jueves, 24 de diciembre de 2009

(Navidad)

Uno extraña su casa cuando menos se lo espera.
Yo, de mi casa, extraño los adornos azules, el olor de la cocina, mover el coche cuando lo dejo mal estacionado, que mi hermana me robe la ropa y los abrazos de mi madre.
Quisiera estar con ellos. Cenar juntos en la casa, comer durante días lo que mi mamá prepare para hoy en la noche y abrazarnos después de brindar y decirnos que nos amamos.
También quisiera que mañana pudiera bajar al árbol y encontrar una sorpresa. Tengo 23 años y Santa no se ha olvidado de mi. Quisiera que mi papá bajara cuando mi hermana y yo abrimos los regalos y que nos tome fotos. Horas después, quisiera que bajara mi mamá y desayunáramos en el piso de la sala.

En Amsterdam hay mucha nieve y una chimenea frente a mi. Hay un regalo sorpresa que Santa metió a mi maleta y abriré hasta mañana. Pero me hace falta mi casa... esa que extraño tanto aunque quizás no esperaba hacerlo.

Ya habrá tiempo para regresar...

Día 8

Pues nada; que me voy de Italia y que tengo el corazón roto.
Nunca tomé café como los italianos: de pie y en lo que en México se conoce como ‘de entrada por salida’. Pero sí conocí a las mujeres ‘nice’ (abrigo de Mink y bolsita Louis Vuitton en mano) que recorren la ciudad en bicicleta, me impresioné por las habilidades de los italianos para manejar por los callejones (sin atropellar a nadie, desesperarse o raspar sus coches) y probé el mejor spaghetti al pomodoro que podría imaginar.
Hoy me despedí del Palazzo Vecchio, me compré uno de los cantos del Inferno de Dante y fui por una última comida a la que para mi es la mejor Trattoria de Florencia.
Ahora, a tomar un avión para Amsterdam.
Mientras llega la cuenta, me pongo espantosamente cursi y me digo: Siempre me quedará Italia.

Día 7

Recorrí sus puentes sintiéndome extasiada por tanta belleza. Caminé durante seis o siete horas y no podía dejar de mirarla; de perderme en sus calles viejas, estrechas y con las banquetas cubiertas de nieve.
Me tomé muchas fotos, pagué varios euros por entrar a los museos más famosas de la zona y me quedé parada un rato frente a las tumbas de Galileo, Miguel Angel y Machiavello.
También me di tiempo para extrañar; para pensar en todas las personas que me encantaría que estuvieran conmigo.
Mañana, a ver El David. Hoy, a emborracharme con el vino que compré frente a Baptisterio en que bautizaron a Dante.

Día 6

Por fin llegué al Duomo. Abandoné las ganas del ver al Papa en El Vaticano y preferí despertarme tarde para tomar el tren hasta Florencia. Antes, cabe recordar, me tomé como 30 fotos frente al Coliseo.
Una vez en la ciudad natal de Alighieri, me perdí. Recorrí dos cuadras que no debí haber caminado. Con dos maletas (¿40 kilos entre ambas?), una bolsa de mano y nieve sobre las banquetas, no fue tarea fácil.
Luego Santa Maria Novella. Para variar, hermosa y toda cubierta por una ligera capa de hielo.
Cuando llegué a Santa Maria del Fiore, no podía cerrar la boca. Brunelleschi lo había conseguido: en ese momento le declaré mi amor a Italia.
Luego el Palazzo Vecchio. Me quedé mirándolo durante más de 10 minutos. Pensé en Hannibal y en el inspector Pazzi. Luego silencio. Estaba –yo creo– en lo que L. me enseñó a nombrar como experiencia estética.
Después me fui a dormir; pero sólo porque Florencia también cierra los ojos temprano.

Día 5

Me despedí de Roma a bordo del taxi de un hombre sonriente y amable que se llamaba Gianni. Cuando bajé del auto, me dijo que, en español, su nombre quería decir 'Juanito' y me movió la mano diciendo arrivederci.
Luego buscar el tren, una loca que cobró 5 euros por cargarme las maletas sin que se lo pidiera (le deseo una amarga navidad) y luego canalizar el enojo escribiendo.
Mejor olvido el pequeño incidente y pienso en Florencia.

Día 4

No regresé a San Pedro. Necesitaba sentarme a comer en un lugar con vista privilegiada y, según recordaba, ningún restaurante de la zona me llamaba la atención. Preferí, entonces, caminar; saborear la ciudad poco a poco (como dicen algunos).
Escogí la Plaza Spagna. Me compré un cinturón (lo necesitaba) y exploré el resto de las tiendas pero no me llamaba la atención comprar nada. Luego escogí El Panteón para comer. En la noche, explorar Trastevere. No me gustó ningún lugar para tomar cerveza. Mejor probé un restaurante con buena calefacción, buen spaghetti alla bolognesa y bueno vino por 10 euros. Un día perfecto, diría yo.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Día 3

Estando en Roma, se pierde la noción del tiempo. A lo mejor es por la diferencia de horario (estoy muy cansada); a lo mejor es porque la belleza de la ciudad no deja que piense en nada más. Hoy comí el mejor spaguetti alla carbonara que he probado en mi vida.
Como parte de lo que ridículamente he bautizado como 'El tour Ángeles y Demonios', visité la tumba de Rafael y bebí Baileys en la Plaza Navona. También me compré dos sombreros. Me veo linda con ellos. Será otra de las novedades que aplique en este viaje. Ahora le tomo fotos al Coliseo, un policía me acaba de regañar por sentarme a escribir y, muy enojada, pienso en el siguiente destino a explorar. Creo que elegiré caminar hasta Sta Ma Maggiore.

Día 2

En Roma oscurece a las cinco de la tarde. Se puede tener la mejor comida en un café –uno de esos coquetos que decoran las banquetas– que prepara el mejor helado del mundo y degustar un jamón serrano como para morirse de un infarto. La Basílica de San Pedro es tan hermosa, que no importa hacer el ridículo tomándole más de treinta o cuarenta fotos.
En la mañana me quejaba de que no hacía tanto frío como esperaba. Ahorita estoy sentada en lo alto del Castel S. Angelo, frente a una de las más hermosas vistas que jamás he contemplado, y con el viento helado soplándome a la cara. Hasta mañana.

Día 1

Descubrí que, desde mi hotel, se veía el Coliseo. Viaje más de 12 horas y decidí que, en consecuencia, lo mejor sería caminar –las cuadras necesarias– para mirarlo de cerca y cerrar el día con broche de oro. Es hermoso. Antes me lo imaginaba simple y poco atractivo. Pero es todo lo contrario. Me ha vuelto loca. Para no perder la costumbre de sentarme horas a gozar de los paisajes que me gustan, ceno lasagna (mi primera pasta en Italia) en un restaurante donde la mesera es amigable y me habla en español. Listo; buenas noches.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Última clase

Apenas eran las 7. Era mi última clase y me negaba a salir del salón.
Ya llevaba un rato con los ojos rojos. Se me pusieron así desde que Carlos Paredes nos habló por última vez y yo, en silencio, recapitulé todo lo que aprendí de él. Unos meses antes, Yaiza y Felipe me habían hecho sentir lo mismo (aunque no tenía los ojos rojos) y me dolía despedirme de ellos.

Por alguna razón, esta clase fue diferente a todas las que había tenido antes. Fue como si el ciclo cerrara de manera perfecta. Con lo último que nos dijo, Carlos dio el toque final a lo que –supongo– la escuela debió enseñarme sobre la escritura y me dio el ejemplo de lo que era un verdadero periodista: nada de personajes ridículos y circenses como los que conducen las noticias de la tele, sino los que de verdad investigan, se comprometen y –sí, hay más– escriben bien.

Estos son los primeros nombres que escribo en mi blog. En alguna de las cosas que he leído, alguien dijo que nombramos las cosas para recordarlas. Yo no quiero olvidarme de ninguno de estos maestros. Me cambiaron la vida y, algún día, espero poder escribir como ellos y saber un poco de todo lo que ellos saben.

Cuando se acabó la clase, me colgué la bolsa al hombro y me levanté de la silla. Entonces Carlos me dijo que ser sensible era algo bueno para una periodista. Le moví la mano, crucé la puerta y me puse a llorar.

En la primera clase de la carrera, llegué al salón sin saber qué quería y sin conocer el significado de la comunicación. Casi cinco años más tarde, se supone que soy una (casi) licenciada especializada en periodismo, trabajo en una editorial y la única certeza que tengo es que quiero escribir por el resto de mi vida.

Se me olvidó darle las gracias. Bueno, no se me olvidó. Más bien no me atreví a que viera cómo me caían las lágrimas por las mejillas. Le escribiré pronto y le diré que de pocos maestros he aprendido tanto como de él. Porque creo que hay veces que para enseñar a otros no se necesitan grandes presentaciones, videos o anotaciones en el pizarrón: basta con mostrar que vives con base en aquello que enseñas y que eso te apasiona.

El lunes voy a la Ibero por mi última calificación. Hablaré, por última vez en una clase, de mis debrayes filosóficos y luego dejaré la universidad. Seguramente volveré a llorar; por todo lo que extrañaré de estos años y por el miedo que me da no saber lo que vendrá después.

sábado, 28 de noviembre de 2009

(sin título)

Se me olvidaba que existen los amores secretos.

Tampoco me acordaba de:

  •        Las maripositas en la panza.
  •        Los (casi) celos absurdos de que bese a alguien más (aún cuando uno también tenga pareja).
  •         Los chistes malos provocados por los nervios.
  •     Las miradas (que te cacha o te devuelve sin desviar la cara) que te hacen bajar la cabeza por la amenaza de que se dé cuenta de que tu corazoncito brinca por él de vez en cuando.

Se me habían olvidado, ya desde hace mucho, esas esporádicas fascinaciones (que uno guarda y no le dice más a que a una que otra persona) que pueden provocar esos afectos que uno sabe irrealizables. Son –simplemente– imposibles, indeseables. Se gozan porque no rebasan el plano de lo imaginativo. Son divertidos porque no requieren esfuerzo alguno para ‘hacerlos evolucionar’. Son optimistas porque nunca acarrearán reclamos ni sueño rotos. Basta con el cosquilleo y las sonrisas de vez en cuando. Ni siquiera se espera que evolucionen. Causan placer de sentirlos así, lejanos y con el futuro clausurado. No le roban el amor a alguien más, no confunden, no hacen sufrir y no arruinan la relación de los involucrados.

Se me olvidaba que existen los amores secretos, las tontas ganas que dan de escribir sobre ellos y las preguntas que flotan intermitentemente para saber si el otro también sonríe traviesamente ante un saludo mañanero al que, sin embargo, jamás se le permitirá cobrar demasiada importancia.  

lunes, 23 de noviembre de 2009

Dios también tiene sentido del humor

Creo que Dios acaba de jugar conmigo. Quién sabe, a lo mejor ni era él.

Ayer, como a las dos de la tarde, estaba en el gimnasio de J. Todos se preparaban para la inauguración de hoy: los albañiles daban los toques finales a paredes, el ingeniero terminaba de armar los aparatos y los socios revisaban el funcionamiento de la instalación eléctrica. Mientras los adultos responsables –los socios del negocio– supervisaban a los trabajadores, yo escribía mi texto sobre la película de Anticristo y blasfemaba sobre lo que la sociedad impone en los hombres con la creación del concepto del mal. Anotaba, apoyándome en Nietzsche, que –al igual que el orden moral del mundo– la utilización del nombre de Dios funge como manipulación, medio de control y deshumanización. Los hombres, pienso, también somos malos. Pero ocultamos a ese ‘otro’ –que despreciamos– pretendiendo que no es parte de nosotros (como en Dr Jekyll and Mr Hyde, pues). No hablaré más sobre eso, estoy en proceso de escribir un ensayo de diez cuartillas para darme a entender mejor y explicarlo en este post sería, por demás, desgastante.

