lunes, 23 de mayo de 2011

Invisible

La Dama cerró los ojos hasta las dos y media de la madrugada. El calor no la había dejado dormir. Mucho menos las páginas de Auster. Es difícil que concilie el sueño cuando está a punto de terminar un libro. Rudolf Born la inquietaba. Temía encontrarse con su mirada si se esforzaba lo suficiente como para distinguir su silueta en aquella oscuridad. No quería visualizarlo con aquella navaja en la mano y mucho menos que su madre se horrorizara de verla, a la mañana siguiente, con 18 puñaladas en el cuerpo. Metió los pies descalzos bajo las sábanas, pero no le fue suficiente. Terminó por taparse hasta el cuello. Era una fantasía que arrastraba desde niña: mientras estuviera cubierta –con excepción de la cabeza– estaría a salvo. ¿De qué? Payasos come-niños, brujas de grandes narices u hombres con heridas sangrantes y cuchillas en las manos. Qué importa.
Comenzó a ser asaltada por una infinidad de pensamientos estúpidos; tan irracionales que llegó a avergonzarse de ellos. Se pensó como la creación de una imaginación ajena y concibió la idea de un ser omnipresente que pudiera controlar su existencia alterando la puntuación de un párrafo cualquiera. Supuso, que en ese preciso momento en que perdía la consciencia por el cansancio, aquél hombre de lentes y con las mangas de la camisa remangadas, tecleaba sobre una Powerbook G4 la orden que la condenaba a dormir.

viernes, 20 de mayo de 2011

Fábrica de muñecas

Pásele, caballero. Le hacemos la muñeca perfecta, usted nada más hágamos saber las medidas y características que prefiera. ¿Alta? ¿Chaparrita? ¿De piel blanca? ¿Morena? ¿Ojos verdes y cabello rubio o iris de miel y melena de noche? A ésta nunca le saldrán estrías. Sus piernas y (enormes) nalgas estarán siempre firmes y serán inmunes a la celulitis. En su abdomen no se acumulará la grasa. Su figura no se verá alterada por los endulzantes. Y eso sí, tendrá las tetas grandes y redondas, como a usted tanto le gustan. Amanecerá peinadita y maquillada, como si acabara de salir del salón del belleza. No necesitará lavarse los dientes ni usar desodorante. Ésta jamás tendrá mal aliento y su piel jamás perderá ese sutil aroma a naranja que tanto lo enloquece. Se la garantizamos a prueba de golpes y bajones emocionales. Ésta no sentirá nada. Bueno, nada que usted no quiera que sienta, claro. Si quiere que grite durante el sexo, grita. Si la quiere calladita, calladita estará. Nada de reclamos por sus borracheras, celos por sus miradas escurridizas a los senos de la ‘zorra esa’ que trabaja en el escritorio de enfrente y quejas por su falta de recursos para invitarla a cenar. Nada de lágrimas por sus gritos e insultos en un día de mal humor o de lamentaciones en una noche que se le ocurra bajarla del coche en la madrugada ‘porque ya lo tiene hasta la madre’. Ella nunca lo llamará ‘cabrón’, nunca lo comparará con ‘el príncipe de su sueños’. Tan seguros estamos de nuestros servicios que, si después de un año no lo deja satisfecho –o le salen canas o arrugas o le empieza a salir con pendejadas– nos la devuelve y se la cambiamos por otra más nueva y renovada. ¿Qué dice? ¿Se anima?

