos medios de la mano.
Hoy me magullé el apéndice medio de la extremidad unida a mi antebrazo derecho. Donde antes solo existía una capa de epitelio ectodérmico –y huellas dactilares que podían apreciarse a simple vista– hoy se conserva una desagradable ampolla henchida de sangre. Y no, el problema no es su aspecto repulsivo, sino el dolor que provoca tan pronto entra en contacto con algo que no sea una sutil corriente de aire. Tiempo después del accidente, encontré el sufrimiento lavándome el cabello en la regadera, vistiéndome, enchinándome las pestañas con una cuchara, escribiendo un mensaje en el celular y tecleando en la computadora del trabajo. Por esa minúscula e insignificante herida, siento el tejido caliente y punzante, como si tuviera un corazón dentro y a punto de estallar.
Según los estudiosos de las teorías de Darwin, el cuerpo humano jamás perderá un órgano que sea necesario para subsistir. Hoy el gimnasio me llevó a convertirme en empirista y a creer en un mañana en el que los hombres del futuro podrán perderlo todo pero sin duda conservarán intactas las yemas de los dedos medios de las manos.

domingo, 13 de febrero de 2011

Desencuentros (III)

La Dama caminó hacia la cama para sentarse escribir. Tarareaba ‘For all we know’. “Tomorrow may never come”, dijo Nina Simone.
Lo escuchó abrir la puerta del refrigerador. Dejó la computadora a un lado y se levantó para comprobar la vacuidad del clóset. Más espacio para ella y para los libros que colocó en entrepaños improvisados cuando él llego. Miró el sillón donde nunca más harían el amor. Percibió el último rastro de su loción en el pasillo y se imaginó el instante en el que ya no recordaría su aroma. Se permitió sufrir por adelantado.
Escuchó la caída de los frascos y empaques semivacíos en la bolsa de plástico del bote de basura. Botellas de Gatorade sin abrir, un paquete viejo de jamón serrano y tres envoltorios distintos de queso a medio terminar. El descuidado desplome de los cascos inservibles de cerveza resonó desde un contenedor de desperdicios por separado.
Se sintió tentada a salir del cuarto y pedirle que se quedara. Pensó también en verlo tomar las maletas y observarlo echando una última mirada al departamento que por tanto tiempo compartió con ella. Regresó a la computadora que dejó sobre la colcha roja y cerró los ojos con el conocido nudo atravesado en la garganta. Decidió que nunca más lo detendría.
El sonido de la cerradura fue casi inaudible. La Dama siguió tarareando. “Yes tomorrow, may never never come. For all we know”. Pasos alejándose al otro lado de la puerta principal y la historia comenzando a desdibujarse para reiniciarse como ‘un algo más’. Entonces empezó a escribir.

