martes, 28 de enero de 2014

Espejo

Nota: escribí esta autobiografía de 800 palabras para postularme para una beca de periodismo cultural. No gané la beca, pero mis papás lloraron cuando la leyeron.

            Todas las noches, cuando era pequeña, esperaba a que mi padre llegara a casa del trabajo para que me leyera una historia antes de dormir. Eran principios de los noventa y la segunda gran devaluación acababa de pinchar la burbuja que evaporó las cuentas de banco del ciudadano promedio. México sufría. Yo tenía unos siete u ocho años. Mi padre no tenía canas ni mal genio, pero ya estaba un tanto calvo. 
Todas las noches, en camisón de franela y de puntillas frente a la ventana, lo observaba estacionarse. Quería ser doctora y aprender a conducir apoyando un solo dedo en el volante, como él. Cuando mi padre bajaba del coche, una cascada de humo grisáceo escapaba bajo el techo negro de su bigote. Llevaba una pipa en la mano derecha y usaba el antebrazo izquierdo como perchero para colgar su bata blanca. 
Mi padre me enseñó a quedarme despierta a deshoras para leer. Para quien le entrega su vida a la escritura, siempre hay una primera lectura que le mueve el mundo; una imagen que se materializa tan nítida como la escena de una película. Leer es un acto solitario, pero las primeras historias que del papel cobraron vida en mi cabeza surgieron de la voz de mi papá. A los pies de mi cama, él leía y yo observaba. Mientras sus manos daban vuelta a las páginas de El ruiseñor y la rosa, yo miraba a un ave apretándose contra una espina que le penetraba la carne para teñir una rosa con sangre y escuchaba el canto agónico de un pájaro que creía en el amor. 

*

Leemos para encontrarnos en los personajes de las historias que otros escribieron. 
Pasé el resto de mi infancia buscando ruiseñores en los libros porque entre mis amigos de la escuela y las bromas de El Chavo del 8 no había nada parecido. A dos años del cambio de milenio, me golpeó un rayo en medio de una sala repleta de gente con palomitas y refresco. Había leído Los tres mosqueteros y Veinte años después, pero supe de la tercera parte de la historia gracias a una película protagonizada por el héroe de Titanic.  
Devoré El vizconde de Bragelonne en un mes. 
El cine también es literatura. Al principio me obsesionó lo más básico: Dumas y Conan Doyle. Corría del Blockbuster a mi reproductor de DVD y de éste al librero de mi padre, que ya no me leía historias por las noches, pero sí me compraba libros una vez al mes. 
No estudié medicina como él, pero con paciencia de anatomista pasé los veranos adolescentes desmenuzando amalgamas que, en dos horas de imagen y sonido, me provocaban las mismas risas y angustias que, en los libros, descubría palabra por palabra. 

*
Me matriculé en Comunicación para estudiar cine. Empecé a escribir sobre cine para seguir pasando las noches de puntillas –como la niña en camisón de franela frente a la ventana– y hurgar en las historias detrás del monstruo que se compacta en una lata de película. El cine es la Hidra de Lerna: un tronco con ramificaciones –historias– sin fin. Escribir sobre cine es pescar una de las cabezas –director, talento, guión ó género– y enfrentar lo que se oculta detrás. 
Escribimos para que otros se encuentren en los personajes de nuestras historias. 
Las tablas que dictan los mandamientos del periodista y el cineasta son las mismas: hay que contar una historia que sea mejor que las que cuentan los demás, hay que tomar prestado el lenguaje que todo el mundo conoce para hacerse de una voz propia, hay que pasar las mañanas escribiendo –en papel o en celuloide– sólo para que cuando llegue la noche borremos la basura que escribimos por la mañana. Hay que reescribir. 
Mis amigos dicen que tengo el mejor trabajo del mundo porque me he sentado en un sillón a platicar con Quentin Tarantino o he visto a Matt Damon sonreír. Yo pienso que es porque formo parte de una publicación que todos los meses me enseña nuevas maneras de enfrentar a un monstruo de mil cabezas para escribir historias sobre él. 

*   

Ya no vivo con mis padres, pero a veces los visito por las noches. Cargo conmigo el perfil o ensayo que estoy por publicar para leérselos en voz alta y preguntarles qué piensan. Nunca he sido capaz de entregar un texto importante a mi editor sin pasarlo primero por el filtro del oído de mis padres y, últimamente, de mi esposo.
     Cuando llego a la casa de mi infancia, estaciono el coche y, mientras giro la llave enterrada en la chapa de la puerta, veo encendida la luz de su cuarto. Hoy escribo para que cuando los encuentre esperándome antes de dormir, pueda leerles historias que los hagan sentir orgullosos de mí. 

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