martes, 3 de mayo de 2011

Carta

Querida hermana,

Decidí escribirte para que jamás olvides. Para intentar –quizás inútilmente– inmortalizar las imágenes de nuestro viaje en solitario.
Espero que recuerdes ese primer instante en que respiraste París, tus sonrisa al salir de Gare de Lyon y lo tierna que te veías arrastrando la maleta con ese abrigo tan largo y la mochila mal colgada de tu hombro. Hubieras visto tus ojos, bien abiertos, cuando divisaste la Torre por encima del Sena, cuando saliste de la estación de Trocadéro y ella brillaba bajo la noche. Perdona mis nervios en la fila de los boletos del tren, mi fatalismo y mi mal francés. Luego nuestra primera Carlsberg en un restaurante Suizo, la caminata a media tarde por Berna y la luz bañando las casitas que parecían extraídas de un cuento de hadas. Que nos disculpe mi madre por nunca haber encontrado su cuckoo. ¿Te acuerdas de los paisajes del tren hacia Venecia? ¿Crees que así sea el paraíso? Imágenes de la Tierra Media, ¿no crees? A nuestra izquierda, los Alpes cubiertos de nieve y, a la derecha, los inmensos lagos resguardados por montañas cuya altura y profundidad parecía no tener fin. Entrada y salida de verdes elevaciones. El cielo azul como la perfección de una postal en un puesto de turistas cualquiera. Pero, eso sí, nada comparado con la salida de la estación de Santa Lucía: ahí mismo, a nuestro alrededor, las aguas venecianas inundándonos con esa magia de la que aún no hemos podido escapar. Aprendimos, entonces, que lo más eficiente es un vaporetto y no un taxi acuático, que los mejores helados del mundo vienen de Italia y que la idea ridícula de una propuesta de matrimonio al pie de una ventana es una ilusión en común. Observamos a la palomas volar por encima de San Marcos, nos emborrachamos con vino tinto ‘de la casa’ y nos extasiamos con una entrada de prosciutto e melone y un postre compuesto por fragole e gelato. Después, cuando el gondolero nos convenció de pasear a través de los canales, sonreímos. Llevaba su típico sombrero claro y una camisa blanca con rayas azul marino. Nos habló de los prisioneros destinados a la muerte que dieron nombre al Puente de los Suspiros, de la casa de Marco Polo y de la marea que sube y baja con el cambio de estación. Reímos, sin parar, cuando un chico me sonrió desde un puente y me lanzó un beso que, jugando, devolví. En la noche conociste a Vivaldi, sentiste la piel de gallina cuando escuchaste su Allegro non molto del Verano y observamos a los violinistas en su camino a casa cuando salimos del concierto del Palacio. Entonces decidimos que la velada siguiente también estaría marcada por la música. En la mañana, San Marcos se nos presentó bajo la forma de un león, aprendiste las similitudes entre la denominación mitológica de griegos y romanos y te sentiste fascinada por las historias de Neptuno y Minerva. Caminamos por las calles estrechas, soportaste una o dos horas de mi transitar por Gucci y sentimos angustia por decidir la pieza de Murano que traeríamos de regalo a mis papás. Nos enamoramos de las máscaras, de las imágenes de Gianni, del brillo turquesa de la laguna y del resplandor sobre el Gran Canal. Con nuestra partida experimentaste, por vez primera, la profunda tristeza de abandonar una ciudad que te colma los sentidos. Si algún caricaturista nos hubiera inmortalizado antes de subir al avión en el Marco Polo, seguramente la imagen resultante habría sido la de dos niñas siendo arrastradas por un Big Ben con patotas, brazotes y cara de malo, mientras ellas aferran las uñas al piso veneciano sin querer partir. De Londres nos faltó probar la famosa sidra, los fish and chips y el interior del Parlamento. Tuvimos, sin embargo, la majestuosidad de la Abadía de Westminster, los chismes de la vida y muerte de Lady Di, el derroche de lujo en Harrods y el Támesis abriéndonos el paso a través de sus puentes para transitar por sus calles repletas de autobuses rojos y taxis clásicos. Notaste mi reticencia por aceptar el Reino Unido como mi destino ideal para vivir y te negaste a 'practicar' conmigo el acento británico cual retrasada mental. Me observaste, hipnotizada, en el Shakespeare’s Globe. Te hablé de su escritura, de mis versos favoritos, de las obras que todo el mundo conoce y me miraste temblar de emoción cuando ingresamos a la reconstrucción del teatro original en el que por primera vez se representó Hamlet. ¿No fue una día maravilloso, hermana? Cerramos la jornada asistiendo a un musical. Escuchaste la historia de Jean Valjean y sentiste, como yo, el deseo de tomar una bandera francesa y correr cual revolucionario al escuchar ‘Do you hear the people sing?’ A la noche siguiente, lloraste, también como yo, hacia el final de El Fantasma de la Ópera. Te deleitaste, una vez más, con la música que me cambió la vida y aprendiste de la estética y eficiencia del teatro y la comedia musical. Luego –durante el mismo Viernes Santo que tantas puertas nos cerró– te conté nuevos relatos mitológicos frente a los frisos del Partenón del British Museum. Te obsesionó la idea de visitar Grecia y te hipnotizaron los centauros, ninfas y pedazos de mármol mutilados por la catapulta que hirió la belleza del templo de Atenea en 1687. Después regresamos a París. Viste mi esquizofrénica transformación: entrar al cuarto y abrir la ventana cual la novicia rebelde y empezar a decir lo feliz que me sentía de volver a ma belle France. De ahí al rol de Mamá Pato para guiarte por el metro de un lado a otro, deleitarnos con la belleza del puente Alejandro II y tu primer encuentro con Van Gogh, en el Musée d'Orsay. Ahí supiste de cuando Orfeo bajó al Inframundo a rescatar a Eurídice, que Manet no es de mis vanguardistas favoritos y que a Dante siempre se le reconoce, junto a Virgilio, por el gorro rojo en la cabeza durante sus descensos al Infierno. En Saint Michel, bajo la penumbra fracturada por el dorado de los faroles parisinos, te volviste adicta a los escargot y te burlaste de mi obsesión por el raclette. A la mañana siguiente, y tras dos horas de fila (sin desayuno incluido), nos hicimos pasar por mosqueteros de la monarquía. Viste los jardines de Versailles, desde el Salón de los espejos, y parecías hipnotizada. Luego volvimos a emborracharnos –ahora con vino francés–, compramos ropa en los Champs-Élysées y el mesero de la cafetería frente al Arco del Triunfo sonrió cuando regresamos a desayunar croissants por segundo día consecutivo. Yo no me arrepiento. ¿Tú sí? Más tarde, y antes de cruzar Les Tuileries, en el Louvre, fotografiaste la Victoria de Samotracia, te enterneció la historia de Cupido y Psique y aprendiste que Napoleón ordenó a David pintar a su madre durante el evento de su coronación aún cuando ésta no asistió. Conociste, entonces, la pintura como alternativa al realismo de la fotografía, como mágica representación de mitos y como propaganda disfrazada de neoclacisismo. Te hablé, en La Concorde, de la pérdida de la cabeza de María Antonieta, observamos la luz de la Torre Eiffel –que, claro, nos buscaba– y leímos la escritura grabada sobre el Obelisco de Ramsés II. Para variar un poco, nos decepcionamos de La Défense, caminamos inútilmente hasta una ‘estoy cerrada porque es día festivo’ tienda de Chanel, descubrimos la delicia de los macarons de pétalos de rosa de La Durée y, en Louis Vuitton, Olivier nos hizo reír mientras me ayudabas a escoger otra bolsa francesa en territorio francés. Recorriste París, hermana mía, de día y de noche. Caminaste conmigo hasta la madrugada y te mostré mis rincones favoritos una y otra vez. En nuestra últimas horas parisinas, cometimos la ridiculez de despedirnos. Otro café con leche en una esquina de la Avenue de la Grande Armée, otros macarons, otra fotografía a los vitrales de Notre Dame y una última visita a la obra más reconocida de Eiffel. Y ahí, sentadas en las escaleras antes de volver al hotel para tomar las maletas y pedir un taxi con destino a Charles de Gaulle, nos abrazamos por lo perfecto y maravilloso de nuestro primer viaje juntas. Cuando te levantaste, y echando una última mirada atrás, te vi –exactamente como yo hace diez años– diciendo: “Adiós, París, nos vemos pronto”.