El punto es que, cuando inició la anécdota que estoy a punto de platicar, estaba escribiendo un debraye sobre el bosque de la película de Lars Von Trier como un escenario del diablo en lugar de ser un espacio creado por Dios. Acto seguido, llegó un sacerdote y empezó el mal chiste del día.

Me levanté para acompañar a los presentes frente al hombre que, segundos más tarde, bendecería nuestro trabajo, nuestras palabras y nuestros pensamientos (si supiera...). Luego, para mis pulgas, expresó que sólo aquellos que amen y teman a Dios, obtendrán el bien (yo pienso: Qué razón tenías Friedrich). Finalmente, el sujeto de la blanca sotana caminó esparciendo agua bendita por paredes recién pintadas y espejos recién colocados. Casi pegué un grito cuando ví que mi libro de El Anticristo fue humillado bajo las gotitas que la sacrosanta figura lanzó contra él. Al contemplar esta última imagen, comencé a reírme. No supe de qué otra forma reaccionar.

Me pregunto si me iré al infierno por tener estos infames pensamientos mientras un religioso difundía la palabra de Dios en mi presencia...

jueves, 19 de noviembre de 2009

El nuevo sueño guajiro

Hoy me enteré de que la composición y procedencia del 90% de la materia que conforma nuestra galaxia es un misterio para el hombre. Lo único que los expertos conocen sobre ella es el efecto gravitacional que ejerce sobre la materia que sí es visible y, por ende, sobre la velocidad de rotación de la galaxia. No podía creerlo. Mi egoísta condición humana me impedía concebir que prácticamente somos basura para la Vía láctea (no exagero, así puede ser calificado el Sistema Solar por la posición que ocupa) y que no conocemos casi NADA de lo que no está frente a nuestras narices. Para variar, me traumé y éste es el nuevo dato curioso que le he platicado a todas las personas con las que he hablado desde que salí del Instituto de Astronomía de la UNAM.

Llegué mentando madres por la falta de estacionamiento y porque tuve que caminar mucho para llegar hasta la oficina de Bárbara Pichardo. Cinco horas después del ‘curso (mega) intensivo’ que me dio, salí preguntándome si estudiar comunicación fue la decisión correcta. Después dejé de preocuparme. Si Hubble (sí, el del telescopio) fue primero un brillante abogado y luego decidió dejarlo todo por cambiar la historia con sus descubrimientos, yo también podría hacerlo. Total, me queda toda una vida por delante y suficiente tiempo como para estudiar física, una maestría en astrofísica, un doctorado en astronomía y tres postdoctorados en el extranjero...

Aquí otros descubrimientos que me cambiaron la vida:
  • No se sabe por qué los cuerpos se atraen (a pesar de las leyes que existen sobre el tema, se desconoce la razón de por qué lo hacen).
  • No se sabe qué había en el ‘principio-principio’ del universo. El tiempo (¿la historia?) empieza a contarse a partir del diez a la menos cuarenta y tres segundos.
  • Las catapultas y las tomografías son inventos derivados de investigaciones astronómicas.
  • El término ‘años luz’ jamás es utilizado por los astrónomos. Lo usamos los simples mortales porque somos dummies.
  • Nuestro sol es una estrella tan pequeña que jamás será una Supernova y jamás se convertirá en hoyo negro. Terminará como una ridícula enana blanca y formará una nebulosa planetaria.
  • Las únicas imágenes reales que existen de la Vía láctea, son ‘vistas de perfil’. Sólo es posible imaginar cómo se vería ‘desde arriba’ mediante la observación de galaxias que los expertos imaginan que son parecidas a la nuestra y algunas simulaciones.
  • En el futuro, la Vía láctea se fusionará con Andrómeda y el gas se terminará, se formarán muchísimas estrellas nuevas y los hoyos negros de ambas también se fundirán en uno (no, no se morirá nadie ni será el fin del mundo).
  • TODO rota TODO el tiempo (la galaxia, su barra, sus brazos, las estrellas, los sistemas planetarios y TODO lo que los compone) y la velocidad de este movimiento depende de la masa de los cuerpos (tanto de la propia como de la que los rodea).
  • Si no fuéramos desechos (si no estuviéramos tan lejos del centro de la Vía láctea, pues) habría muchas más estrellas que, al pasar cerca de nosotros, alterarían todo el Sistema Solar.
  • Lo impresionante del hoyo negro que está al centro de la Milky Way no es su tamaño como tal (no ‘mide’ gran cosa), sino la masa que posee.

domingo, 8 de noviembre de 2009

¡Fuego!

Es impresionante la facilidad con la que una multitud enloquece cuando alguien grita: ¡Fuego!
De nada sirve pedir calma, informar que las salidas de emergencia están abiertas y que los niños están seguros. De cualquier forma, la gente sale corriendo, ríe nerviosamente y comenta estupideces sobre el humo que escapa de las puertas una vez estando afuera.
Así sucedió hoy en el festival de danza de mi hermana. Mientras unas hermosas princesas levantaban sus manitas –con zapatillas de ballet, tutú y toda la cosa– para bailar al ritmo de El cascanueces, una traviesa llamarada decidió salir a perturbar a todos los presentes. Las luces que iluminaban el escenario estaban por encima de las butacas. Fue ahí donde ocurrió el corto circuito y de donde comenzó a esparcirse el peculiar olor a quemado.
Segundos después, ni rastro de los orgullosos y civilizados padres de familia que antes esperaban a que finalizara el evento para fotografiar a sus muñecas. Mientras se observaban ramos de rosas regados por el suelo, los progenitores antes mencionados subían al escenario para huir con sus primores de aquél d-e-s-a-s-t-r-e.
Para variar, yo me hubiera quedado en mi asiento. Como ya he comentado antes (para hacer referencia a temblores y otros d-e-s-a-s-t-r-e-s), si he de morir, prefiero hacerlo aislada y en mi lugar, a perecer al lado de un grupo de neuróticos desconocidos. Si no hubiera sido porque toda la familia y amigos que asistieron al evento salieron disparados hacia la puerta que estaba a unos metros de nuestros asientos, me hubiera quedado a disfrutar del espectáculo de nerviosismo de todos los que permanecían en los asientos superiores esperando a encontrar su oportunidad de alejarse de esa indefensa llamita anaranjada que hacía de las suyas y se burlaba de los presentes desde las alturas.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Al infinito... Y más allá.

El nuevo trauma se compone de estrellas, planetas, nebulosas, galaxias y polvo. Aunque uno de los principales defectos que le encontraba a las más comerciales películas de ciencia ficción era la elección del espacio sideral como escenario para desarrollar sus historias, hoy no me dejan descansar las perturbaciones que me trae investigar sobre la composición del universo.
Desde que comenzara una línea del tiempo sobre el telescopio (que el jefe me encargó hace como un mes) me he dedicado a catapultar una inmensa cantidad de preguntas a todo medio de comunicación o ser vivo que, considero, podría respondérmelas (Google o un experto de ciencia ficción, pues). Lo peor del caso es que ni siquiera termino de digerir una respuesta cuando ya estoy formulando una nueva duda. Concluyo, entonces, que soy víctima de una terrible enfermedad degenerativa que sólo puede ser denominada como:

‘traumatitis aguda’

Hace más de cuatro años, el choque emocional fue provocado por ‘la muerte del arte’. Luis (creo que mi primer padre intelectual) me metió esa idea en la cabezota y la tuve dando vueltas durante siglos (estoy segura de que eso le pareció a los pobres que ya traía mareados con mis delirios sobre aquel asunto). Además de que de ahí en adelante todos mis trabajos eran argumentaciones sobre tema, discutía con media humanidad intentando hacerles ver que ahora el arte es sinónimo de comercio. Por supuesto, nadie me creyó.
Luego me traumé con Marx, con lo real maravilloso, con Barthes, con la Escuela de Frankfurt, con la simulación, con el psicoanálisis, con el deseo, con el superhombre y, finalmente, con Villoro. De todo eso he escrito y sobre todo eso se han manifestado mis síntomas de traumatitis: comprar libros a lo idiota (sobre el tema de moda, obviamente), pelearme ferozmente con los detractores, pláticas de horas (y café) con S., y devorar información de todo especialista que se atravesase en mi camino. Sin embargo, lo triste de la enfermedad es que, con la misma rapidez con la que se me empiezan a acelerar el cerebro y las pasiones, tiendo a olvidar el conocimiento sobre el que antes me avorazaba... Se pierde –supongo– en algún lugar de donde prácticamente no vuelve a salir.
Hace unos días, la obsesión era la Luna. Como Calígula, yo también estaba (¿sigo?) enamorada de ella; yo también quería poseer lo imposible. La única razón por la que me ahorré un post sobre el tema (obvio le traía ganas desde que terminé de leer la obra de teatro) es porque excederme en el debraye sobre la angustia, la locura y la existencia nada más hubiera terminado por agravar mi traumatitis.

A partir de ayer, el trauma se llama Vía Láctea.
Síntomas de mi incurable enfermedad:
  • Estudiar (de ‘pe’ a ‘pa’, diría, mi abuelita) programas especiales de History Channel.
  • Atacar a A. durante toda una comida para que me explique la vida y muerte de las estrellas (y por qué los protagonistas de Star Trek no flotan cuando están en una nave).
  • Preocuparme pensando cuáles serán los libros que consultaré cuando pase a otra etapa de la investigación.
  • Actualizar mi twitter con cuanto dato curioso se me aparece.
  • Escribir un post sobre el nuevo debraye que me llena la cabeza con polvo de estrellas, miedo a que nos devore el hoyo negro que está en medio de la milky way y cuestionamientos sobre si podemos o no, ser absorbidos por una galaxia cercana a la nuestra.

viernes, 30 de octubre de 2009

Anticristo

Conseguí la nueva película de Lars Von Trier porque, entre otras cosas, los periódicos la llamaron misógina y pornográfica.
Detesto a los cineastas que, por jugar al artista, transgreden ‘por transgredir’. Así, sin ninguna ideología que sustente sus películas pero con sexo y majaderías al por mayor, simplemente, porque existe un estándar que denomina las características antes mencionada como ‘cine de arte’. Odio, en pocas palabras, la falta de contenido en un medio que aspira a la criticidad pero que muchas veces se reduce a la técnica.
Cuando terminé de ver la película me di cuenta de que la crítica estaba radicalmente equivocada: Anticristo es profundamente filosófica en cuanto a la reflexión que expresa sobre las características humanas.
A grandes rasgos, habla de una pareja que pierde a su hijo y cuya vida se destroza por la culpa: lo dejaron morir a causa del placer. Algunos ubican la cinta como una analogía del génesis. Yo, ignorante del tema, simplemente la considero una efigie de la escencia del hombre.
El remordimiento les devora la razón. En la mujer, la animalidad se expresa a través de agresiones brutales hacia su marido y la ablación de su propio clítoris. Él, por su parte, carga con sus excesos hasta que termina por matarla. Juntos llegan a la aniquilación total: de la razón, del perdón, de la fe y de ellos mismos. El crimen que cometieron es imputado por ellos y para ellos y ahora, en el afán por reprimir el deseo mismo del que se acusan, desmembran –lenta y dolorosamente– su existencia.
Ayer fui a cenar con S. Hablamos del tema y concluimos que la cinta resulta detestable porque expresa aquello que todo el mundo evade o ignora. También me preguntó si no había perdido la fe en la humanidad. Le respondí que no: sigo sin perderla. Claro que somos malos por naturaleza (¿será por eso que hasta disfruto del estremecimiento provocado por contemplar esa desgracia del alma humana?) pero también es evidente que todos jugamos a convivir en sociedad.
Definitivamente, no somos el superhombre propuesto por Nietzsche, aún somos incapaces de construir un sistema de valores propio que, sin embargo, no reprima nuestras pasiones y deseos. Sin embargo, tampoco somos los animales presentados por Von Trier en la película: la represión sigue condicionándonos y permitiendo que mantengamos una vida que se adapte a las convenciones sociales.
No sentí miedo ni me traumé con Anticristo; al contrario. Por muy macabro que resulte admitirlo, me sentí sumamente atraída y fascinada por sus argumentos y su psicología. En medio de la decadencia de sus imágenes, para mi representa una única posibilidad de que el hombre exista, a través de su monstruoso comportamiento, gracias a estos 104 minutos de celuloide.

