viernes, 18 de enero de 2013

Cadáveres


Abordo de un camión destartalado, viajan los restos de la Navidad; los despojos de la felicidad que año con año se cosifica en una planta de tronco leñoso y elevado que, de no haber abandonado su lugar de origen, podría ramificarse hasta tocar el cielo. Arrastrados por un vehículo motorizado, emigran los receptáculos de sorpresas envueltas en papel de colores y moños que una madre (o abuela) precavida guardará para reutilizar en otra ocasión.
Ahí se desplaza –soportando los baches que revisten las calles y el calor del mediodía– un conglomerado de hojas estrechas y puntiagudas que sufren la desnudez que les aqueja; miembros desabrigados del atractivo de una serie de luces que los mantenía en calor. Y es que, anualmente, el pino que crece en medio de una multitud de coníferas, deja las montañas y la mancha verde que lo vio nacer para asumir el cargo más relevante de su existencia: el de covertirse en árbol de navidad.
Sin embargo, el puesto honorífico dura poco. El mismo pino que en un principio funge como el símbolo navideño por excelencia, termina por transfigurarse en material de desecho, en las sobras de los brindis que ya no existen y la lista de deseos que se materializará meses después.
Abordo de aquel transporte de cadáveres, el individuo se transforma en masa; deja de ser objeto de dicha y fotografías para abrasarse a otros iguales a él. Viajan juntos y, a la vez, en la más abismal de las soledades: se saben presas de un pasado de gloria que no volverá y, por el contrario, les ha condenado a extrañar las alegrías que durante semanas regalaron a las familias que ya no les permiten ser parte de su hogar.