Te amo

domingo, 1 de mayo de 2011

30 de abril

En un día como hoy, pero de hace seis años, también estaba tirada en la cama. Al igual que hoy, era sábado. Sacó del clóset unos jeans oscuros y unos zapatos blancos. No llevaba tacones, no quería verse más alta que él. Él llegó a su casa manejando el Chrysler rojo cereza. En el restaurante, dejó la copa en la mesa, la llamó ‘señorita’, la miró profundamente a los ojos y ella dijo ‘sí’. Y así empezó su historia.

Ella ya ha elegido la ropa que usará hoy. Para esta tarde, sí llevará tacones sin preocupaciones. Él ya no maneja el Chrysler viejo.
–Hola, te quería decir que hoy me acordé de ti. Quería mandarte un abrazo porque pasé muchos 30 de abril muy felices contigo. Qué tengas lindo día.
–Yo también me acordé de ti y sonreí porque todo es un hermoso recuerdo. Siempre vas a significar demasiado para mí y te voy a adorar toda mi vida. No matter what.
–Me da mucho gusto que me digas eso. Yo también a ti. Eres alguien que estará conmigo para siempre.

Ella sintió las mejillas húmedas. Unas traviesas y escurridizas gotitas resbalaban a cada lado de los ojos. Paradójicamente, también notó que sonreía. Le alegraba que el recuerdo persistiera en ambos. Le alegraba quererlo y que él también la quisiera. Le alegraba la idea de pensar que eso nunca cambiaría. Era como sentir que, de algún modo, el camino recorrido juntos sí encontró un final feliz.

-Música: Adagio para cuerdas y órgano en sol menor, cortesía de Antonio Vivaldi http://youtu.be/WFIDAD-7XDw