lunes, 7 de febrero de 2011

Nacimiento

Todo inicia frente al territorio desconocido de una primera página en blanco. Del cursor parpadeante van formándose frases inconexas que dos manos inexpertas forjan para definir una idea que funcione como resumen de un libro recién leído. El escritor naciente se desconoce como tal. Las palabras elegidas son robadas. Constituyen voces extraídas de otros para crear significado. El aspirante termina satisfecho, entrega esa asignación inicial a la maestra y recibe felicitaciones marcadas con tinta roja sobre el papel.
A esa calificación aprobatoria le siguen muchas otras que, sin saberlo, inciden en su carácter. Los párrafos corregidos se instituyen como pequeñísimas muestras de una personalidad emergente. El candidato a narrador vuelve a recibir anotaciones que bañan la hoja de comentarios: modificaciones que atormentan su ego y señalamientos que despedazan la estructura que él veía tan clara con la impresión en las manos y luego de una última lectura. La dolorosa confrontación con su inexperiencia. Errores que se transforman en huellas y nuevas formas de experimentación como una segunda fase para acuñar sus rasgos silábicos y expresivos.
Luego el aprendiz se refugia en los libros. Apresa las construcciones de mentes ajenas y erige a sus ídolos. Sigue leyéndolos durante años. Se inspira de sus letras y, por un tiempo, toma prestado el estilo extranjero para hacerlo propio. De la lectura nacen también sus afectos y tendencias para crear nuevas tesis de ideas previamente estudiadas. Será el creador de asesinos y víctimas. De su genialidad habrá quien vuele sobre el lomo de un dragón y quien sienta la piel de gallina cuando una heroína reciba el primer beso de su gran amor. A través de su mirada algunos habitarán ruinas y castillos, otros sufrirán dentro de un campo de concentración nazi y unos más cuestionarán a Dios. Habrá ocasiones en que su obra será filosofía; propiciará la discusión. Será revisionismo y propuesta; exploración y conclusión.
Un día el practicante dejará de sentirse novato frente al vasto distrito de la página que aún no se ha escrito. En su intelecto se gestarán los párrafos con los que creará sentido y establecerá nuevas mitologías. Sus miedos ya no aflorarán de la incapacidad de cumplir con el quehacer de un estudiante. Temerá a la sequía de proposición, a la desecación del desafío y a la aprehensión del cliché. Le amedrentará el estancamiento y falta de renovación; el desinterés del lector y la indiferencia de la mirada receptora para quien engendrará sus composiciones.
Continuará en el intento. Afrentará la crítica y la apatía. Se vanagloriará del reconocimiento y la congratulación. Prolongará el ensayo durante años y moldeará su naturaleza escrita para dotar al discurso de unicidad. Definirá sus frases con una longitud determinada y perfeccionará la utilización de adjetivos que, estratégicamente combinados, las dotarán de una tonalidad específica. Del cursor desafiante ya no brotarán vocablos inconexos. En su lugar se expresará una identidad que otros reconocerán con facilidad: será la enunciación de la voz de un escritor naciente.

jueves, 3 de febrero de 2011

“Eres lo que manejas”

El eslogan antes mencionado proviene de una campaña publicitaria de alguna compañía automotriz (cuyo nombre, por supuesto, no recuerdo). Tras escuchar semejante declaración, entré en pánico. Dado que soy la orgullosa dueña de una Caribe 84’, no pude evitar cuestionarme: ¿¡Qué demonios soy!? ¿Una-chica-modelo-clásico? ¿Una carcacha? ¿Un vejestorio? ¿Una joya extinta que debe cuidarse para preservarse como un ejemplar último y próxima a desaparecer? ¿Una indeseable por la masa?
Al pasar de las horas, mi angustia mudó al desacuerdo: no, no creo que la gente sea lo que maneja. Pienso que algunas personas ‘quieren ser’ lo que manejan; quieren hacer creer a otros que valen lo mismo que su coche.
Ejemplo A: Un colega de mi padre está invitado a una cena de médicos. No asiste porque no tiene dinero para comprarse un traje. Curiosidad: Maneja una camioneta Audi.
Ejemplo B: Un ex colega de mi ex novio vive pobre durante el 90%. Curiosidad: Mensualmente paga un BMW viejo, rayado y destartalado. No tiene un varo para disfrutar pero sí un vehículo con emblema de marca prestigiada bien limpiecito en la parte frontal y trasera del auto.
Ejemplo C: Un ex conocido se cambia de trabajo y, con mayores posibilidades económicas, también adquiere un modelo nuevo. Curiosidad: Le platico que estoy escribiendo sobre Dante. Cuando le pregunto si lo ha leído, me pregunta: “¿Él escribió Los siete magníficos?”.

De mis reflexiones concluyo el Manifiesto Teresista:
  1. A mi no me define “un vehículo autopropulsado por un motor propio y destinado al transporte terrestre de personas o mercancías” (cortesía de Wiki).
  2. Espero que a todo PP (prepotente pendejo) que considere que su armatoste metálico no es un lujo (deseable, ok, pero no indispensable para vivir) sino un arma que le da el derecho de sentirse Zeus y manejar como cafre y sin educación alguna se le ponche una llanta y sufra.
  3. Que caigan las máscaras para todos aquellos que valoren su existencia de modo directamente proporcional a sus bienes materiales y muy buena suerte cuando se miren frente al espejo y deban enfrentarse ‘a su verdadero yo’.