lunes, 12 de octubre de 2009

El mar lo trae de regreso

La era de los circos ha quedado atrás. Frente a las gradas de los espectadores, y detrás de los caballitos y malabaristas, ya no son necesarios los payasos. Para entretenimiento de mal gusto, pésima calidad y actuaciones ridículas dignas de cualquier bufón callejero, están las telenovelas mexicanas.
Corazón Salvaje se estrenó hoy, a las nueve de la noche, por el Canal de las E-s-t-r-e-l-l-a-s. A treinta minutos del inicio, mi conclusión es simple: no hay contenido más patético en ningún otro canal de televisión abierta o de paga.
En 1993, una versión del mismo melodrama se estrenó en el mismo canal y fue todo un éxito. En ese entonces, yo tenía siete años y estaba enamorada de Juan del Diablo; interpretado por Eduardo Palomo (Dios lo tenga en su santa gloria). Hace unos minutos, esta misma celebridad televisiva (evidentemente caracterizada por otro actor) ‘emergió’ del mar –disfrazado como una marioneta homosexual– con un asqueroso pulpo muerto en la mano y grotescos cabellos (seguramente obtenidos de alguna tétrica muñeca de Sanborns) colgándole frente a la cara. Cuando ví la escena, no sabía si reírme o llorar.
Por su parte, las heroínas, Mónica y Aimé –antes interpretadas por Edith González y Ana Colchero–, son personajes que han pasado a la historia y, en su lugar, Araceli Arámbula de la vida a ambas mujeres gracias a pésimos efectos visuales. Pero lo peor del caso no es la nula capacidad del personal para esforzarse en hacer un buen casting, o su escasa preparación en edición, sino las tristes pelucas que le adornan el cabello a la que le robó el corazón a Luis Miguel: dos mechudos, rojo y rubio, le adornan la –seguramente– cabeza hueca mientras alterna su actuación de ‘buena’ y ‘mala’.
Del resto de los actores, es mejor no hablar.
Como postre, transcribo tres de los diálogos de la nueva telenovela de Televisa para las familias mexicanas. Gracias al cielo que no soy de la idea de que la televisión debe de educar a la sociedad. Espero, de todo corazón, que los creadores de este adefesio mediático, tampoco lo crean.

Personaje masculino llamado Juan de Dios (¿papá de Juan del Diablo?), HABLANDO SOLO, desde la cárcel:
–¡Agua! ¡Agua! (¿Se cree Jesús o qué carajos?) María del Rosario, si al menos supiera algo de ti... (¿Quién coño le dice el nombre completo a su pareja cuando está enamorado?)
–María del Rosario ¿eres tú o estoy soñando? (¡Deja de drogarte, pendejo!)

Personaje femenino llamado Leonarda (no me crean, ya hasta se me olvidó), HABLANDO SOLA, en una noche de una ‘gala’:
–Si riego mi propia sangre, me condenaré para siempre (No quiere mandar matar a alguien de su familia para no arder en el infierno). Mientras tanto, seguiré martirizando a María del Rosario (su hermana) hasta enloquecerla. (¡Ay, cabrón! ¡Qué buenos deseos! ¡Aplausos para Helena Rojo y los guionistas!)

domingo, 11 de octubre de 2009

Crónica de una tarde periodística

La mamá de Gaby accedió a tomar mi llamada a las seis de la tarde. Aunque estaba temblando de miedo –y de pena por temor a verme ‘poco profesional’– empecé la entrevista presentándome como estudiante de periodismo a punto de escribir un reportaje sobre donación de órganos.
Tenía cinco meses de nacida cuando una biopsia la condenó a solicitar un transplante de hígado para sobrevivir. Si nadie la ayudaba, le dijeron a su mamá, moriría después de cuatro años de hospitales, fiebres altísimas, erupciones en la piel, trastornos renales y negligencia médica del hospital de su lugar de origen.
En Orizaba nadie quería ayudarla. Por la nula capacitación del personal que atiende en el Seguro Social de la región, su hermana murió de la misma glucogenosis que amenazaba con matarla. Cuando era la hermana mayor quien estaba hospitalizada, le inventaron a su mamá que todo fue por una septicemia y jamás se enteraron de que su padecimiento era ocasionado por la disfunción de una bendita enzima.
Cuando la salvación de Gaby estuvo en conseguir una nueva glándula, el maldito subdirector del hospital le dijo a su mamá que se iba a morir de todos modos. Luego entonces, no había necesidad de buscarle un donante que la ayudara. Fue en ese momento cuando la señora Reina le pidió ayuda a sus vecinos para buscar apoyo en México. Casi 20 días después, llegó al Distrito Federal.
Mientras su mamá pasaba las noches en un albergue patrocinado por Centro Médico, Gaby pasó seis meses realizándose estudios que la acreditaran como candidata que merecía el hígado de algún donador. Una vez aprobada y dada de alta en la lista de espera, regresó a su casa a esperar.
Esperaron durante dos años. A la una de la tarde le llamaron para que empacara sus maletas y regresara a D.F. Pero un hígado solo dura cuatro horas ‘disponible’ después de que el cuerpo que antes lo contenía ha dejado de respirar. A las dos de la tarde, mientras la mamá de Gaby le pedía a Dios que su hija viviera, alguien más, en el mismo Centro Médico en que a las 12 de la noche operarían a la niña, perdía una vida. Así el paralelismo de la vida y la muerte.
A las ocho de la noche empezaron a realizar los últimos exámenes. Dos niñas acudieron a la cita. Gaby fue la ganadora. La otra pequeña no aprobó el examen; estaba tan deteriorada que los médicos no consideraron que su cuerpo resistiría el transplante.
Gaby volvió a ver a su mamá a las dos de la tarde del día siguiente. Estuvo hospitalizada durante un mes y, desde entonces, vuelve periódicamente para revisión. Hoy tiene nueve años y va en segundo de primaria.

Así acabé con mi primera entrevista para el reportaje de titulación:
-Aguantándome las lágrimas durante toda la plática con la señora Reina.
-Con ganas de maldecir, en su cara, al subdirector del hospital del Seguro Social de Orizaba.
-Destrozada por ‘la otra niña’ que llegó tarde a su única esperanza de sobrevivir.
-Debrayando sobre los momentos en que unos viven la muerte mientras otros la vida.
-Imaginando la mejor manera de volcar toda mi cursilería en este blog para hacer de mi trabajo peridístico un texto crítico y no una telenovela...

Y eso que me faltan más de cinco entrevistas por hacer.

sábado, 10 de octubre de 2009

Protesta

El cliché del  artista expresa que, aunque éste enloquezca, sus creaciones compensan el tormento perpetrado por la persecución de sus fantasmas. Así se justifica Lars Von Trier ante los críticos de su Anticristo y así lo hizo la sociedad con Frida Kahlo. La princesa de Jordania no podría perdonar las infidelidades de su marido ni darle un poco de su propio chocolate acostándose con mujeres. La Kahlo, en cambio, claro que podía. Creo que por eso hay noches en que deseo ser escritora y espero, quizás, ser socialmente perdonada a través del enriquecimiento que mis delirios puedan dejar en algún ser vivo de mi época.

Escribo sobre la pintura, la locura, la muerte de las artes plásticas, la semiótica en la cultura, la simulación, la evocación de lo humano a través de la música y el deseo del hombre por preservar su pasado únicamente para intentar darle sentido a mi vida. Cuando otros han escrito sobre los mismos temas, han logrado darle sentido a la mía.

El problema de buscar la trascendencia es cuando la crítica llega hasta uno mismo. En todos los casos, es sencillo abrir los ojos y descubrir que sólo soy una neurótica –gritona y malhumorada– que jamás en la vida podría aproximarse a la perfección de las ficciones de Borges o a la amalgama de sencillez/riqueza/criticidad/profundo conocimiento del lenguaje de Villoro. Los juegos sonoros de Girondo, el humor de Cortázar o las imágenes de Auster me resultan inalcanzables. Sin embargo, cuando me siento a escribir con la copa de vino, la cajetilla de cigarros y música sublime, lo sigo intentando.

Nuevamente fracaso. Entonces juego a convertirme en periodista, a valerme de un lenguaje simple para comunicar un hecho concreto y a informarme diariamente de lo que los políticos dicen que sucede en el mundo. Pero también salgo derrotada: me siento incapaz de desentrañar una verdad que movilice el mundo.

Entonces escribo, sin pretensiones de perfección ni gloria, para liberarme. Absorbida por la estúpida angustia impuesta por la cursilería de buscar inquietar a los lectores de mis textos, me frustro, y escribo en este diario mis egoístas reclamos que nacen de un profundo deseo de trascender.

martes, 6 de octubre de 2009

Ucronía

Regresa el nazismo al mundo
Tras la reciente aparición del hijo perdido de Adolf Hitler, la civilización comienza a implementar las medidas que el nuevo dictador ha impuesto desde su llegada.
EFE - Berlín - 05/10/2009

El mapamundi vuelve a estar de rodillas frente al escalofriante poderío que el partido nacionalsocialista alcanzara, en Alemania, durante los años cuarenta. Karl Hitler, primogénito que el político antisemitista y su mujer –Eva Braun– ocultaran durante su niñez debido a su falta de parecido físico con el modelo de superhombre caucásico que el nazismo perseguía, ha salido a la luz para reclamar sus derechos en la política germana e internacional.
En la conferencia de prensa que el descendiente del führer ofreciera ayer por la noche, en Munich, éste enfatizó sus deseos por retomar la ideología nazi y formar nuevas juventudes hitlerianas que hagan, de los viejos sueños de su padre, una realidad del siglo XXI. Ataviado con un viejo traje de servicio de coronel de la SA (tropas de asalto nazis), el teutón, de 65 años, dejó entrever una mirada desconsolada cuando se le cuestionó sobre su sentir con respecto al destino que sufrió su procreador en su lucha por la institución de una raza pura en el mundo y, aseguró, cobrará una venganza sin precedentes contra todos los pueblos que se hayan atrevido a juzgar y condenar los ideales nazis.
Luego de varios minutos de aplausos y vítores por parte de un pueblo alemán sediento de reivindicar su poder a nivel internacional, el nuevo ídolo se retiró del pódium y se fue a descansar. Se espera que, en el transcurso de la semana, se entreviste con el presidente venezolano, Hugo Chávez, para iniciar juntos la destrucción definitiva del capitalismo y el imperio estadounidense.

La pesadilla se hace realidad
Por su parte, seguidores de Hitler, en Estados Unidos, ya ha comenzado a tomar medidas para asegurar el retorno del nacionalsocialismo a la arena universal. Según reportó esta mañana el diario The New York Times, en una banca decorada con suásticas, en Central Park, Nueva York, una mujer fue sorprendida hojeando una revista cuyo tema de portada exaltaba las virtudes del dios Odín y el resto de la mitología nórdica. En Times Square, por otro lado, un grupo de inmigrantes alemanes fue sorprendido desplegando pósters que promocionan el próximo estreno de El triunfo de la voluntad II y III, filmes que, se espera, difundan como nunca antes las virtudes del nazismo.
“Si los planes de Karl Hitler de controlar el petróleo en el mundo siguen en pie la Alemania Nazi, como líder de una coalición, logrará conquistar el mundo”, dice David Fromkin, profesor de historia de la Universidad de Yale, en el ensayo que publicó esta mañana y, por cierto, tituló Triumph of the dictators.
Frente a este panorama, la nueva victoria nazi comienza a tornarse desafiante y un sinnúmero de gobernantes de Europa y América Latina se hayan en espera de dialogar antes de aceptar el hecho de que, en adelante, la historia los opacará bajo el dominio de un nuevo dictador que amenaza con suprimir los modelos de producción de riqueza hasta ahora conocidos. El presidente ruso Dmitri Medvédev, y el mandatario estadounidense Barack Obama, no han emitido declaración alguna.

domingo, 4 de octubre de 2009

Soy una mujer pirata

El viernes compré una película pirata. Iba caminando, de chaperona de la hermana de 13 años que iba a encontrarse a escondidas con el novio, y así, de repente, vi el amenazante cerro de películas en una esquina.
La realidad es que no me dio nada de pena acercarme. Alrededor del minúsculo puestito, había gente comiendo hamburguesas, esperando el pesero y a que el semáforo les diera luz verde para cruzar la calle. Pero nada de eso me importó: podía más el morbo por encontrar la nueva –y súper criticada película de Von Trier– que los espantosos anuncios sobre piratería que los cines se encargan de restregarte con cada función.
Entonces la vi, ahí, en medio de Te amaré por siempre y algunos otros títulos que ya ni recuerdo. Sin la más mínima vergüenza, me dirigí, entonces, al vendedor de garnachas y pregunté, a todo pulmón:
–Disculpe, ¿sabe quién está en el puesto de las películas?

