sábado, 30 de enero de 2010

Will you love me tomorrow?

Se conocieron en la playa. Ambos vestían de azul.
Esa noche bailaron. Luego bajaron a besarse en la arena. Y así durante dos días.
Cuando se despidieron, ella pensó que nunca volverían a verse. Se sintió triste.
Horas después recibió un mensaje: él pensaba en ella y quería volver a verla. Dos semanas después salieron a comer. En una mesa, él le escribió que le gustaba mucho. Después le robó un beso. Y nunca más volvieron a separarse.
Pasó un año. Y así sucesivamente. Dejaban que los días se les fueran en cenas y desayunos sorpresa, películas por las tardes, cartas con las que celebraban cada mes que cumplían juntos y algunas horas tristes porque no había tiempo suficiente para estar juntos.
Poco a poco se les fueron olvidando los detalles. Aprendieron a pelear en vez de reír. Se volvió más fácil iniciar el día con reclamos que con sonrisas o palabras cariñosas. Entonces dejaron de verse.
Una mañana en que ella abrió los ojos, vio su nombre en el teléfono. Le devolvió la llamada y platicaron. Acordaron una cita. Se extrañaban. Tiempo después, volver a empezar; ‘desde cero’, como se dice siempre que se ama y se teme la ausencia.
Cuando se viven varios años junto a alguien, el amor se transforma: se instala en alguna parte del cuerpo, y del alma, y no vuelve a irse jamás. Se desea buscar el método ‘perfecto’ para aprender a perdonar y no cerrar los ojos ante lo que duele, sino a tenerlo siempre en mente y aún así querer seguir adelante; pero juntos.
A veces sienten miedo; de perderse y de perder todos los años de tantas cosas que quizá sólo ellos entienden. No por eso dejan de ser diferentes. Nunca dejarán de serlo. Siempre se gritarán por las mismas cosas y siempre reirán por los mismas tonterías y chistes; por todo eso que han construido con el tiempo.
Por eso a veces basta una mirada; una que parece hablar y con la que se recuerda todo... Basta tomarse de la mano, como siempre, para seguir adelante.

domingo, 24 de enero de 2010

Sobre el vampiro

Me fascinó por su ausencia; porque me quedé esperándolo después de que J.H. descubriera su verdadera identidad en el por demás trillado castillo de Transilvania; porque no regresó más que para volver a desaparecer.
También me quedé con ganas de escuchar su voz (sí, cuando leo, casi escucho a los personajes narrándome su historia). A sus atacantes les conocí por sus diarios. Pero de él, nada.
Sólo pude mirarlo a través de los ojos de J.H. Fue así que me sentí asqueada y atraída por su repulsiva manera de arrastrarse –cabeza abajo– por los muros del castillo, su piel pálida, sus ojos rojos y su delgadez.
Tampoco creo que haya muerto. Aunque me resultó simpático, V.H. sólo parece un imbécil frente al elegante hematófago. Como R.F. me muestro optimista: Stoker le inventó un final absurdo –y que dolorosamente concluye en un par de líneas– porque es imposible que desaparezca. Al menos a mí me sigue en sueños, mientras le invento una voz y –como niña– me aterro de imaginar su silueta observándome desde el otro lado de la ventana.

martes, 12 de enero de 2010

En nombre del gym

Es toda una experiencia volver al gimnasio después de las vacaciones decembrinas.
Todos los asistentes traen (traemos, pues) una cara de culpa digna de un criminal merecedor de ser transferido a un penal de máxima seguridad. En esos ojos que develan los pecados de los infractores, asoman todos los atracones de platos fuertes, botanas, postres y tragos con los que todos nos confortamos durante las fiestas navideñas.
A bordo de las bicicletas (ahora vehículos redentores) las señoras sólo hablan del par de kilos que subieron y lo ansiosas que están por bajarlos. Quienes somos reservados y preferimos transcurrir nuestra estancia en aquel recinto de manera aislada, lo pensamos.
Durante una clase de spinning –la primera del año– lo mejor es la experiencia ‘del espejo’. Es decir, los instantes en que todos los ‘atletas’ intentan darse valor contemplándose a sí mismos y a leguas se les nota la cara de: “¡Vamos, (inserte su nombre aquí)! ¡Tú puedes! ¡Por esa (inserte prenda favorita –y ahora imposible de usar– aquí) en la que tanto ‘te gustabas’!”.
Hoy fue el segundo día. Mucho más relajado y ‘normal’ (¿cotidiano?) que ayer. A ver cómo regresamos de Semana Santa. Si bien habrá algunos que sólo coman p-e-z, estoy segura de que ‘el heladito’ o ‘el pastelito’ harán su aparición y no faltará quien regrese –nuevamente angustiado– a este purgatorio de los transgresores de dieta a continuar la eterna búsqueda del tan esperado ‘cuerpo ideal’.

