jueves, 10 de noviembre de 2011

Ovo

No es que me resistiera a creer que el cuerpo humano tuviera el potencial de transformarse en una obra de arte, sino que nunca había sido testigo de semejante prodigio. Antes de ver Ovo, del Cirque du Soleil, los espectáculos circenses me parecían tristes. Imaginaba animales mal alimentados y maltratados, un presentador gordo y sin dinero para pagar a sus empleados y payasos que constantemente recuerdan las épocas en la que sus chistes hacían reír al público asistente. En pocas palabras, la palabra ‘circo’ me remitía a dramas hollywoodenses como Water for Elephants o un horror infrahumano al estilo Freaks.
Ayer, en cambio, vi al cuerpo transformado en música, en piel de artrópodo y en naturaleza. Quienes trepaban por paredes asemejándose a un grupo de insectos –y se deslizaban a través de cuerdas y metales como agua en movimiento– parecían seres de otro mundo. A ellos convendría aplicar el término ‘suprahumanos’, tal y como me lo dijo A. Este espectáculo canadiense es el cliché del circo resignificado: la cuerda floja, el trapecio, el malabarismo, los contorsionistas y los payasos llevados a su máximo esplendor. En las casi dos horas que dura Ovo, cada una de las piezas que integran el show encaja a la perfección, como si fuera el más perfecto de los rompecabezas y los artistas logran unificarse con los elementos que complementan sus actos para articular un lenguaje alternativo y fascinante. Su andar por el escenario es hipnótico, recorren cada espacio con una ligereza que enmascara el entrenamiento, fuerza y habilidad detrás de cada uno de sus ademanes. Ejecutan sus proezas con tal maestría que sus serpenteos parecieran congénitos. Cuando uno se aleja de la carpa del sol, tiene la sensación que acaba de presenciar un montaje protagonizado por mutantes que nacieron maquillados, con disfraces cosidos a la superficie externa de la piel y contorsionándose en una gran unidad que nunca se separa y sólo se muda de un decorado a otro. Se sale pensando que los músicos no descansan y que aquellas criaturas provistas de antenas, patas y abdómenes flexibles se irán a dormir a sus flores y túneles subterráneos tan pronto como la última de las lámparas que cuelga del toldo apague su luz.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Viajes

Hoy trabajo desde casa. Mi espalda está incapacitada. Llevaba días pidiéndome vacaciones y yo que no le hacía caso. Por cuestiones laborales, releí unos capítulos de Historias de cronopios y de famas, de Cortázar, y se me ocurrió que era una buena idea dedicarle un post a los viajes de famas, cronopios y esperanzas.

"Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.
Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de 'Alegría de los famas'.
Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.
Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan".