Grave error. Aunque jamás mencioné la palabra ‘pirata’, ‘delito’, ‘faltas a la moral’ o cualquier otro denigrante concepto que pudiera estar asociado a esta actividad ilícita, parecía que al señor del bigote –y ridículo sombrerito blanco– le había cuestionado sobre el paradero del mataviejitas. Ni hablar de todos los clientes que saboreaban el combo de papas y refresco.
–Por ahí ha de andar.

Intenté no perder la dignidad y, muy segura de que no me estaba convirtiendo en delincuente, me dirigí al changarro de los dulces para repetir mi pregunta al buen tendero. Tan pronto como me escuchó, le pegó a un muchacho, como de 20 años, y gorra roja, que estaba casi dormido sobre una silla frente del semáforo.

Después de pagar mis respectivos 20 pesos por un filme de pésima calidad y dudosa reputación, lo guardé en mi bolsa y le fui explicando a mi hermana (y seguramente también a mí misma) todas las razones que se me venían a la cabeza para justificar mi compra y convencerme, otra vez a mí misma, que no era una mujer pirata.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Fawkes the phoenix

Nos une la magia que ha creado para el cine y para nosotros. Me gusta observarlo mientras estoy contigo. No me importa sentirme ignorante mientras sé que tu lo comprendes todo. Antes de que mire a sus músicos e inicie una pieza, tu ya conoces los sonidos que romperán la espera y el silencio. Por eso, tu también haces magia.

*

Lo miro saliendo de la ventana de un hombre de barba blanca que viste una bata azul cielo –de seda– que le llega hasta los talones. No mira hacia abajo porque no siente miedo. Casi cierra los ojos cuando siente que el viento le pega en la cara. Extiende sus alas, de color escarlata y destellos dorados, y rápidamente las contrae en ágiles movimientos que continúan elevándolo hasta un cielo hermosamente despejado.

*

Aquí, en la Tierra, observo a un artista que sostiene una batuta blanca. Como aquél que espera en el despacho, desde donde el ave emprendió el vuelo, es un mago. Lo miro, de frente a su orquesta, y sonrío cuando se recarga en el barandal negro que aguarda a que su mano izquierda escape a sus espaldas.
Sigo en la Tierra, pero no dejo de pensar en el fénix. Sigue volando, fuera de esta realidad, a través de los acordes de los violines fantásticos que en esa noche me elevaron a otro mundo perfecto y etéreo. Entonces la música me hace creer en lo imposible: que habrá una tercera noche para volver a encontrarme con la magia y que existe un fenix que, con sus lágrimas, vendrá para cobijarme mi curar todas mis heridas.

martes, 1 de septiembre de 2009

Síndrome pre-viaje (2)

Me voy a Los Angeles. Temblando de miedo de que el avión se caiga y me muera sola, pero me voy. El pánico a los aviones es un fenómeno reciente en mi vida: “Gracias mamá por contagiarme tu neurosis”.
En estos momentos sólo pienso:
-Que a pesar de que sólo dormiré un par de horas, debo de estar fresca para trabajar en el avión y mandar a la editorial la sección que tengo pendiente.
-Que deseo que el nuevo libro que llevo en la bolsa esté excelente y me entretenga durante los momentos de espera.
-Que el desayuno del avión esté ‘pasable’.
-Que muero porque llegue el sábado para ir al esperado concierto.
-Que siento que mi maleta está muy vacía y seguramente me estoy olvidando de algo.
-Que tengo que dejar de escribir y pensar en tonterías para mejor irme a la cama e intentar descansar.

Espero, de todo corazón, tener un vuelo agradable y llegar a mi destino sana y salva.

viernes, 28 de agosto de 2009

Preparativos parisinos

Conseguí el boleto de avión, a un excelente precio, gracias a un descuento que G. me ayudó a conseguir por medio de la editorial. El vuelo 1586, de Mexicana, saldrá de México el 15 de diciembre de 2009 a las siete de la noche y llegará a Roma a las seis de la tarde del día siguiente.
Los hoteles están reservados desde hace aproximadamente dos meses. Me bastan las fotos de la fachada –y un desayuno que me permitiría prepararme un lunch– para sentirme satisfecha.
Aún no he pensando en las maletas. Pueden ser dos pequeñas, como indica la reglamentación de la aerolínea o, ya de plano, dejarme de tonterías y llevarme sólo una mediana. No me molesta llevar la misma ropa para veintitantos días, me angustia que me de flojera lavar allá y termine por tirar algunas cosas y comprar nuevas.
Falta un vuelo y los boletos de tren. Lo segundo puede esperar. Lo primero, en contraste, es necesario confirmar próximamente pero me detiene el miedo de que, por ser una aerolínea desconocida para mi, el avión pueda caerse y me muera sin que mi mamá se entere sino hasta muchas horas después.
Por lo demás, todo está en orden. Estoy feliz, emocionada y muerta de ganas por regresar a comer una crepa a París.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Crónica de una atleta solitaria

En el mundo de los gimnasios, todos son amigos de todos. Los asistentes se saludan de beso, se hacen bromas entre instructores e instruidos, se pasan el teléfono, las parejas se ponen de acuerdo para verse en fines de semana y mujeres esculturales les pasan tips a las desafortunadas gorditas que piensan que, para su mal, existe un remedio alterno a, simplemente, dejar de comer. Yo, en contraste, me caracterizo por preferir ejercitarme en soledad.
Desde hace aproximadamente un mes, le retiré al spinning la exclusividad de mis mañanas y decidí alternar algunos días con pesas y otros aparatos que numerosos miembros utilizan diariamente con envidiable entusiasmo. En medio de este nuevo intento por 'lucir bien', los instructores intentan platicar conmigo y hacerme chistes. Yo, aún a costa de mi voluntad, respondo con actitud de araña y me dedico únicamente a cumplir con mis rutinas. Y si, aunque sea por equivocación, siento que ‘me echan porras’ con una palmadita en la cintura, ya me dan ganas de salir corriendo y esconderme debajo de una mesa.
Hoy intenté dejar mi actitud de ente antisocial y acepté el saludo –de beso, evidentemente– que el maestro del spinning me dirigió y disfruté mis carcajadas cuando el loco se puso a bailar a media clase. ‘Eché el chisme’ con una compañera sobre un instructor que se cree parido por Zeus y sonreí a todo el mundo antes de irme a mi casa. Y no, no estuvo tan mal. Mañana lo intentaré de nuevo.

lunes, 24 de agosto de 2009

(sin título)

Cuando es evidente que nos aferramos a un sinsentido, es común que la gente piense que esa conducta autodestructiva obedece a nuestra propia voluntad. Pero eso es mentira. Hay veces, simplemente, en que se vuelve imposible huir.
No importa que nos volvamos videntes y, aún teniendo consciencia de que hay situaciones para las que sólo existe un futuro quebrantado, seguimos adelante. No interesa recordar lo malo: siempre sale a flote la ciega esperanza de un cambio que clausure todo sufrimiento.
Pero eso es una mentira. Y lo sabemos. Sin embargo, seguimos viviendo de un engaño que creemos que podrá hacernos felices y nos mantenemos convencidos de que no estamos siendo derrotados sino, únicamente, esperando el regreso de todo aquello que desde hace tanto tiempo hemos dejado ir.

domingo, 23 de agosto de 2009

Delirio

Estoy a bordo de una camioneta blanca. Un hombre alto y delgado, de cabello entrecano y perfectamente vestido, conduce. A su lado, una mujer de lentes, que me sonríe cuando me mira, le acompaña. Están felices.
En la parte de atrás del auto va el resto de la familia. Está C.E., con la ropa oscura de siempre y también estamos nosotros. Tu y yo vamos tomados de la mano.
Como todos los domingos, estamos juntos y comemos donde se puede. Algunas veces nos robamos galletas mientras esperamos un plato de espaguetti en salsa roja y bocadillos de papa. Pero también hay días como hoy, en que buscamos algún lugar en la calle porque, como dice aquel del cabello entrecano, hay muchas ganas de salir a comer.

Todo eso pienso mientras camino hacia mi casa. Que no quiero irme y cerrar la puerta, subir hasta el cuarto y empezar a escribir que desearía estar ahí, en la camioneta blanca y formando parte de una vida que no tengo, en vez de mirar el reloj y sentir lentamente como pasan las horas.

domingo, 16 de agosto de 2009

Siempre nos quedará París

Empleó una frase de Humphrey Bogart para despedirse de mí. Luego me puse a llorar.
Tiene razón; siempre quedará B., la música, el cine, las pláticas y el gusto en común por millones de detalles. Siempre quedará, además, la comprensión.
Me olvidé de algunas cosas. Dejé la ropa en el cajón, los zapatos dentro del clóset y de decirle tantas cosas que ahora ya no recuerdo.
Me olvidé también de devolverle las llaves de la casa, unas cuantas películas de arte y de gritarle de enojo por mi cobardía.
Pero eso no es todo. Al final, me olvidé de creer: que nunca es demasiado tarde y que, con las lágrimas y todo, aún podía haberme bajado del coche para regresar y, en un abrazo, arrepentirme de todo y decirle que nunca más me iría de su vida.

martes, 11 de agosto de 2009

(sin título)

Éramos unos niños. Es la única manera de explicarme que yo no me arrepienta de nada.
Yo no tuve pérdidas. Al menos mientras él lo perdió todo, claro está. Después se me fue la vida. Se me escurrió de las manos con esa última llamada desde el aeropuerto y con todos los días que pasaba las horas llorando.
Cuando alguien me pregunta si lo extraño, le digo que no. Y es la verdad. Dejé de extrañarlo hace mucho tiempo. Me duele, sin embargo, mi dolor, acordarme de las tardes tristes y las mañanas sin alma. Me duele el pasado de vigilia, de falsa culpa y de viejos fantasmas. Me duele, además, que aunque sigan pasando los años, pueda lastimarme con un párrafo en que explique se arrepiente del tiempo conmigo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Sueño de una noche de primavera