domingo, 10 de enero de 2010

Yo, deseante

Curiosos fenómenos son los deseos del hombre.
Según recuerdo, casi siempre quise ser periodista. O al menos estar en los medios. Pero siempre existía el miedo; al fracaso y a enfrentar el desempleo una vez terminada la carrera. En pocas palabras, a terminar ‘perdiendo el tiempo’; a tenerlo de sobra.
Ya terminé la carrera. Hasta ahora, no he fracasado ni estoy desempleada. Todo lo contrario.
Aún así, sigue existiendo el miedo. Y nuevamente en relación al tiempo. La diferencia es que ahora temo que se me escape de las manos sin previo aviso. Me asusta la idea de nunca estar libre para ver a mis amigas, de siempre estar cansada y dejar de disfrutar a la familia y de que en mis ratos libres se me desaparezcan las ganas de leer o escribir mis delirios.
Pero quería ser exitosa... Habrá que ver, pues, a dónde va a parar mi incertidumbre.

sábado, 9 de enero de 2010

II.

Eliges los zapatos negros de tacón porque representan el complemento perfecto para el atuendo que te cubrirá durante el resto de la noche. Envolviendo tus piernas, las medias italianas que tanto le gustan y, justo debajo de la rodilla, los bordes del vestido de encaje que guardaría el secreto. Frente al espejo, tus labios se suavizan –y brillan– bajo el tono rosado que esperas los custodie durante otro par de horas. Los delicados rizos del cabello oscuro y el rubor de las mejillas se antojan perfectos. Ya son las nueve.
Él lleva una corbata verde. Le sonríes tan pronto te toca y sientes cosquillas cada que te dice que te ves bellísima. Hoy sí le crees: por esta noche, tú serás la más hermosa de todas las mujeres. En la calle, casi se te olvida el frío. Luego un coche de color blanco. Minutos más tarde, Ella. Y sí, también le sonríes mientras te aguantas las lágrimas para no arruinar el maquillaje. Una foto, dos, tres; las que sean necesarias para aprisionar el instante.
Los dos extraños que los reciben llevan traje negro. Reconoces el nombre en la lista y ingresas al cuarto de acero. Pero no le sueltas la mano. Y así inician el ascenso. Abajo, ya muy lejos, quedó el miedo. Sobre la alfombra roja, y sin importar los otros cinco extraños que aguardan con ustedes, es donde ahora existe el mundo.
Tras dejar la gabardina negra, te consumen las ansias por saber cuál será el destino. Una vez que lo averiguas, no puedes creerlo. Él, sin embargo, parecía haber tenido fe desde el principio. Siempre la tiene.
Si la mesa no los alejara tanto, lo besarías más veces. Para compensar, intentas no soltarle la mano. No dejas de mirarlo, de sonreír y de desear eternizar la experiencia. Están el vino, las velas y las voces desconocidas que ya desde hace un rato has dejado de escuchar. Después, un impertinente alado y un alucinante sabor cítrico cubierto de helado. Fueron tres horas perfectas; las más perfectas de toda tu vida y las viviste junto a él.
Ahora, que ha pasado el tiempo, piensas que quizás has olvidado los detalles. Sólo recuerdas su mirada y las luces que descasaban al otro lado del inmenso ventanal que se elevaba, junto con ustedes, a tantos metros del suelo. Ahora, mientras confeccionas un último registro de tu secreta noche de fascinación, piensas en el vestido de encaje, te preguntas dónde lo habrá guardado y si él recuerda esos instantes de la misma manera que tú.

miércoles, 6 de enero de 2010

Hablando de olvidar

El ‘olvido momentáneo’ es el más doloroso de todos.
Es cruel porque no representa la supresión ni la superación de un hecho lacerante para la conciencia. Y peor aún, lo brutal de su condición consiste en que la serenidad que provoca es tan fugaz que, cuando desaparece, conlleva a la nostalgia y a la más profunda desolación.

