miércoles, 31 de diciembre de 2014

Gracias, 2014

1 Por la felicidad.
2 Porque esa felicidad no hubiera sido nada sin esos nombres que me han acompañado en todo. 
3 Por la familia. Y no lo digo por mis padres y mi hermana, que me siguen a todos lados aunque ya no vivamos juntos, sino por el hogar nuevo que ahora he formado en otra parte y en otras circunstancias. 
4 Por esos días exhaustivos en una revista que amo y que todos los días me hace sentir que pensar que tengo el mejor trabajo del mundo. 
5 Por las letras. Por los libros que me hicieron reír. Por los que me dieron envidia. Por los días enteros que me la pasé escribiendo. Por la satisfacción de haber escrito. 
6 Por la poesía. 
7 Por las sonrisas de mis 45 niños, por verlos cuatro mañanas a la semana y aprender de ellos todo el tiempo. 
8 Por la gente tan maravillosa que he conocido gracias a ese trabajo que tanto amo y a esa otra pasión que me mantiene voraz: viajar. 
9 Por los viajes. Por el cielo de Islandia. Por la gente de Vietnam.
10 Por el llanto.


Ha sido el mejor año de mi vida; cómo deseo volver a vivir otro que al menos le llegue a los talones. 

sábado, 15 de febrero de 2014

Sólo Sanborn's

  Entre las travesuras que mi madre recuerda de mis primeros años, están el “experimento biológico” y “la gran fuga”. La primera ocurrió en mi casa, cuando me metí un frijol en la nariz, y la segunda en el restaurante de Sanborn's, cuando me escurrí de la silla para bebés con el sigilo de un espía y establecí un campo de juegos bajo la mesa.
No fui traviesa desde la cuna, pero sí perfeccioné una que otra diablura cuando empecé a gatear. Riéndose, mi madre cuenta que detectó el frijol por el enrojecimiento de una de mis diminutas fosas nasales. La anécdota de la mesa de Sanborn's, en cambio, la recuerda con un poco de vergüenza: durante una mañana de domingo en que desayunaba con mi padre –el doctor que le prestó las pinzas para realizar la minuciosa operación de extraer el frijol de mi nariz–, el vecino de mesa –"un señor ya grande", dice mi mamá– se acercó y dijo: "Señora, disculpe que la interrumpa, pero su bebé está en el suelo". 

A 26 años del incidente, pareciera que lo único que ha cambiado en Sanborn's es el modelo de sus periqueras para bebé. No es que las tiendas y restaurantes luzcan viejos, sino que siempre se han visto igual. 
Los Sanborn's de México suelen ser memorables por tres características: los búhos del logotipo, la siempre bien equipada sección de revistas y el restaurante. Sin importar el rincón del país al que uno vaya, los molletes y el café están garantizados. No es que el sabor sea espléndido, sino que un bocado de enchilada suiza sabe exactamente igual de cremoso en Hermosillo, Acapulco, Pachuca o en cualquiera de las casi 500 tiendas que hoy posee Carlos Slim, dueño del grupo desde 1985. 

  "Buenas tardes, mi nombre es Mari y hoy voy a tener el gusto de atenderle". 
Hay otra constante en Sanborn’s: las meseras. Mari dice que hoy tengo suerte porque las piñas coladas están al dos por uno. Al principio me resisto a sorber un coctel playero sin estar en la playa, pero el poder de persuasión de Mari es más poderoso que el de Joseph Goebbels. 
Acepto la oferta sin ron –porque estoy trabajando– pero la señora bajita, gordita, de chongo –como todas las meseras de Sanborn’s– me guiña el ojo, vuelve a hacerla de maestro de la propaganda, y yo termino por aceptar las virtudes de la hora feliz. 