El frío silenciaba las calles que observaban el absurdo de nuestros intentos por encontrar los señalamientos que un hombre francés acababa de explicarnos. El concierto era en la noche y yo, para variar, no tenía idea de cómo llegar a la sala. Tu, como siempre, eras perfecto.
No me dio miedo tomarte de la mano. Nada me daba miedo aunque estuviéramos perdidos. Una cuadra, dos, tres; hasta que llegamos al parque y encontramos la estación correcta.
Después el arte, una cámara fotográfica (que años después nos recordara que nada fue mentira) y explorar desconocidas banquetas que nos helaran las manos que intentaban sujetarse. Mientras los pies avanzaban sin rumbo a veces nos mirábamos; para reír o para que aguantaras mi ansiedad de siempre. Pero, nuevamente, tu eras perfecto.
Un platillo italiano nos calmó el hambre y me consolaste por no llevar la ropa adecuada para la noche. Cuando volvimos a salir a la calle, temblaba de nervios. Era un sueño y cerrar los ojos no me bastaba para imaginar cómo serían sus gestos, su música y lo que me haría sentir.
El salón era inmenso y decenas de mesas –con cuatro o cinco sillas cada una– saturaban el piso inferior del lugar. Arriba, dos niveles llenos de espectadores eran alumbrados por la luz dorada que se reflejaba desde el techo. Los decorados eran del color del oro y, al fondo, los lugares de los músicos esperaban vacíos. Una mesa, a unos dos metros del escenario, reservaba nuestros lugares.
Abriste la botella de Beaujolais. No sé si antes o después de que él llegara. No recuerdo nada, sólo su entrada y mi emoción. Quería llorar, aplaudía y me dolían las manos. Ansiaba voltear a verte pero me daba vergüenza, de mi locura o de mi ignorancia; de no poder creerlo y de no querer desviar la mirada por temor a que no existiera. Era un sueño, mi sueño y lo estaba viviendo contigo.
Tenía la barba y el cabello blanco. Unos anteojos de armazón delgado le adornaban el rostro y el pantalón del smoking negro le rozaba el tacón de los zapatos. Cuando tomaba el micrófono para dirigirse al público, sostenía la batuta con la mano izquierda. El resto era magia. Los músicos lo comprendían y, aunque estuviera de espaldas a nosotros, sé que tu y yo también. Conocíamos cada nota y, en sus manos, nuestros recuerdos llevaban el ritmo. Sí, eran recuerdos de todas los momentos en que esas notas han estado con nosotros, mientras soñamos solos en la cama o nos acompañamos hasta la madrugada con dos o tres botellas de vino.
A mitad del concierto, un joven que vuela hasta el país de Nunca Jamás me arranca lágrimas que no esperaba. Me daba miedo mirarte, que alguien más me mirara y que me hubiera convertido en un ser cursi y vulnerable que no lograba controlarse. Veía los violines, los chelos –frente a nosotros– y la manera en que un ligero movimiento de sus dedos le indicaba, al timpanista, que debía de musicalizar a un hada que vuela. No soltaba la copa de Beaujoulais y no podía dejar de mirarlo. Estaba tocando para mi, no cabía duda. Y tu, dentro de todas las personas que existen en el mundo, estabas a mi lado y lo entendías.
Luego se despidió de ti; dirigiéndose a tus sueños y fantasías. Las sonrisas no me eran suficientes. Mientras expresaba un último gesto para recordarnos que tenía que dormir, yo seguía sintiendo la música en mi mente. Visualizaba a una orquesta entera que seguía sus indicaciones y le sonreía mientras lo miraba. Los compases eran majestuosos y seguía tarareándolos mientras caminábamos hacia el metro.
Han pasado varios meses desde entonces, pero no transcurre mucho tiempo para que busque nuevas oportunidades de volver a soñar. Mientras tanto, mi ipod tiene un playlist que me permite imaginar sinsentidos, en momentos como éstos, y que lleva por título: Boston Film Night with Johnny.

martes, 28 de julio de 2009

¿Agencias o policías?

Ahora resulta que las ‘agencias de colocación de personal doméstico’ –serias y responsables, cabe recalcar– han implementado numerosas medidas preventivas y de investigación que ni al mismísimo Sherlock Holmes se le ocurrirían. Aquí la información que me fue entregada a las afueras de un supermercado.

¿Por qué elegirnos a nosotros?
  • Aplicamos pruebas psicológicas a todo el personal para descartar patologías o malos hábitos.
  • Comprobamos las referencias del personal, por lo que podemos verificarlas. (Mmm...)
  • Tomamos fotos digitales del personal como lo hace el MP.
  • Tomamos huellas dactilares y del puño de la mano. (¿Alguien tiene un puño en el pie?)
  • El personal está garantizado por 6 meses o hasta 4 cambios. (¡Ni mi aspiradora, caray!)
  • Nos apegamos al perfil que requiera.
  • Firmamos con el personal un contrato en el cual nos dan autoridad para proceder en contra de ellos en caso de cometer alguna falta.

Sin comentarios.

lunes, 27 de julio de 2009

Inocente pobre niña

El hombre de la camisa blanca, y corbata azul de rayas, me sonrió desde que se aproximó al sillón en donde lo esperaba. Después de tenderme la mano y de un saludo cordial, me pidió que tomara asiento e inicié mi camino hacia un interrogatorio que, sin saberlo, terminaría por dañar mi dignidad de manera irreversible.
–Venía porque quería tramitar una tarjeta de crédito.
–Sí, si me acuerdo que habías venido a preguntar por lo requisitos la semana pasada.

Primero observó mi identificación, después el comprobante de domicilio y, por último, comenzó a hojear mis recibos de honorarios. Podría jurar que una sonrisita de compasión se le escapó de los labios.
–Ok, vamos a capturar tu solicitud.
Aunque mi boca logró articular un “gracias”, en la privacidad de mi mente imaginé la formación de una nube negra, justo encima de mi cabeza, y que, de un momento a otro, estallaría como la manifestación de mi fracaso en el mundo de los historiales crediticios. Segundos después, el ingenuo ejecutivo de cuenta (según explica la tarjeta de presentación que más tarde me obsequiaría) inició la tortura:
–¿Qué otras tarjetas de crédito manejas?
–Ninguna.
–¿Nada? ¿Departamentales? ¿Nada?
–Nada.
(Otra vez la sonrisita compasiva).
–¿Qué propiedades tienes?
Tragándome el orgullo, e ignorando la crueldad de la pregunta, respondí lo inevitable:
–Ninguna.
–¿Coches? ¿Casa? ¿Nada?
–Nada.

Después de otra serie de cuestionamientos que demostraban mi ‘independencia’ laboral, mi escasa experiencia en la vida profesional (sólo llevo 10 meses trabajando), mi humilde y variable sueldo, mi falta de propiedades y la inexistencia de otros tantos elementos que comprobaran mi ‘solvencia económica’, Rodrigo (así se llama según decía el letrero de su escritorio) se levantó por unas hojas que posteriormente me tendió para ‘verificar’ mi información personal.
Cuando recibí los papeles, descubrí que el hombre era un santo: Inventó que llevaba cinco años trabajando en mi empresa, que mi sueldo mensual era del triple de lo que realmente es, que poseía un modelo Chevrolet con valor de $115,000 pesos y que mi profesión peternecía a la clasificación de dentista, doctora o abogada. Después de un par de carcajadas, le dije que todo era correcto.
Pero ni mi buena suerte ni las nobles intenciones del hombre de la camisa blanca, y la corbata a rayas, fueron suficientes: La tarjeta había sido rechazada.
–Llámame el miércoles. Voy a ver qué puedo hacer. Si no resulta, te sacamos una tarjeta preaprobada.

Sonreí agradecida y, sintiéndome como una indefensa e ‘insolvente’ niña, salí casi arrastrándome del banco. La nube negra, en efecto, había estallado sobre mi cabeza.

viernes, 24 de julio de 2009

La derrota

Hace meses que no toco el piano. Si no supiera que se trata de una evidente exageración, incluso diría que tiene años que no me siento, frente al banco de madera oscura, a tocar alguna de las piezas que aprendí cuando tenía 11 años.
Llegó como regalo de cumpleaños número diez. Tan pronto como aterrizó en la sala de mi casa, intenté ser autodidacta y comencé a practicar varios de los temas que venían ‘dibujados’ en lo que hoy llamaría: Piano for dummies. Poco tiempo después, me había convertido en el orgullo de mis padres: después de sólo unos meses de clases, ya interpretaba lo que a un compañero de la escuela le había tomado años en ‘perfeccionar’.
Tocaba cuando estaba feliz y cuando lloraba. Mi papá decía que, después de un par de melodías, se me olvidaba la tristeza. También me ponía ‘a prueba’ y, cuando según él me veía my concentrada en una partitura, me tapaba los ojos y casi lloraba de la felicidad cuando atestiguaba que podía seguir tocando sin tener las notas enfrente.
Nunca me ‘lucí’ en un recital. Me daba demasiada pena y me sentía incapaz de ‘demostrar’ lo que supuestamente sabía. Tampoco podía tocar enfrente de visitas. Las manos me temblaban, se me borraban las tonadas de la mente y ni siquiera podía poner en pie sobre el pedal de la parte inferior del piano.
Cuando cumplí 16 ó 17, superé el reto que me impuse desde que aquél instrumento se convirtió en mi posesión y mantuve mi promesa de ‘retirarme’ de la música.
–Sólo quiero aprenderme ‘esa’. Cuando lo haga, podré estar tranquila y dejar de tocar.

Y lo hice. Las notas que mantuve en la memoria durante años, se evaporaron lentamente. Ya no recuerdo nada y, cuando intento leer, pareciera que la vista me engaña y las notas –antes tan conocidas– se transforman en jeroglíficos imposibles de descifrar. Entonces me invade la nostalgia y lloro, pero no hay armonía alguna que borre mi desconsuelo y mi frustración. Con las manos entumidas y torpes, intento evocar viejos tiempos y cierro los ojos. Por fin lo logro: la música empieza a fluir y la amnesia se aleja. Pero el despertar sólo dura unos segundos. Volviendo a abrir los párpados, recuerdo que no tengo la paciencia de volver a aprender todo aquello que sabía. Me he vuelto egoísta con mi tiempo y sólo espero, cómodamente, rememorar el compás de algún acorde que conocía en el pasado. Pero no sucede. Intentando conservar mi dignidad, dejo de intentarlo y –triste y derrotada– me levanto del banco de madera oscura intentando ignorar que me he olvidado, por completo, de cómo tocar el piano.

martes, 21 de julio de 2009

(sin título)

Sueño despierta.
Con el viento helado despeinándome, los rostros desconocidos y el gris de las banquetas.
Sueño también, sin darme cuenta, con las tardes nubladas y los árboles platicándome su historia.
Siento el ardor en las manos congeladas y contemplo los largos abrigos que se arrastran por las calles. Saboreo, inmediatamente, el dulzor del azúcar y la mantequilla mientras contemplo una torre que se erige hacia el cielo.
Me abrasa, con las ramas de sus imágenes, y busco, instantáneamente, los destellos de esculturas inmóviles que yacen petrificadas sobre sus catedrales.
Imagino, extasiada, las avenidas desiertas y el esplendor de sus puentes. Veo entonces un río que fluye hasta enmarcar su belleza inalterada.
Cierro los ojos y me observo caminando, perdida en ella y en la sonrisa que arranca de mis labios. Pienso en las voces, los silencios y las miradas de un extraño que jamás volveré a ver. Recuerdo, luego, que pronto me fundiré en ella y, cerrando nuevamente los ojos, sonrío.

domingo, 19 de julio de 2009

Quejas de una inadaptada

Todo me desespera: el tráfico, la gente impuntual, los vendedores que ponen mala cara (a pesar de que uno los salude sonriente y quiera hacerles plática), los señores de los estacionamientos que no hablan cuando pagas tu boleto, que los platillos se tarden en llegar cuando se supone que vas a un buen restaurante y las interminables colas del súper. Sí, mi tolerancia es nula y prácticamente todo logra ponerme de malas de un momento a otro. Sin embargo, creo que nada –ABSOLUTAMENTE NADA– puede molestarme tanto como el fútbol.

