martes, 28 de abril de 2009

Quiero ser...

Quiero ser Hannibal Lecter.
¿Qué quiere decir eso? Me imagino que algo espantoso. Si no fuera así, se lo confesaría a todo el mundo. Pero no. El reto siempre es escribir novelas como Paul Auster, cambiar el mundo de las matemáticas –como dice Sandra que hizo John Nash–, componer soundtracks que lleguen hasta lo más profundo del alma –como Ennio Morricone– o, ya de plano y aterrizando en el planeta tierra, ser editora de la revista que me de la gana. Sí, definitivamente, querer convertirme en el caníbal automáticamente me convierte en una psycho.
Quiero saber lo que sabe Hannibal Lecter.
Porque le admiro –y le creo– todito a pesar de que es un personaje imaginario de Thomas Harris y quizás lo que suceda en realidad es que estoy enamorada de Anthony Hopkins. Pero la cosa es simple: un hombre que mata a un flautista porque hacía que la orquesta entera arruinara una pieza clásica, merece mi respeto. Ni hablar de que se sabe de memoria a Dante o de que escoge a la ciudad de la cuna del Renacimiento para vivir en libertad.
Quiero obsesionarme como Hannibal Lecter.
(Conforme lo escribo, me asusto más de mi misma)
Porque Clarice siempre está ahí. En él... cuando toca el piano, cuando escribe o cuando mata. La sigue, misteriosamente, en cada paso que da. Pero nunca la tiene realmente. La desea; es un hecho. Pero ¿por qué? ¿Porque es hermosa? ¿Por inteligente? ¿Porque lo trata bien? ¿Porque lo intriga? Yo he deseado así; pero tampoco se por qué. Sí, me gusta el deseo: me intriga, me desgarra, me hace cerrar los ojos y pensar en lo placentero de siempre mantener un ideal.
También me han deseado así. La diferencia es que he pensado que el pobre hombre que lo hizo estaba perdido y no veía con claridad. Lo chistoso del asunto es que me decía Clarice. Lo que está como para echarse a correr –y llamar a los hombres que se visten de blanco y te encierran en camisas de fuerza– era que él se creía Hannibal. Jesus Christ... ya ni me acordaba...
Quiero meterme en la mente de Hannibal Lecter.
Sí, como seguramente hizo DON Anthony cuando leyó el guión y se aprendió sus diálogos, como debió de haber imaginado Zimmer cuando compuso la música y como Scott cuando le daba una nueva indicación a Hopkins. Ok, maybe lo que quiero es una película; la fantasía de una historia extremista (sí, por mi ya conocido rollo de que creo que en los extremos es cuando los hombres realmente reflejamos lo que somos). Digo, nada es imposible en la realidad del día a día... Podría ser quien yo quisiera. La diferencia es que, si me obsesiono con una vieja guapísima, la sigo a todos lados y luego me la como, vienen los hombres de blanco y me encierran para siempre. En cambio, si soy Hannibal Lecter, me hacen una película, vivo en Florencia, tomo vino tinto por las tardes, ofrecen 3,000,000 de dólares por mi cabeza y tengo a una fan loca que escribe en su blog un post para confesar que quiere parecerse a mi.

domingo, 26 de abril de 2009

Mentiras para sobrevivir

Sólo cerraré los ojos.
Tu mirada no se me escurrirá entre las manos; tu sonrisa no despedazará el recuerdo. La caricia no será la última; tu silencio no se tornará en olvido. Jugaré a que me extrañas; a construirme –con mentiras– un castillo donde aún existes.

Porque la memoria no me es suficiente...
El destello verde, sobre la opaca pantalla del celular, me arranca la primera sonrisa de la mañana. En cinco letras veo dibujado el nombre que me da vida... desde hace cuatro años. Un “sí”, un “no”, algunas absurdas alusiones al cariñoso nombre con el que nos referimos al otro y unos cuántos “te amo” son más que suficientes para levantarme de la cama, arreglar el cuarto y apelar a la belleza bajo las gotas de la regadera y el olor a naranja de un frasco de crema.
El sonido del timbre desprende una segunda curvatura de mis labios y corro hacia la puerta para dar vuelta a la llave. Son cuatro giros a la izquierda; como ayer, como siempre. En ese primer abrazo, mis manos acarician la camisa color pastel que escogimos juntos hace cinco meses.
Algunos juegos en la cocina; porque no alcanzan las nueces o porque el refrigerador reciente la carencia de crema. Al final del desayuno, el edredón de flores blancas y azules nos mira reír. De la mano de tus palabras tontas, mis gestos de ‘pato enojado’ y dándome la vuelta para darte la espalda, están unos brazos que me reconfortan, se transforman en cien besos y confluyen en la amorosa mirada que, durante un segundo enmascarado de milenio, sostenemos.
La visita al súper, a la esquina del letrero azul –en donde se rentan películas– y al cajero automático –porque otra vez se te olvidó sacar dinero– no importan. Sólo estamos tu y yo en el coche; jugando o simplemente mirando a la calle mientras me tomas la mano y escuchamos música.

Cuando se acerca la hora en que te vas, no detengo la película. Nunca me levanto de la cama y nunca regreso a preguntarte si me amas. Simplemente, seguimos mirando; yo mantengo la cabeza recargada sobre tu brazo derecho y tu me robas el cojín del hombre quería robarse la navidad. Como nunca te cuestiono sobre las cosas que te gustan de mi, la pregunta nunca te desconcierta. No llega el momento en que te quedas sin palabras y mi risa no se destroza por el desconcierto y los interrogatorios.
Dado que nunca te pido que te vayas, jamás tomas tus llaves y bajas enojado hasta la puerta. Mis lágrimas no tienen por qué detenerte y nunca llegamos a sentarnos en el piso de madera recién barnizado. Nunca te recuestas –cansado– pensando qué hacer con los mismos argumentos de siempre y no intentas abrazarme cuando el llanto me hace temblar mientras me cubro los ojos. Nunca me sonríes cuando me recargo en tu hombro y nunca me inventas que todo es tu culpa.
No te acompaño hasta la puerta imaginando que sólo estás un poco enojado y que pronto vas a arrepentirte. Nunca me das ese último beso. No te atreves a irte, no me quedo parada llorando y me devuelves una última mirada.
Como no sucede nada de eso, yo no escribo estas palabras... Porque hoy es domingo y los domingos sólo tengo tiempo para ti.

Seguiré jugando... a que este dolor es ficticio y a que no estamos en este maravilloso castillo de mentiras, sino en el mundo real. Jugaré a que aún es fin de semana y aún estamos mirando la televisión abrazados sobre el edredón de flores blancas y azules. No tengo que desear alcanzar tu mirada en un lugar que ni siquiera encuentro. Simplemente, estoy dormida sobre tu brazo derecho y, tras de mi, mantienes los párpados cerrados, esperando a que despierte, para plantarme un dulce beso en los labios.

Desasosiego

Porque siempre hay momentos donde la serenidad se esconde...
Existen fantasmas que subyacen a la risa de contemplar el absurdo que nos rodea o al dolor de lo que burdamente llamamos ‘dejar ir’.
En esos momentos –donde la quietud y la tranquilidad se pierden– que muchos de nosotros comenzamos a escribir.
Aquí las voces y silencios de todos aquellos delirios y fantasías que, por un sinfín de razones, elabora mi mirada en cada ocasión en que el desasosiego me envuelve.