jueves, 24 de diciembre de 2009

(Navidad)

Uno extraña su casa cuando menos se lo espera.
Yo, de mi casa, extraño los adornos azules, el olor de la cocina, mover el coche cuando lo dejo mal estacionado, que mi hermana me robe la ropa y los abrazos de mi madre.
Quisiera estar con ellos. Cenar juntos en la casa, comer durante días lo que mi mamá prepare para hoy en la noche y abrazarnos después de brindar y decirnos que nos amamos.
También quisiera que mañana pudiera bajar al árbol y encontrar una sorpresa. Tengo 23 años y Santa no se ha olvidado de mi. Quisiera que mi papá bajara cuando mi hermana y yo abrimos los regalos y que nos tome fotos. Horas después, quisiera que bajara mi mamá y desayunáramos en el piso de la sala.

En Amsterdam hay mucha nieve y una chimenea frente a mi. Hay un regalo sorpresa que Santa metió a mi maleta y abriré hasta mañana. Pero me hace falta mi casa... esa que extraño tanto aunque quizás no esperaba hacerlo.

Ya habrá tiempo para regresar...

Día 8

Pues nada; que me voy de Italia y que tengo el corazón roto.
Nunca tomé café como los italianos: de pie y en lo que en México se conoce como ‘de entrada por salida’. Pero sí conocí a las mujeres ‘nice’ (abrigo de Mink y bolsita Louis Vuitton en mano) que recorren la ciudad en bicicleta, me impresioné por las habilidades de los italianos para manejar por los callejones (sin atropellar a nadie, desesperarse o raspar sus coches) y probé el mejor spaghetti al pomodoro que podría imaginar.
Hoy me despedí del Palazzo Vecchio, me compré uno de los cantos del Inferno de Dante y fui por una última comida a la que para mi es la mejor Trattoria de Florencia.
Ahora, a tomar un avión para Amsterdam.
Mientras llega la cuenta, me pongo espantosamente cursi y me digo: Siempre me quedará Italia.

Día 7

Recorrí sus puentes sintiéndome extasiada por tanta belleza. Caminé durante seis o siete horas y no podía dejar de mirarla; de perderme en sus calles viejas, estrechas y con las banquetas cubiertas de nieve.
Me tomé muchas fotos, pagué varios euros por entrar a los museos más famosas de la zona y me quedé parada un rato frente a las tumbas de Galileo, Miguel Angel y Machiavello.
También me di tiempo para extrañar; para pensar en todas las personas que me encantaría que estuvieran conmigo.
Mañana, a ver El David. Hoy, a emborracharme con el vino que compré frente a Baptisterio en que bautizaron a Dante.

Día 6

Por fin llegué al Duomo. Abandoné las ganas del ver al Papa en El Vaticano y preferí despertarme tarde para tomar el tren hasta Florencia. Antes, cabe recordar, me tomé como 30 fotos frente al Coliseo.
Una vez en la ciudad natal de Alighieri, me perdí. Recorrí dos cuadras que no debí haber caminado. Con dos maletas (¿40 kilos entre ambas?), una bolsa de mano y nieve sobre las banquetas, no fue tarea fácil.
Luego Santa Maria Novella. Para variar, hermosa y toda cubierta por una ligera capa de hielo.
Cuando llegué a Santa Maria del Fiore, no podía cerrar la boca. Brunelleschi lo había conseguido: en ese momento le declaré mi amor a Italia.
Luego el Palazzo Vecchio. Me quedé mirándolo durante más de 10 minutos. Pensé en Hannibal y en el inspector Pazzi. Luego silencio. Estaba –yo creo– en lo que L. me enseñó a nombrar como experiencia estética.
Después me fui a dormir; pero sólo porque Florencia también cierra los ojos temprano.

Día 5

Me despedí de Roma a bordo del taxi de un hombre sonriente y amable que se llamaba Gianni. Cuando bajé del auto, me dijo que, en español, su nombre quería decir 'Juanito' y me movió la mano diciendo arrivederci.
Luego buscar el tren, una loca que cobró 5 euros por cargarme las maletas sin que se lo pidiera (le deseo una amarga navidad) y luego canalizar el enojo escribiendo.
Mejor olvido el pequeño incidente y pienso en Florencia.