Dado que los estadios se llenan, la gente modifica su vida por intentar alcanzar a ver un partido en la tele, existen clubs de fans, ser futbolista es el sueño dorado de millones de personas y este deporte constituye una industria multimillonaria, he concluido que soy anormal. No tengo remedio. Y, esperando que ningún aficionado lea este post, declaro: No me gusta para nada, me aburre, me saca canas verdes cuando los jugadores cometen errores ESTÚPIDOS (como quedarse parados mirando como el adversario mete gol) y jamás dejaré de considerar que es una tontería que el mundo entero deje de respirar porque poco más de una decena de e-x-p-e-r-t-o-s corren atrás de una pelota blanca para intentar ‘meterla’ en una portería.
Lo he intentado todo: pintarme la cara durante los mundiales, ir al estadio con trompeta en mano, comer papas y echar la chela tirada en la cama y preguntar quiénes son los mejores jugadores y por qué se les considera así. Nada resulta. Soy incapaz de poner atención, emocionarme o considerarlo mi pasión en la vida.
Sin embargo, lo peor del caso es que este sentimiento me hace sentir inadaptada. Entonces decido darle otra oportunidad e intentar pensar que un partido más logrará hacer la diferencia y convertirme en una aficionada. Pero sigo fracasando. Han pasado 87 minutos desde el inicio del bendito juego. Desde entonces, ordené mis cajones, metí la ropa al closet, arreglé unos papeles, bajé por comida y ahora me dedico a escribir este post con tal de no volver a mirar la tele y aburrirme por ver un juego absurdo al que no le encuentro ningún sentido.

miércoles, 15 de julio de 2009

Crónica de un fracaso anunciado

Algunas veces, pareciera que la 'era del ser humano' es parte del pasado. Actualmente, las grandes oficinas cuentan únicamente con máquinas (¿conmutadores?) que responden de forma automática y prometen resolverte la vida mediante P-R-Á-C-T-I-C-O-S menús que te ‘dirigen’ al destino deseado. Desafotunadamente, las nuevas tecnologías me rebasan y me declaro incapaz de, si quiera, comprar un boleto de avión sin una ‘señorita’ que me responda –en tiempo real– al otro lado de la línea.
Paso 1
–¡Bienvenido a Mexicana! Nuestro menú ha cambiado. Le rogamos permanecer en la línea y escuchar atentamente.
(escucho pacientemente esperando encontrar la opción deseada)
–Si desea información sobre vuelos y reservas, marque uno.
(evidentemente, marco uno)
–Si desea consultar precios o realizar una compra, marque dos.
(claro, marco dos)
–Mexicana está realizando algunas modificaciones que provocan modificaciones (no es mi mala memoria: la ‘mujer’ repite esas palabras en una misma oración) en nuestros servicios. Le rogamos ser paciente y permanecer en la línea.
(quince minutos después –SÍ, QUINCE–, me doy por vencida y cuelgo)

Negándome a declarar la derrota, marco al día siguiente y obtengo los mismos resultados. Nuevamente, haciendo gala de mi terquedad, lo intento durante los siguientes tres o cuatro días sin correr con suerte.
Finalmente, en una mañana en que decido comprar el dichoso boleto por Internet, mi amiga del trabajo se acerca a preguntarme:

–¿Y qué pasó con tu boleto?
–No sirve el teléfono, yo creo que lo voy a reservar por Internet.

Convencida de que soy mejor compradora a través de la red, reservo mi boleto aún consciente de que sólo tengo un día para pagarlo. Hoy en la mañana, visito la página de la mentada aerolínea y sufro un doloroso fracaso al intentar consultar las formas de pago de mi reservación: el sistema no me 'deja' entrar. Cuando consulto mi correo electrónico, para checar la confirmación de la reservación, descubro horrorizada que mi hora límite de pago eran las once de la mañana. Angustiada, levanto la mirada y observo que el reloj de la computadora dice que son las once cincuenta. Fúrica, me dijo a mi misma que, si una ‘señorita’ me hubiera arreglado todo por teléfono, ya tendría mi boleto asegurado.

miércoles, 8 de julio de 2009

De dos a tres caídas

Hoy luché a muerte con un cuernito –recién horneado– que llegó a la mesa envuelto en coloridos trozos de papel de china. A decir verdad, preví la pelea desde que observé al mesero aproximándose con una coqueta canastita que, de un segundo a otro, aterrizaría frente a mis ojos.
La canasta de los papeles multicolores olía a pan caliente. La miraba sin querer mirarla e intentaba olvidarme de su presencia aunque el olfato me la recordaba por momentos.“Ni lo pienses”
“Te esfuerzas todos las mañanas como para tirar todo a la basura por un triste pedazo de cuerno”
“Ya van a traerte el plato fuerte, mejor olvídalo”
“Espérate al fin de semana y te lo comes con toda tranquilidad”

Entonces, olvidándome de las horas de mi vida que –desde hace dos semanas– pierdo en el gimnasio durante las mañanas, el cuernito me vence. El maldito arrogante me seduce y, después de darle la primera mordida, me recuerda que me resulta imposible controlar mis antojos y por eso, nuevamente, concluyo que yo no nací para hacer dietas.

miércoles, 17 de junio de 2009

Una mujer en la oscuridad

“Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana”.
Un hombre en la oscuridad
Paul Auster

Un ‘verdadero’ escritor sumerge a sus personajes en la cotidianidad, la miseria y los desastres y a la vez los rescata de sí mismos a través de la fascinación de lo imaginativo y de mundos alternos que ‘perfeccionan su existencia’. Es, justamente a través del ensueño, que sus creaciones literarias se perdonan a sí mismas.
Un verdadero escritor captura, dentro de la magia de sus historias, y la mente de sus protagonistas, universos reales e ilusorios para recordar al lector la verdadera forma de vivir de todo ser humano.

****
Solo, en la oscuridad, August Brill imagina un mundo en guerra. Dentro de esta invención, que pretende ser ajena a su realidad, un puñado de personas lo señalan como el responsable de su decadencia. A la par, un hombre que yace en el fondo de un pozo, debe asesinarlo para evitar que sus narraciones sigan destruyendo ese pequeño cosmos que se ve amenazado por un conflicto armado sin fin.
Después de 138 páginas, Brill se perdona la vida. Asesina a su asesino y recuerda su historia mientras su nieta lo mira a su lado. Vuelve a satisfacerse y a sufrir a través de sí mismo. Y, aunque la guerra sigue alimentándose dentro de su mente, ha dejado de fantasear con un mago que debe exterminarlo y, a la mañana siguiente, se percata de que el peregrino mundo sigue girando.

****

Sola, en la oscuridad, me permito continuar en un estado de vigilia que me obliga a pensar. Doy varias vueltas en la cama y, con los ojos cerrados, sigo viviendo lo que creo que, durante el día, ha sido mi vida. Me sonrío, me felicito, me humillo, me castigo y, algunas pocas veces, me perdono.
Cuando alejo a alguien de mi vida, me permito soñarlo para seguirme mortificando con la culpa de no tenerlo o, en otras ocasiones, para exonerarme y dejar que mi ingenio le construya una existencia a mi lado que, por unos segundos, me satisfaga.
Hay veces, sin embargo, que casi estoy segura de que no tengo consuelo y no me basto a mi misma para remediar lo irremediable. Entonces juego. Me invento, en la penumbra, una experiencia que me salve o me condene; que me redima o me extermine. Y no es sino hasta el día siguiente que abro los ojos y, bajo la luz que me llega desde la ventana, que me convenzo, finalmente, de que el peregrino mundo sigue girando.

domingo, 14 de junio de 2009

El pozo

Me he convertido en un pozo.
Lo sé porque la descripción de los pozos siempre es la misma:
En el interior existe un vacío profundo e interminable. Grandes paredes lo defienden. En algunos casos lo mantienen oculto. En otros, lo protegen de ser dañado. Cuando alguien busca obtener agua que provenga de lo más profundo de su ser, debe de utilizar, cuidadosamente, una cubeta y pensar detenidamente sus movimientos. De lo contrario, podría resbalar dentro del pozo y eso significaría, definitivamente, su perdición.
Los pozos pasan su vida enraizados en la misma tristeza y aislamiento que los vio nacer y que, un día, los verá desaparecer. Su interior siempre es frío y húmedo –porque nadie podría habitar en su núcleo– y pasan el tiempo solos. La explicación es obvia: porque la gente les tiene miedo o porque nadie los necesita. En otros casos, porque han causado desgracias y penas que la mente humana no puede superar.
Aunque se les tema, se les odie o se les olvide, llevan agua en su interior. Y el agua es vida. Fueron concebidos con la esperanza de llenar a otros. Cuando escuchan que alguien camina en los alrededores, desean que ese desconocido se acerque a ellos. Se prometen a sí mismos no devorar a quien confíe en que, con lo que yace en su interior, puedan saciar su sed, devolverles la vida o regalarles unos segundos de plenitud. Pero a veces los pozos, por su condición de pozos, no pueden evitar destruir hasta su propia esperanza de ser especiales y, por una vez en su existencia, ser felices mientras dan felicidad a otros.

viernes, 12 de junio de 2009

A historic love

[Porque la música siempre tiene una historia que contar...]

La blancura de sus manos se ilumina tan pronto como enciende una vela. Pueden apreciarse los ladrillos que descansan sobre las paredes del cuarto. Los tapetes, las cortinas y la luz reflejan destellos que se confunden con el dorado de su cabello. Lo acomoda, distraídamente, y se tiende en la cama. Cierra los ojos y una lágrima escurre por su mejilla izquierda.

Una horda de gente camina en diferentes direcciones. El ruido de la plaza, el cacareo de las gallinas y el sonido de una carreta que un hombre deja caer, se vuelven inaudibles cuando por fin la mira. Sus ojos azules se posan sobre su rostro. Mientras la observa agacharse y tomar una canasta de fresas, sonríe. La ama y, mientras sigue contemplándola, descubre que la ha amado siempre. Por fin se acerca y toca su mano. Sus dedos se encuentran y, por primera vez, ella le sonríe.

Corren juntos. Sobre el pasto de un verde interminable, se detienen a besarse. No existe la sombra, el viento no interrumpe su abrazo y bastan sus bocas para clausurar el tiempo. Sus labios sacian la sangre. Las caricias enmudecen la condena. Han dejado de existir –para el mundo– y sólo se funden en el silencio de sus miradas.

Una horda de gente camina en diferentes direcciones. Hombres y mujeres, contemplando un espectáculo, impiden que llegue hasta él. Su voz se entrecorta por un llanto de angustia. Grita su nombre pero él ya no puede oírla. Una tela negra le cubre el rostro. Petrificado por el miedo, él también desea sentirla. Sin poder mirarla, la imagina. Una puerta se abre a sus pies y ella lanza un último lamento.

Cuando abre los ojos, las manos, temblorosas secan sus lágrimas. Corre hacia la ventana, se aferra a los barrotes y se deja caer al suelo susurrando su nombre.

sábado, 6 de junio de 2009

Perseguida

Los celulares son una amenaza; pueden volverte loco.
Cuando sabes que bastaría con apretar el botón de send para realizar una llamada prohibida, te sientes ansioso y, en una palabra, ‘perseguido’.
No quieres (¿o sí?) y no debes acercarte a él. Lo sabes (¿en serio?). Aún así, el espantoso artefacto está esperándote en el buró, la cama o cualquier otro mueble que decore espacio en el que te encuentras. Su nombre está ahí. Peor, también está su número y te invita a marcarlo.
Finalmente, según tu, te resignas. Pero el monstruo te sigue acosando. Ahora ya no quieres llamar. En su lugar, te la vives esperando que te llamen. Ansias verlo vibrar, sonar o que destellen sus foquitos multicolores (verde, en mi caso) para avisarte que esa persona te está buscando al otro lado de la línea (¿eso aplica en los celulares?). Nunca suena y, cuando lo hace, revisas neuróticamente la pantalla esperando ver un nombre que te haga sonreír. Evidentemente, nunca es el que esperas.
Así que sigues viendo la tele, intentando distraerte, o, en su defecto, escribiendo para canalizar tu neurosis y no volverte loco porque te persigue un celular negro que te observa por encima de un libro.