miércoles, 2 de noviembre de 2011

Biografía

Sé que nunca nadie tendrá que escribir mi biografía pero, si así fuera, sería innecesario platicar con quien me haya conocido, rastrear mi andanza por las instituciones educativas o incluso indagar en mis gustos musicales. Para realmente ‘descubrirme’ lo más sencillo sería secuestrar mi librero.
Ahí está, por ejemplo, lo que considero ‘el origen de mi dramatismo’: mis primeros libros no fueron cuentos de hadas –bueno, sí los hubo, pero sólo porque me los leyeron en la escuela– sino que las primeras historias que me leyó mi papá fueron las de un hombre devorado por un oso, una mujer que abrió el abdomen de sus perros para evitar que se le congelaran las manos, un ruiseñor que se desangró apretándose contra la espina de una rosa en invierno y un príncipe-estatua que perdió hasta los ojos y vio a una golondrina morir a sus pies. Los primeros relatos vinieron de El país de las sombras largas, de Hans Ruesch, y los segundos de una colección de cuentos de Oscar Wilde. Y es que lo primero que me provocó la literatura fue asombro y llanto; un arrebato derivado de la belleza de su prosa pero también de ‘la humanidad’ misma: la muerte, los malos amigos, el dolor físico, el desamor, el miedo.
Cuando cumplí 15, me obsesioné con devorar la mayor cantidad de volúmenes en la menor cantidad de tiempo posible. Quería ‘saberlo’ todo. Muchos de los tomos que hay en los estantes del librero de mi cuarto datan de hace nueve o diez años. Por aquel entonces ‘leí’ Así habló Zaratustra (pero no entendí nada), pensé que comprendí El Anticristo, y hasta me atreví a discutir el contenido con un cura pero, hace un par de años, que me reencontré con Nietzsche, me di cuenta de que aquel hombre de fe seguramente también leyó aquellos volúmenes en su juventud, porque tampoco había comprendido una sola palabra.
De aquellos años proviene mi espíritu de mosquetera. Presté servicio a Luis XIII, Luis XIV y a Mazarino durante el año que me tomó acabar Los tres mosqueteros, Veinte años después y el Vizconde de Bragelonne. También por aquella época, pasé un verano tirada la cama porque mientras leí Crimen y castigo, Raskolnikov me contagió de fiebre. Desde entonces, me dio por profundizar en la obra de un autor que me atrapara. Por eso ahora, que ha pasado el tiempo, y descubrí a Paul Auster, trece de sus libros no me son suficientes. Quiero más. Y Amélie Nothomb sigue el mismo camino.
También están, por supuesto, mis libros de poesía. Y es que yo de poesía no entiendo nada, pero en preparatoria me resultaba muy ‘romántico’ leer lo que había escrito esa argentina que se suicidó en el mar. Hasta me acuerdo, por ejemplo, que me aprendí los versos de Neruda (estaba en la 'edad de la punzada', ¿qué quieren?) y me sentía muy orgullosa de recitarlos al hilo en cualquier plática de sobremesa. “De otro, será de otro, como antes de mis besos”. Y también fui ignorante, claro. Cuando llegué a la librería y abrí algunos libros de Burroughs, sentí una especie de asco, mareo, saturación. Y entonces decidí que no volvería a intentarlo, al menos hasta que ‘fuera grande’ y estuviera preparada para ello.
De la etapa universitaria están los libros de cuando toda mi vida giraba en torno a la teoría y la academia. Me compré El Capital –sobra decir que no pasé del primer capítulo– y el Manifiesto Comunista. Aprendí al derecho y al revés el concepto de ‘mercancía’. Luego fotocopié dos volúmenes de Sociología del Arte, leí todo lo que pude acerca de la vida y obra Andy Warhol y me empeñé en demostrar que la pintura 'había muerto'. Después repasé a Durkheim, a Benjamin y a Kant. Al fracasar con Hegel, y no entender una palabra de Heidegger, me di cuenta de que había llegado al límite: no era filósofa y nunca lo sería. Entonces me limité a lo que me recomendaran en clase. Lloré con Primo Levi y me enamoré de las crónicas de Villoro. Borges era ‘perfecto’, Rulfo ‘no era mi estilo’. Girondo me enseñó a bailar. Cuando llegué a Postdata, y descubrí a Paz, anoté cada impresión en un cuaderno por separado. Me tomé un tiempo razonable para reflexionar cada párrafo y absorber cada palabra. Cuando mi maestra de periodismo me devolvió el examen y la tinta roja me condenó con un miserable 7, decidí darme unas vacaciones de Paz, no más textos que me hicieran sentir tonta sino hasta después de haber llegado a los 30.
Luego dejé de tener tiempo para leer porque ni siquiera encontraba horas suficientes para dormir. Ya no soy la que leía hace diez años. Los libros han cambiado conmigo. Los tomos de hace una década están intactos, sin marcas, sin dobleces, sin huellas de mi vida en ellos porque en aquella época pensaba que dentro de 50 años sería una viejita sola en algún pueblo francés que lloraría al reencontrarse con los libros que su papá le regaló en su juventud. En cambio ahora –que pienso menos en el futuro– mis libros están llenos de anotaciones y de esquinas dobladas (porque ahora cargo con ellos para todos lados y de bolsa en bolsa terminan magullados). Las sonrisas que me generan están garantizadas por consejos ajenos. Le dedico mis pocas horas libres a ‘lo que hay que leer antes de morir’ y me complacen los best sellers, los acreedores al Premio Nobel y las temáticas románticas. Me gustan las crónicas porque me parecen ricas como ningún otro género literario. Me dejo atrapar por las novelas porque jamás me animaría a escribir una propia. Disfruto los cuentos aunque lo que narren se me olvide a los cinco segundos de haber dado vuelta a una página.
Ahora leo por puro placer. Cuando no disfruto o entiendo un texto, lo dejo. Aprendí a vivir con esa culpa que a los 16 me resultaba insoportable: la de abandonar un libro. Releo las historias que me gustan porque ya no temo desperdiciar el tiempo en algo que ya conozco. Saboreo, gota a gota, joyas como Rayuela o Lolita y a veces hasta me tardo en llegar a la última página porque no quiero que se me acabe el placer de leer.
Mi biografía está en las líneas que he absorbido y en toda la prosa que he rechazado por aburrimiento o incomprensión. Ahora soy la que compra libros de viajes pero también la que se hizo de tomos que recrearan la historia del Titanic porque estaba obsesionada con la película de James Horner, la que se desvelaba hasta las tres de la mañana terminando uno de los volúmenes de Harry Potter, la que sintió miedo bajo las sábanas acompañada por Edgar Allan Poe y la que subrayó tantas páginas de La vuelta al día en 80 mundos cuado se dio cuenta de que ya no hay nadie como Cortázar.
Acabo de empezar La vida: instrucciones de uso y escribo porque, de pasar la vista por las primeras páginas, sé que constituye una lectura transformadora, que cuando vuelva a este blog para escribir mis impresiones sobre ella, ya no seré la misma que cuando di este punto final.