miércoles, 22 de febrero de 2012

XXI.

No sé si habrá sido esa catarata grisácea escapando bajo su bigote, o las huellas aromáticas del empaque de tabaco que llevaba en la mano, lo que me cautivaba cuando lo veía fumando bajo las ojeras del cielo antes de abrir la puerta y venirme a abrazar. Me gustaba el modo en que sostenía la pipa –que parecía una guarida de masas ígneas– cuando nos sorprendía con chocolates y nos invitaba a viajar. Adoraba esperarlo frente la ventana, con la pijama puesta, y mirarlo estacionar el coche para luego hacerle prometer que ‘algún día’ me enseñaría a manejar. Eran imágenes del mundo que cualquiera convertiría en postales. Lo malo es que a uno nadie le dice que son propensas al escape y entonces no da tiempo de apresarlas, con espíritu de retratista, para que el tiempo no se las pueda llevar. Quisiera volver a verle con esa humareda huyendo de sus labios, perseguirla hasta el fondo de su copa de cristal cortado y que me rescate, como antes, llevando esa bata de color azul rey que tanto le gustaba usar.