viernes, 5 de junio de 2009

La pequeña sirenita

Cuando era niña, no entendía la diferencia entre las películas animadas y las ‘reales’. Me explico: en mi cabeza, Meryl Streep era exactamente igual a una sirena creada por Disney y no existía distinción alguna entre Al Pacino y el Príncipe Eric. Los personajes eran un poco más coloridos y sabían cantar mejor, claro, pero me hacían reír y llorar igual que ‘las películas de adultos’ a mis papás.
Recuerdo que, allá por los noventas, cuando se acababa de estrenar The Little Mermaid, estaba viendo un documental en la tele y comenzó una entrevista con la actriz que doblaba la voz de Ariel. La mujer era rubia y de cabello rizado, me acuerdo perfecto. Tan pronto como apareció en pantalla, me emocioné y le grité a mi mamá que la mirara porque era una gran intérprete: se había pintado el cabello de rojo y se lo había alaciado para salir en la película. Evidentemente, mi mamá sólo me sonrió.
Meses después, me creía sirena. Cuando salía de vacaciones con mis papás, nadaba horas en la alberca y mi papá jugaba conmigo y me decía que me iban a salir escamas. Él me adoraba, claramente, como el Rey Tritón a Ariel. En uno de esos viajes, Tritón me compró unas aletas azules. Mi mamá se enojó y decía que no las necesitaba y que un día (pronto) iban a dejar de quedarme. Ella no entendía nada pero yo estaba segura de que podría nadar mejor con ellas.
Hace un mes, alguien me prestó el soundtrack de la película. Cuando lo escuché, me di cuenta de que ya no me sé todas las canciones y que debe de tener más de 10 años que no veo la película. Ya no paso 6 ó 7 horas nadando y, cuando lo hago, me salgo rápido de la alberca porque me desagrada que tanta gente conviva en el mismo lugar. Tritón ya no es mi héroe y las aletas azules están guardadas en el closet (tiene años que dejaron de quedarme).
Ahora se que The Little Mermaid se hizo con dibujos, mucha paciencia y que aún así sigue siendo una de mis películas favoritas. Si no fuera así, la semana pasada que fui a ver el musical a Nueva York, no me hubiera estado aguantando las lágrimas por morirme de la pena de que la gente a mi alrededor me viera llorar como una niña chiquita que se emociona por ver un cuento de hadas.

martes, 26 de mayo de 2009

Viajera

Amo viajar.
(En realidad, mi afirmación es absurda. ¿Quién no lo hace?)
También amo lo que generalmente llamo ‘el síndrome pre-viaje’ (nervios, maletas, revisar frenéticamente que tenga pasaporte y dinero...) e, incluso, imaginarme cómo será todo una vez que llegue al destino deseado.
‘Hacer la maleta’ es algo que prefiero dejar para el final. Por alguna razón, siempre he sentido que es mucho más emocionante preparar todo sólo una noche antes de abordar un avión. Sin embargo, de unos años para acá, también he comprobado que (¿por la ‘edad’?) esta rutina también aumenta las posibilidades de que olvide un elemento 'precioso' como costurero o shampoo. Nada que no pueda comprarse en el país a donde voy, pero que sí representa dólares o euros que podría gastarme en un café.
La neurosis de mi madre es punto y aparte. Siempre son los mismos consejos: te ‘cuidas’, ‘cuidas’ la maleta, ‘cuida’ el dinero, ‘cuidado’ con los papeles...Y ya, después de un rato: “diviértete” y “me marcas cuando llegues”. El único punto que detesto de su paranoia, y que contemplo con desprecio después de revisar, en el número de julio, mi artículo sobre terrorismo, es cómo me he convertido en una loca que desea llegar a Nueva York sana y salva de bombas y atentados que derrumben rascacielos... Quizás ese sea uno más de los motivos por los que, evidentemente, no puedo dormir.

domingo, 24 de mayo de 2009

Más que suficiente

Hoy encontré la felicidad en un mail y en un sandwich de Johnny Rockets.
Debo confesarlo: hay días en que se me patina el cerebro y me gustaría ganarme un Nobel, comprarme el coche que me de la gana o casarme con un príncipe. Hoy no.
Hace unas horas, me bastaron las 30 líneas de un mail y una comida acompañada por malteada de fresa –y papas a la francesa– para decirme, sencillamente: “estoy muy feliz”.
Pero claro, luego me doy cuenta de que la felicidad es frágil y me da miedo perderla. Entonces empiezo a pensar demasiado: en cómo puedo conservarla, en cuánto tiempo la tendré conmigo, en cómo salir adelante si se escapa y, de un momento a otro, dejo de disfrutarla.
Cuando me canso de pensar, sigo trabajando, fumando y escuchando música. Se me olvida el miedo, soy feliz de nuevo y, entre una y otra cosa, sonrío simplemente de acordarme de esos momentos –que fueron simples y cotidianos– pero que me hicieron sentir tan plena como para recordarlos en un post.

sábado, 16 de mayo de 2009

Libros van y libros vienen

Por alguna razón –que no logro comprender del todo– terminar de leer un libro me hace sentir triste. Asustada bajo la amenaza de parecer DEMASIADO geek, me confieso: es como si me despidiera de alguien e, invariablemente, supiera que no vamos a volver a encontrarnos.
El proceso, en sí mismo, me lo confirma. Existen miles y miles en pálidos estantes y, por algún motivo, sólo hay uno en específico que llama mi atención. Puede ser el color, el tamaño, el autor o el nombre. A mi, generalmente, me seducen estos últimos. Otras veces, debo admitirlo, intento buscar ediciones baratas para comprar más libros y me convenzo a mi misma de que, cuando tenga más dinero, regresaré por esa edición ‘más bonita’ que dolorosamente devolví a su lugar.
Llegando a la caja, saco mi cartera y pago convencida de que mi papá no me reclamará el gasto porque cree que la cultura es una buena inversión. Lejos de eso, tomo la bolsa de plástico esperanzada en haber encontrado un libro que me quite el hambre, el sueño y las ganas de levantarme de la cama con tal de leer.
Entrando a mi casa, la rutina es la misma: me siento frente al librero, saco mis nuevos tesoros del empaque de plástico amarillo, los desenvuelvo (o quito la etiqueta con el precio, según sea el caso), busco la portada que me parece más llamativa y elijo un tomo para empezar a leer. Coloco el resto, sin acomodarlos, en cualquier parte del mueble y me aviento sobre la colcha para ver la primera página.
Al principio me cuesta trabajo concentrarme. Aunque tenga fe en que la lectura me resultará entretenida, generalmente paso los primeros párrafos sin prestar gran atención y no es sino, hasta la primera idea que me sorprende, que regreso para retomar detalles que según yo podrían ser importantes.
Sin embargo, conforme avanzo, los personajes se van desnudando lentamente. Los descubro palabra por palabra y en cada línea mi mente construye sus gestos, sus ropas y hasta su voz.
Cuando siento que el número de páginas que sostiene mi mano derecha son mínimas en comparación con las que tiene la mano izquierda, me siento angustiada. Evidentemente, existen ocasiones en que la sensación es de alivio. A veces me da miedo seguir y otras, casi instintivamente, me apresuro a leer para terminar de descifrar una historia. Hoy, por ejemplo, sucedió esto último y no entendí las páginas finales de un libro de Doris Lessing. Y cuando me disponía a buscar en Internet a ‘alguna persona’ que me lo explicara, me di cuenta de que tampoco recuerdo haber entendido el final de El cuadrno dorado y aún así lo amo.
Después de cerrarlo, miré nuevamente la portada, apoyé la mano en la cama y terminé por devolverlo al librero sobre una pila de volúmenes que aún falta ordenar. Como siento nostalgia de que el libro ‘sólo me duró’ 200 páginas y de que ni siquiera me enteré del nombre de la protagonista, busco un nuevo ejemplar y vuelvo a la cama. En la parte trasera del libro, Amèlie Nothomb promete contarme cómo fue que, a los 7 años, se enamoró de una niña que le enseñó los primeros ‘altibajos’ del amor.

viernes, 15 de mayo de 2009

Viernes de casa

Creo que mis padres crearon un monstruo. Si no fuera así, estaría feliz y paseando en algún lugar como toda la gente que sale los viernes. En vez de eso, estoy extasiada por tener una tarde libre para quedarme tirada en la cama viendo una mala película con Mel Gibson o mirando los borreguitos que tengo pegados en el techo. Lo peor es que, al mismo tiempo, casi me siento culpable por estar aquí metida.
“Vamos a ir a echar el Cluny. ¿Vienes?”, me dice la amiga de los rizos rubios. Sí quiero –porque la extraño– pero también tengo sueño, flojera y la semi-obligación de estar en la casa porque mi señor padre lo espera porque hoy es día del maestro. Entonces, busco entre esas tres excusas y elijo la más lógica: “Tengo que estar en la casa porque de algún modo habrá que celebrar a mi papá”. “Ay no, ¿de veras?”. Casi le digo que no y que a qué hora nos vemos.
Entrando a la casa, grito un saludo y nadie contesta. Me siento aliviada. Puedo caminar descalza, dejar mi bolsa en el sillón y tirar la ropa en el piso. Sin la preocupación de que nadie me escuche o me interrumpa, le marco a mi mejor amiga para que me cuente cómo sigue del último trauma que la tecnología le provocó y, cuando escucho el buzón, cuelgo el teléfono y aliviada me voy a la cama.
El sonido de los autos de la esquina es un exceso. Todo el mundo está afuera: comiendo, tomando una chela, de shopping, camino al cine o esperando para ver a sus amigos y parejas. No suena mal. Casi me animaba a las crepas y a reírme un buen rato. Lo malo es que siento que tengo como 100 años, que no he dormido en meses, que no hay nada peor que estar atorada entre millones de coches que tocan el claxon y por eso prefiero estar sola en la casa aunque sea viernes social y me la pase dudando si soy un pequeño monstruo solitario.

jueves, 7 de mayo de 2009

Blogs, blogs, blogs

Todo el mundo tiene blog: mi jefe, mi compañera de trabajo, mis maestros, los compañeros de la escuela que jamás creí que si quiera podrían articular una oración, mi mejor amiga y alguno que otro ente que no soporto pero que se cree poeta.
Después de años de pensar que escribir era terapéutico (y de un blog previo que fue un rotundo fracaso), finalmente me animé y abrí el propio. No tenía idea de qué escribir. No quería únicamente volcar mi cabeza y olvidarme de la ortografía o redacción que paranoicamente ‘corrijo’ por donde quiera que paso, pero tampoco quería puros versos mamones como si creyera que voy a convertirme en la próxima laureada. Así que decidí, simplemente, ser.
Me explico. Hay días cursis en que siento que se me fue el hombre de mi vida y otros en que me dan ganas de criticar nuestra psicosis colectiva y burlarme hasta de mi misma. Hay otros en que se me antoja escribir lo enojada que me pongo de que la gente no lea ni las sinopsis de las películas afuera de un cine y unos más en que sólo quiero gritar que estoy emocionada por salir de shopping. Así es todo el tiempo, una constante oscilación entre ‘lo que la gente dice que vale la pena’ y lo que no.
A lo que iba con todo esto, es que tener blog ha hecho que me comprometa conmigo misma. Ok, la frase sonó a libro de superación personal pero no se me ocurre otra manera de explicarlo. Los compromisos siempre son los mismos: la familia, los amigos, la escuela, el trabajo y la pareja. Y sí, amo todo lo anterior y he tenido la fortuna de elegir a la gran mayoría (4 de 5). Sin embargo, a veces parece que todo eso ya forma parte de una obligatoriedad común: ‘amas a tu familia por sobre todas las cosas’, ‘tus amigos siempre te acompañan’, ‘el trabajo es importante para poder comer’, ‘necesitas la escuela para prepararte para el trabajo’. En cambio, el blog partía simplemente de un gusto: convertir mi pseudoterapia en una actividad regular para desahogarme, aclarar mis ideas e intentar escribir mejor.
La gran mayoría de los días, desde que me inscribí en esta onda, intento tener los ojos abiertos para pensar sobre qué podría escribir. A veces no pasa nada –drama que contemplo con tristeza– y otras ocasiones me gustaría escribirlo todo pero temo que se vuelva aburrido. En eso estaba pensando hace como media hora ¬–en la clase de 7 en la que se supone que debería de estar poniendo atención para tener buena participación– y me di cuenta de que mi objetivo inicial era una cursilería: los blogs también se han vuelto un compromiso.
La cosa es muy obvia, también es una moda o un nuevo imperativo: para ser ‘cool’, para ‘expresarte’ o para que practiques en caso de que lo tuyo sea escribir. Si no fuera así, no habría empezado este debraye diciendo que TODO el mundo tiene blog; no estaría preocupada todos los días por saber sobre qué haré que mi cabecita desvaríe y no me importaría estar escribiendo estas estupideces porque estoy preocupada porque llevo días sin postear algo nuevo.

