domingo, 15 de abril de 2012

Instrucciones para recorrer París

Con los dedos índice y pulgar, abra el seguro dorado que mantiene un par de alas pegadas a sus hombros. Dóblelas con cuidado e intente no maltratar las plumas. Guárdelas en su mochila. Aventúrese hacia los adoquines. Descienda del arco que duerme en un extremo de los Champs-Élysées hasta sentir ambos pies sobre la Avenue de la Grande Armée. Abra nuevamente su equipaje y extraiga el triciclo que guardó antes de salir de casa.
París exige que, al menos una vez en la vida, se le recorra en solitario. Usted lo sabe bien. Coloque sus extremidades inferiores sobre los pedales y avance sin prisa hasta perderse en las calles estrechas de la romántica capital francesa. No pida ayuda a nadie. No hable con las hormigas. Atrévase, si usted quiere, a tararear al ritmo de Sidney Bechet. Tómese un descanso. Cuéntele una historia a un pétalo de rosa agonizante o levante una moneda abandonada y permítale reinventarse cuando escape a través del orificio que se esconde en el bolsillo derecho de su pantalón.
Serpentee, a párpado caído, por el Boulevard Saint Germain. Ingrese al Café de Flore. Confeccione una pintura imaginaria de una plática trascendental entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Póngase un antifaz. Entreviste a un cronopio. Invite a una fama a merendar un buen plato de raclette.
Continúe pedaleando hasta Saint Michel. Salude a las gárgolas. Plante una flor en honor a Víctor Hugo. Aumente la velocidad, utilice el Pont Neuf como pista de despegue y no saque el tren de aterrizaje sino hasta que vuele por encima de L’Avenue de l’Opera. Envié un aplauso a Escamillo y una muestra de solidaridad a Don José.
Déjese caer con el trío de rueditas en perfecto balance sobre Sacré Coeur. Pida prestado un paracaídas. Hágale un agujero. Experimente una caída libre hasta que el suelo lo detenga en Montmartre. Róbele las luces a los faroles de Pigalle.
Baje al subterráneo, hasta tocar con la palma de la mano la vida secreta de París. Saque un hilo de oro de su mochila y amárrese al último vagón de un metro con dirección a Charles de Gaulle–Étoile.
Arrástrese por las escaleras, dirección arriba, y escuche el golpeteo de su andar sobre la superficie de cada escalón. Avance, montado en su pequeño vehículo, por los pocos metros que le quedan antes de la despedida. Ateste algunos segundos de la sombra de la mujer que no se atrevió a besar, del perfume de croissants recién salidos del horno, del sonido de árboles que pierden sus hojas y de la visión de los foquitos que parpadean para decirle adiós.
Tome su morral con ambas manos, doble su triciclo en cuatro y, con los dedos índice y pulgar, cierre cuidadosamente el seguro dorado que mantendrá ambas alas pegadas a sus hombros. Eche una última ojeada y permita que un pájaro le recite un poema de Rimbaud. Séquese las lágrimas con el pañuelo que luego viajará hasta Les Tuileries. Guarde en su memoria esa fotografía de noche indeciblemente penetrante y planee el recorrido que hará en su próxima visita. París no se acaba nunca. Es infinita y ya regresará para correr a gritos por el Jardin du Palais Royal y decirle a un desconocido que le extrañaba. Ahora debe partir, dejarle latir libremente mientras vuelve. Allá, al fondo a la derecha, está el mundo. Y le espera, así que márchese ya.

sábado, 7 de abril de 2012

Los 26

Me fui a Las Vegas para celebrar mi cumpleaños. Cuando el reloj dio las 12 am (tiempo de Nevada), era una triunfadora. En mi papel de orgullosa poseedora de 2.55 dólares (155% más de lo que yo metí a la máquina) estaba en camino a cobrar mi premio. Fue mi primera experiencia en el casino del Bellagio.

El día anterior sentí desconfianza de las edificaciones ermitañas en medio del desierto. Clasifiqué las simulaciones de la vialidad principal como el destino al que se acude para ser irremediablemente feliz: si uno gasta una cantidad considerable de dinero para llegar hasta allá, no le queda más que sonreír.

Luego dejé de pensar. Para la segunda noche bajo los foquitos multicolores, me sentía genuinamente a gusto y sin ganas de volver a la realidad. Bebí mojitos a diversas horas del día y me sentí halagada de que el personal de casinos y bares desconfiara de mi mayoría de edad.

Dejé un pulmón a media calle cuado corrí hacia el KA Theatre, del Cirque du Soleil, y concluí que O es el mejor espectáculo que he visto en mi vida. Compré (casi) todo lo que se me dio la gana, comí papas a la francesa bajo la sombra de una Torre Eiffel en miniatura y caminé más de seis kilómetros por día.

Cuando volví a casa, mi familia me recibió con un pastel de helados de merengue y una mesa decorada para celebrar. Hubo fotos, sonrisas y abrazos. Soplé las velitas y pedí un deseo.

Este es un post muy simple: sólo busca describir lo feliz que me he sentido durante las primeras horas de mis 26.