Día 4

No regresé a San Pedro. Necesitaba sentarme a comer en un lugar con vista privilegiada y, según recordaba, ningún restaurante de la zona me llamaba la atención. Preferí, entonces, caminar; saborear la ciudad poco a poco (como dicen algunos).
Escogí la Plaza Spagna. Me compré un cinturón (lo necesitaba) y exploré el resto de las tiendas pero no me llamaba la atención comprar nada. Luego escogí El Panteón para comer. En la noche, explorar Trastevere. No me gustó ningún lugar para tomar cerveza. Mejor probé un restaurante con buena calefacción, buen spaghetti alla bolognesa y bueno vino por 10 euros. Un día perfecto, diría yo.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Día 3

Estando en Roma, se pierde la noción del tiempo. A lo mejor es por la diferencia de horario (estoy muy cansada); a lo mejor es porque la belleza de la ciudad no deja que piense en nada más. Hoy comí el mejor spaguetti alla carbonara que he probado en mi vida.
Como parte de lo que ridículamente he bautizado como 'El tour Ángeles y Demonios', visité la tumba de Rafael y bebí Baileys en la Plaza Navona. También me compré dos sombreros. Me veo linda con ellos. Será otra de las novedades que aplique en este viaje. Ahora le tomo fotos al Coliseo, un policía me acaba de regañar por sentarme a escribir y, muy enojada, pienso en el siguiente destino a explorar. Creo que elegiré caminar hasta Sta Ma Maggiore.

Día 2

En Roma oscurece a las cinco de la tarde. Se puede tener la mejor comida en un café –uno de esos coquetos que decoran las banquetas– que prepara el mejor helado del mundo y degustar un jamón serrano como para morirse de un infarto. La Basílica de San Pedro es tan hermosa, que no importa hacer el ridículo tomándole más de treinta o cuarenta fotos.
En la mañana me quejaba de que no hacía tanto frío como esperaba. Ahorita estoy sentada en lo alto del Castel S. Angelo, frente a una de las más hermosas vistas que jamás he contemplado, y con el viento helado soplándome a la cara. Hasta mañana.

Día 1

Descubrí que, desde mi hotel, se veía el Coliseo. Viaje más de 12 horas y decidí que, en consecuencia, lo mejor sería caminar –las cuadras necesarias– para mirarlo de cerca y cerrar el día con broche de oro. Es hermoso. Antes me lo imaginaba simple y poco atractivo. Pero es todo lo contrario. Me ha vuelto loca. Para no perder la costumbre de sentarme horas a gozar de los paisajes que me gustan, ceno lasagna (mi primera pasta en Italia) en un restaurante donde la mesera es amigable y me habla en español. Listo; buenas noches.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Última clase

Apenas eran las 7. Era mi última clase y me negaba a salir del salón.
Ya llevaba un rato con los ojos rojos. Se me pusieron así desde que Carlos Paredes nos habló por última vez y yo, en silencio, recapitulé todo lo que aprendí de él. Unos meses antes, Yaiza y Felipe me habían hecho sentir lo mismo (aunque no tenía los ojos rojos) y me dolía despedirme de ellos.

Por alguna razón, esta clase fue diferente a todas las que había tenido antes. Fue como si el ciclo cerrara de manera perfecta. Con lo último que nos dijo, Carlos dio el toque final a lo que –supongo– la escuela debió enseñarme sobre la escritura y me dio el ejemplo de lo que era un verdadero periodista: nada de personajes ridículos y circenses como los que conducen las noticias de la tele, sino los que de verdad investigan, se comprometen y –sí, hay más– escriben bien.

Estos son los primeros nombres que escribo en mi blog. En alguna de las cosas que he leído, alguien dijo que nombramos las cosas para recordarlas. Yo no quiero olvidarme de ninguno de estos maestros. Me cambiaron la vida y, algún día, espero poder escribir como ellos y saber un poco de todo lo que ellos saben.

Cuando se acabó la clase, me colgué la bolsa al hombro y me levanté de la silla. Entonces Carlos me dijo que ser sensible era algo bueno para una periodista. Le moví la mano, crucé la puerta y me puse a llorar.

En la primera clase de la carrera, llegué al salón sin saber qué quería y sin conocer el significado de la comunicación. Casi cinco años más tarde, se supone que soy una (casi) licenciada especializada en periodismo, trabajo en una editorial y la única certeza que tengo es que quiero escribir por el resto de mi vida.

Se me olvidó darle las gracias. Bueno, no se me olvidó. Más bien no me atreví a que viera cómo me caían las lágrimas por las mejillas. Le escribiré pronto y le diré que de pocos maestros he aprendido tanto como de él. Porque creo que hay veces que para enseñar a otros no se necesitan grandes presentaciones, videos o anotaciones en el pizarrón: basta con mostrar que vives con base en aquello que enseñas y que eso te apasiona.

El lunes voy a la Ibero por mi última calificación. Hablaré, por última vez en una clase, de mis debrayes filosóficos y luego dejaré la universidad. Seguramente volveré a llorar; por todo lo que extrañaré de estos años y por el miedo que me da no saber lo que vendrá después.