En El Mundo de Sofía, el escritor Jostein Gaarder explica el mundo de las ideas de Platón con utensilios de cocina: menciona que cada idea es como un molde y sus representaciones son galletas. En México, todas las galletas –los restaurantes– de Sanborn's parten de un molde que incluye mesas de madera para cuatro personas, una vajilla de cerámica blanca y garigoleos azules, un florerito con un clavel blanco y uno rojo, una servilleta blanca acomodada en forma de tienda de campaña, una azucarera llena (nunca vacía ni a medias) y una botella nuevecita de salsa picante marca Cholula. 
La vida interna de Sanborn's también parece extraída de una receta. El gerente es el hombre de más edad y seriedad. El chico espigado que limpia las mesas camina de un lado a otro con un carrito gris lleno de manteletas blancas y cubiertos. El payasito sólo atiende niños en fines de semana. Por debajo de los uniformes de las meseras –tan coloridos como una piñata– asoman unos zapatitos blancos que se desplazan a toda velocidad. 
Entre enchiladas suizas, cafés descafeinados y machaca con huevo, Mari me dice que ella es casi nueva en la compañía: tiene apenas ocho años trabajando ahí. Eso no es nada si se considera que el gerente lleva 40, dice Mari. Él empezó como lavaplatos. Luego se fue a la parrilla, al piso, a la caja y finalmente alcanzó la gerencia. El director de la tienda, agrega, ya llegó al medio siglo como empleado de la única tienda que, a las ocho de la mañana o a las 10 de la noche tiene igualmente disponible un disco de Juan Gabriel, un perfume o un oso de peluche de dos metros para regalar en un arranque de cursilería. Mari concluye su idea asegurando que pasar muchos años en Sanborn's es cuestión de suerte, y emprende nuevamente su carrera dando pasitos cortos de un extremo a otro del lugar. 

A dos metros de mis piñas coladas hay una joven de cabello negro que está de espaldas y finge que leer para no ser molestada, pero no ha cambiado la página de su libro en diez minutos. En otra mesa está una madre inventándole a su hija que los vegetales saben delicioso. Más allá hay un matrimonio de ancianos y un hombre solitario que –éste sí– lee frente a una taza de café. Y, claro, a Sanborn's también llegas periodistas para escribir una crónica. 
Sanborn’s es México en una botella. 
Al Pujol –restaurante del chef más célebre de México– va la gente que posaría para una revista de sociales. Al puestito afuera del metro van los antojadizos sin miedo a romper la dieta o los oficinistas apresurados. A Sanborn’s va a parar cualquiera: Porfirio Díaz para pedir un banana split, Pancho Villa por el pan y María Félix por las enchiladas. 
Cuando mi marido trabajaba como gerente de mercadotecnia de Disney, su jefa vino de visita desde Argentina. Antes de dejar el país, le pidió que la llevara a conocer un Sanborn’s. 
En 2010, cuando el primogénito de Carlos Slim contrajo nupcias ante más de 1,500 personas –entre ellos un presidente y un Nobel de Literatura, dice Diego Enrique Osorno en el perfil que escribió del empresario– la comida que se sirvió después del banquete fue de Sanborn's. 

Sanborn's puede salvarnos de la catástrofe. Se dice que, en una ocasión, alguien preguntó a Carlos Monsiváis: "¿Qué se llevaría a una isla desierta?". El mexicano dio la única respuesta posible: un Sanborn's. 
Mi vecina –una mujer viuda y sin hijos que cuidar– ha ido a cenar al restaurante para no quedarse sola en Año Nuevo. A la panadería ha ido mi madre a las 11 de la noche porque mi hermana se olvidó de pedir con anticipación la rosca de reyes que debía llevar a la escuela. A la dulcería iba mi abuela a comprar tortugas de chocolate a escondidas de mi abuelo. A un costado de la sección de revistas compré mis primeras tarjetas del Día de San Valentín. Si un papá despistado no tomara suficientes precauciones para Navidad, podría correr a la juguetería y salvarle el pellejo a Santa Claus. 

Podría seguir escribiendo, pero tengo que imprimir y se me acabó la tinta. Son las 11 de la noche y Office Depot ya cerró. Voy a Sanborn’s. 

martes, 28 de enero de 2014

Espejo

Nota: escribí esta autobiografía de 800 palabras para postularme para una beca de periodismo cultural. No gané la beca, pero mis papás lloraron cuando la leyeron.