Durante ese pseudo deseable estado, se ríe un poco, se disfruta un paquete de lunetas de colores, se sacia la sed, se observa una que otra película, se mantienen pláticas –incluso de horas– y luego, por un estímulo inesperado, se vuelve a sentir el ya por demás conocido vacío.
Entonces se recuerda: un angustiosísimo golpe de realidad le rememora, a los sentidos, que ya no volverán a percibir al objeto amado.

Cuando no se tienen pesadillas, el sueño también es un olvido momentáneo. Pero llega la hora en que los párpados vuelven a levantarse y se tiembla de miedo ante la casi absoluta inminencia de la confrontación con el dolor de la pérdida.

El memorioso, entonces, recurre a su última esperanza: que todo haya sido un sueño. Avienta las cobijas de la cama, se levanta corriendo, abre la puerta del cuarto de a lado y, cuando observa el piso, ya no está el cojín de cuadros ni el suave pelaje blanco. Bajo el buró, y sobre la alfombra rosa, no hay nada, sólo la confirmación de que todo ha sido cierto y que ya no hay nada que hacer. Entonces el adolorido evocador de realidad debe salir del cuarto; derrotado, con la desgarradora opresión del pecho restándole el aire y aventurarse de vuelta a la cama. Quizás, en un sueño producto del olvido momentáneo, aparezca la imagen que tanto desea.

martes, 5 de enero de 2010

That next place

–It’s hard to let go isn’t it?

–Oh yes it is, Bill.

–Well that’s life. What can I say?

Eso dijo Anthony Hopkins –en Meet Joe Black– cuando el personaje que interpreta termina de enseñarle –a la muerte– la vida. Y creo que sí, eso es la vida: un constante e inacabable ‘dejar ir’.

Siempre es difícil hablar de la muerte. Cuando no se le conoce o uno no se ve afectado por ella, se intenta analizarla pero siempre he pensado que no se le comprende del todo. En cambio, cuando se sufre, lo único que parece claro son las lágrimas que a uno le resbalan por la cara.

Hollywood no miente: sí parece que está dormida. Pero tiene todo el cuerpo frío. En un imbécil e ingenuo gesto de negación, la envolvemos en sus tradicionales cobijitas para que ‘no se enfríe demasiado’. Mientras tanto, lloramos. Nos acordamos de cuando era bebé y de cuando nos ladraba. Pensamos en las veces que nos hizo enojar, en cómo dormía con nosotros en las camas, en lo que le gustaba comer y en todas esas cosas que uno piensa cuando sufre una pérdida.

El reloj se vuelve un verdugo. No despierta y cada tortuoso segundo que pasa aumenta el terror de saber que se tendrá que salir con ella en brazos y entregarla a un desconocido que nos ayudará a ‘terminar con los trámites’ que este proceso siempre requiere.

Y el dolor sigue. Mirarla inmóvil traduce el miedo en certeza: nunca volverá a abrir los ojos y por más que se salga del cuarto y regrese, ella sigue igual. Mientras tanto, en uno se mantiene la negación, el deseo de pedirle que salga a correr al jardín o de cantarle canciones que la pongan contenta. Pero nada, sólo es un instante de debilidad que rápidamente se esfuma. Acto seguido, uno re-acepta y calla. Llora un poco y engaña su ansiedad ‘al pensar en otra cosa’. Y así indefinidamente.

“Se pierden personas, se pierden palabras. Muy pronto el hombre enmudece: ya no es capaz de decirse, mucho menos de decir su pérdida”, escribió S.B. en un bellísimo ensayo que inicia con la idea del tiempo, el dolor, la ausencia y la memoria. Yo enmudecí desde hace tres horas. Por eso, hoy utilizo palabras ajenas: las mías están profundamente silenciadas por la muerte. Hoy sólo pienso en mi tristeza y me he vuelto incapaz de nombrarla fuera de clichés y lugares comunes.

Ahora, nuevamente, silencio.