domingo, 3 de mayo de 2009

Alta traición

Nadie creería lo que puede esconderse en los rincones de un closet.
Además del polvo y las pelusas, están los ‘recordadores’ oficiales de que somos seres capaces de deshacernos de los pequeños detalles que alguna vez nos hicieron felices. En mi caso, esas pequeñeces se llaman juguetes.
Todas las mañanas, cuando me levantaba pero aún no estaba lista para brincar y salir de la cama, contemplaba la caja de un tiburón que podía comerse a pescados multicolores con ayuda de dos pilas doble ‘A’. Del otro lado, arriba de las chamarras, abrigos y camisas ¬–también multicolores– un portafolios que alguna vez me heredó mi papá y un Nintendo envuelto en una bolsa de plástico blanca. Detrás de todo lo mencionado anteriormente, no había nada.
Por eso mi sorpresa cuando bajé la caja del escualo y removí el juego de video de su sitio original.
Mi madre llevaba semanas molestando con que arreglara el closet e hiciera lugar para la imbécil cantidad de ropa que me ha dado por comprar últimamente. Como es obvio, no me daba la gana hacerlo. Sin embargo, cuando no hay ganas de hacer tarea y se busca un distractor para no pensar en el ex novio, las opciones se reducen.
Lo primero en bajar fue la alcancía rosa con las cartas que Santa Claus me dejó a lo largo de varias esperanzadoras navidades. Después de la Polly Pocket, y la pulsera con diseños intercambiables, llegó la caja de los accesorios de muñecas. No cabe duda, cuando eres niña, valoras a TODOS tus juguetes.
Me acordaba de cada zapatito, de cada traje de baño y de cada moneda de mi caja registradora. Es más, en un intento inconsciente por conservar –en un par de zapatos de Barbie– las sonrisas de mi infancia, incluso intenté buscar los pares de las botas que mis antiguas muñecas usaban cuando ‘querían’ verse guapísimas. Evidentemente, nunca lo encontré y terminé por luchar contra mi misma y tirar el accesorio a la bolsa de basura.
Los cubos me arrancaron otra sonrisa. Construir un robot y una pirámide parecen, a los 7 u 8 años, hazañas incomparables. Ahora, simplemente, pensaba en la cursilería de buscar una bolsa presentable para guardarlos y, algún día, enseñárselos a mis hijas. Lo mismo con las cajas de memoria (¡frente a ustedes, la mejor jugadora de memoria del mundo!), rompecabezas y otros juegos de destreza.
Sin embargo, mientras los juguetes continuaban descendiendo de los rincones del olvidado lugar, me di cuenta de que el espanto de mi tarea no recaía en remover las bolsas que mi madre se encargó de amarrar y sellar compulsivamente, sino en deshacerme de los compañeros rotos, defectuosos o imposibles de conservar. Me sentía como una criminal, una mala madre y, en pocas palabras, una total y verdadera adulta.
Mientras me despedía de un par de osos que mi hermana –¿o fue Laika acaso?– mordió hasta destrozarles las orejas, me sentía como si estuviera enviando, a mi propia sangre, a un horno crematorio. De estar resguardados, sanos y salvos, sobre una tabla de madera ¬–y en compañía de otros juguetes, claro–, iban a pasar a un basurero y, muy probablemente, a la desintegración absoluta. Sin embargo, con tal de seguir en la negación y fortalecerme a mi misma, me resultaba más fácil imaginar que, aún después de que el señor de la basura se los llevara, podría hacer feliz a otro niño que algún día llegaría a encontrarlos. Y así, con las orejitas mordidas y todo, quererlos tanto como yo los quise.

Los juguetes son felices cuando te tienen cerca. Sí, estoy segura. Sin ti, sus vidas pierden significado. Cuando te vas a la escuela, los dejas resguardados en tu cuarto y sabes que te recibirán tan pronto regreses. Los cuidas y los llevas contigo a todas partes. Así, un trozo de plástico de tres centímetros de largo, se convierte en una bolsita para una muñeca y un pedazo de tela esponjosa en el compañero perfecto para dormir y abrazar cuando una cruel madre te regaña por no haber hecho la tarea.
Cuando eres niño, tus juguetes son tus amigos y eso es lo único que importa. Cuando eres ‘grande’, tienes que meterlos a bolsas de plástico y convencer a tu mamá –sí, la que te regañaba– de que ya nada de eso sirve y que hay que sacarlo al jardín. Es, en ese desagradable momento en que se supone que eres más inteligente y maduro, que traicionas a tus inseparables compañeros para que, en su lugar, una blusa, una chamarra o una sudadera de ‘moda’ ocupe su lugar en el rincón de un closet que guarda tus tesoros.

martes, 28 de abril de 2009

Quiero ser...

Quiero ser Hannibal Lecter.
¿Qué quiere decir eso? Me imagino que algo espantoso. Si no fuera así, se lo confesaría a todo el mundo. Pero no. El reto siempre es escribir novelas como Paul Auster, cambiar el mundo de las matemáticas –como dice Sandra que hizo John Nash–, componer soundtracks que lleguen hasta lo más profundo del alma –como Ennio Morricone– o, ya de plano y aterrizando en el planeta tierra, ser editora de la revista que me de la gana. Sí, definitivamente, querer convertirme en el caníbal automáticamente me convierte en una psycho.
Quiero saber lo que sabe Hannibal Lecter.
Porque le admiro –y le creo– todito a pesar de que es un personaje imaginario de Thomas Harris y quizás lo que suceda en realidad es que estoy enamorada de Anthony Hopkins. Pero la cosa es simple: un hombre que mata a un flautista porque hacía que la orquesta entera arruinara una pieza clásica, merece mi respeto. Ni hablar de que se sabe de memoria a Dante o de que escoge a la ciudad de la cuna del Renacimiento para vivir en libertad.
Quiero obsesionarme como Hannibal Lecter.
(Conforme lo escribo, me asusto más de mi misma)
Porque Clarice siempre está ahí. En él... cuando toca el piano, cuando escribe o cuando mata. La sigue, misteriosamente, en cada paso que da. Pero nunca la tiene realmente. La desea; es un hecho. Pero ¿por qué? ¿Porque es hermosa? ¿Por inteligente? ¿Porque lo trata bien? ¿Porque lo intriga? Yo he deseado así; pero tampoco se por qué. Sí, me gusta el deseo: me intriga, me desgarra, me hace cerrar los ojos y pensar en lo placentero de siempre mantener un ideal.
También me han deseado así. La diferencia es que he pensado que el pobre hombre que lo hizo estaba perdido y no veía con claridad. Lo chistoso del asunto es que me decía Clarice. Lo que está como para echarse a correr –y llamar a los hombres que se visten de blanco y te encierran en camisas de fuerza– era que él se creía Hannibal. Jesus Christ... ya ni me acordaba...
Quiero meterme en la mente de Hannibal Lecter.
Sí, como seguramente hizo DON Anthony cuando leyó el guión y se aprendió sus diálogos, como debió de haber imaginado Zimmer cuando compuso la música y como Scott cuando le daba una nueva indicación a Hopkins. Ok, maybe lo que quiero es una película; la fantasía de una historia extremista (sí, por mi ya conocido rollo de que creo que en los extremos es cuando los hombres realmente reflejamos lo que somos). Digo, nada es imposible en la realidad del día a día... Podría ser quien yo quisiera. La diferencia es que, si me obsesiono con una vieja guapísima, la sigo a todos lados y luego me la como, vienen los hombres de blanco y me encierran para siempre. En cambio, si soy Hannibal Lecter, me hacen una película, vivo en Florencia, tomo vino tinto por las tardes, ofrecen 3,000,000 de dólares por mi cabeza y tengo a una fan loca que escribe en su blog un post para confesar que quiere parecerse a mi.

domingo, 26 de abril de 2009

Mentiras para sobrevivir

Sólo cerraré los ojos.
Tu mirada no se me escurrirá entre las manos; tu sonrisa no despedazará el recuerdo. La caricia no será la última; tu silencio no se tornará en olvido. Jugaré a que me extrañas; a construirme –con mentiras– un castillo donde aún existes.

Porque la memoria no me es suficiente...
El destello verde, sobre la opaca pantalla del celular, me arranca la primera sonrisa de la mañana. En cinco letras veo dibujado el nombre que me da vida... desde hace cuatro años. Un “sí”, un “no”, algunas absurdas alusiones al cariñoso nombre con el que nos referimos al otro y unos cuántos “te amo” son más que suficientes para levantarme de la cama, arreglar el cuarto y apelar a la belleza bajo las gotas de la regadera y el olor a naranja de un frasco de crema.
El sonido del timbre desprende una segunda curvatura de mis labios y corro hacia la puerta para dar vuelta a la llave. Son cuatro giros a la izquierda; como ayer, como siempre. En ese primer abrazo, mis manos acarician la camisa color pastel que escogimos juntos hace cinco meses.
Algunos juegos en la cocina; porque no alcanzan las nueces o porque el refrigerador reciente la carencia de crema. Al final del desayuno, el edredón de flores blancas y azules nos mira reír. De la mano de tus palabras tontas, mis gestos de ‘pato enojado’ y dándome la vuelta para darte la espalda, están unos brazos que me reconfortan, se transforman en cien besos y confluyen en la amorosa mirada que, durante un segundo enmascarado de milenio, sostenemos.
La visita al súper, a la esquina del letrero azul –en donde se rentan películas– y al cajero automático –porque otra vez se te olvidó sacar dinero– no importan. Sólo estamos tu y yo en el coche; jugando o simplemente mirando a la calle mientras me tomas la mano y escuchamos música.

Cuando se acerca la hora en que te vas, no detengo la película. Nunca me levanto de la cama y nunca regreso a preguntarte si me amas. Simplemente, seguimos mirando; yo mantengo la cabeza recargada sobre tu brazo derecho y tu me robas el cojín del hombre quería robarse la navidad. Como nunca te cuestiono sobre las cosas que te gustan de mi, la pregunta nunca te desconcierta. No llega el momento en que te quedas sin palabras y mi risa no se destroza por el desconcierto y los interrogatorios.
Dado que nunca te pido que te vayas, jamás tomas tus llaves y bajas enojado hasta la puerta. Mis lágrimas no tienen por qué detenerte y nunca llegamos a sentarnos en el piso de madera recién barnizado. Nunca te recuestas –cansado– pensando qué hacer con los mismos argumentos de siempre y no intentas abrazarme cuando el llanto me hace temblar mientras me cubro los ojos. Nunca me sonríes cuando me recargo en tu hombro y nunca me inventas que todo es tu culpa.
No te acompaño hasta la puerta imaginando que sólo estás un poco enojado y que pronto vas a arrepentirte. Nunca me das ese último beso. No te atreves a irte, no me quedo parada llorando y me devuelves una última mirada.
Como no sucede nada de eso, yo no escribo estas palabras... Porque hoy es domingo y los domingos sólo tengo tiempo para ti.

Seguiré jugando... a que este dolor es ficticio y a que no estamos en este maravilloso castillo de mentiras, sino en el mundo real. Jugaré a que aún es fin de semana y aún estamos mirando la televisión abrazados sobre el edredón de flores blancas y azules. No tengo que desear alcanzar tu mirada en un lugar que ni siquiera encuentro. Simplemente, estoy dormida sobre tu brazo derecho y, tras de mi, mantienes los párpados cerrados, esperando a que despierte, para plantarme un dulce beso en los labios.

Desasosiego

Porque siempre hay momentos donde la serenidad se esconde...
Existen fantasmas que subyacen a la risa de contemplar el absurdo que nos rodea o al dolor de lo que burdamente llamamos ‘dejar ir’.
En esos momentos –donde la quietud y la tranquilidad se pierden– que muchos de nosotros comenzamos a escribir.
Aquí las voces y silencios de todos aquellos delirios y fantasías que, por un sinfín de razones, elabora mi mirada en cada ocasión en que el desasosiego me envuelve.