            Todas las noches, cuando era pequeña, esperaba a que mi padre llegara a casa del trabajo para que me leyera una historia antes de dormir. Eran principios de los noventa y la segunda gran devaluación acababa de pinchar la burbuja que evaporó las cuentas de banco del ciudadano promedio. México sufría. Yo tenía unos siete u ocho años. Mi padre no tenía canas ni mal genio, pero ya estaba un tanto calvo. 
Todas las noches, en camisón de franela y de puntillas frente a la ventana, lo observaba estacionarse. Quería ser doctora y aprender a conducir apoyando un solo dedo en el volante, como él. Cuando mi padre bajaba del coche, una cascada de humo grisáceo escapaba bajo el techo negro de su bigote. Llevaba una pipa en la mano derecha y usaba el antebrazo izquierdo como perchero para colgar su bata blanca. 
Mi padre me enseñó a quedarme despierta a deshoras para leer. Para quien le entrega su vida a la escritura, siempre hay una primera lectura que le mueve el mundo; una imagen que se materializa tan nítida como la escena de una película. Leer es un acto solitario, pero las primeras historias que del papel cobraron vida en mi cabeza surgieron de la voz de mi papá. A los pies de mi cama, él leía y yo observaba. Mientras sus manos daban vuelta a las páginas de El ruiseñor y la rosa, yo miraba a un ave apretándose contra una espina que le penetraba la carne para teñir una rosa con sangre y escuchaba el canto agónico de un pájaro que creía en el amor. 

*

Leemos para encontrarnos en los personajes de las historias que otros escribieron. 
Pasé el resto de mi infancia buscando ruiseñores en los libros porque entre mis amigos de la escuela y las bromas de El Chavo del 8 no había nada parecido. A dos años del cambio de milenio, me golpeó un rayo en medio de una sala repleta de gente con palomitas y refresco. Había leído Los tres mosqueteros y Veinte años después, pero supe de la tercera parte de la historia gracias a una película protagonizada por el héroe de Titanic.  
Devoré El vizconde de Bragelonne en un mes. 
El cine también es literatura. Al principio me obsesionó lo más básico: Dumas y Conan Doyle. Corría del Blockbuster a mi reproductor de DVD y de éste al librero de mi padre, que ya no me leía historias por las noches, pero sí me compraba libros una vez al mes. 
No estudié medicina como él, pero con paciencia de anatomista pasé los veranos adolescentes desmenuzando amalgamas que, en dos horas de imagen y sonido, me provocaban las mismas risas y angustias que, en los libros, descubría palabra por palabra. 

*
Me matriculé en Comunicación para estudiar cine. Empecé a escribir sobre cine para seguir pasando las noches de puntillas –como la niña en camisón de franela frente a la ventana– y hurgar en las historias detrás del monstruo que se compacta en una lata de película. El cine es la Hidra de Lerna: un tronco con ramificaciones –historias– sin fin. Escribir sobre cine es pescar una de las cabezas –director, talento, guión ó género– y enfrentar lo que se oculta detrás. 
Escribimos para que otros se encuentren en los personajes de nuestras historias. 
Las tablas que dictan los mandamientos del periodista y el cineasta son las mismas: hay que contar una historia que sea mejor que las que cuentan los demás, hay que tomar prestado el lenguaje que todo el mundo conoce para hacerse de una voz propia, hay que pasar las mañanas escribiendo –en papel o en celuloide– sólo para que cuando llegue la noche borremos la basura que escribimos por la mañana. Hay que reescribir. 
Mis amigos dicen que tengo el mejor trabajo del mundo porque me he sentado en un sillón a platicar con Quentin Tarantino o he visto a Matt Damon sonreír. Yo pienso que es porque formo parte de una publicación que todos los meses me enseña nuevas maneras de enfrentar a un monstruo de mil cabezas para escribir historias sobre él. 

*   

Ya no vivo con mis padres, pero a veces los visito por las noches. Cargo conmigo el perfil o ensayo que estoy por publicar para leérselos en voz alta y preguntarles qué piensan. Nunca he sido capaz de entregar un texto importante a mi editor sin pasarlo primero por el filtro del oído de mis padres y, últimamente, de mi esposo.
     Cuando llego a la casa de mi infancia, estaciono el coche y, mientras giro la llave enterrada en la chapa de la puerta, veo encendida la luz de su cuarto. Hoy escribo para que cuando los encuentre esperándome antes de dormir, pueda leerles historias que los hagan sentir orgullosos de mí.