lunes, 24 de diciembre de 2012

We're getting married!


FADE IN:

INT. CENTRO COMERCIAL – MAÑANA

Es una mañana de domingo. El reloj marca las 11:30 horas, tiempo local de la Ciudad de México. Una mujer joven, llamada TERE, sale del elevador de del brazo de un hombre mayor: BUBO. Caminan sin prisa. Detrás de ellos, un tercer hombre, llamado ALEJANDRO, avanza nervioso. Ella no puede verlo porque cuida de Bubo.

En la entrada del cine, KATIA, hermana de Alejandro, los está esperando. Lo cuatro se saludan efusivamente a pesar de que las idas al cine son cosa de cada semana. Juntos caminan hacia la entrada de una de las salas y, tras el saludo de un EMPLEADO que les da la bienvenida, se pierden en la oscuridad.

INT. SALA DE CINE VIP – MAÑANA

Bubo sube las escaleras con dificultad, apoyado en el hombro de Tere. La oscuridad es prácticamente total. A lo lejos, en las filas superiores del cine, Tere sólo puede ver la silueta de CARLOS EDUARDO, hijo de Katia y sobrino de Alejandro, y de su novia: GABY. Por la distancia entre ellos, basta con mover la mano para saludarse.

Bubo, Katia, Alejandro y Tere toman asiento en las butacas intermedias de la fila D.

TERE
(a Alejandro)
¿Puedo pedir una crepa y un café? Tengo hambre.

ALEJANDRO
(nervioso)
Claro.

Alejandro aprieta un botón a su lado derecho. Sin embargo, el mesero no aparece. En la pantalla del cine, inicia el tráiler de Iron Man 3. Luego inicia el de Les Miserables.

TERE
Ese tráiler siempre me hace llorar.

ALEJANDRO
Es que es lindísimo.

Se toman de la mano y observan algunas de las escenas de la adaptación del musical que vieron juntos en Londres un año atrás.

Inicia el siguiente tráiler. En la pantalla aparecen Humphrey Bogart, interpretando a RICK, e Ingrid Bergman, interpretando a ILSA, en una escena de Casablanca [1942, de Michael Curtiz].

RICK
We’ll always have Paris. We didn't have, we, we lost it until you came to Casablanca. We got it back last night.

ILSA
When I said I would never leave you.

RICK
And you never will. But I've got a job to do, too. Where I'm going, you can't follow. What I've got to do, you can't be any part of. Ilsa, I'm no good at being noble, but it doesn't take much to see that the problems of three little people don't amount to a hill of beans in this crazy world. Someday you'll understand that.

(Ilsa baja la cabeza y empieza a llorar)

RICK
Now, now…

Rick toma suavemente la cara de Isla y la levanta hasta que sus ojos se encuentran.

RICK
Here's looking at you kid.

Tere continúa sosteniendo a Alejandro de la mano. Está nerviosa.

Se disuelve la imagen de Bogart  y Bergman y, en la pantalla aparece una leyenda: “A VECES EL AMOR SE NOS ESCAPA”  e inicia la MÚSICA DE WAR HORSE, de John Williams.

Tere aprieta la mano de Alejandro y empieza a llorar. Luego empieza a transmitirse una sucesión de imágenes de películas como Titanic, Legend of 1900, The Phantom of the Opera, Shakespeare in Love y Somewhere in time.

Inicia la MÚSICA DE LEGEND OF 1900, de Ennio Morricone y aparece una leyenda que dice “Y A VECES SIMPLEMENTE APARECE”, seguido de un video de Tere saltando frente a la cámara. Luce inmensamente feliz. A esa imagen en movimiento le siguen fotografías. La mayoría fueron tomadas durante los viajes que realizaron juntos.

Tere y Alejandro se dejan ver abrazados en Saint-Sulpice, París; en The Globe, Londres; en Petra, Jordania; en el Bósforo, Turquía. La pareja sonríe desde una multiplicidad de encuadres capturados en cumpleaños familiares, fiestas infantiles y en videos desde el techo de San Marcos, en Venecia, y el concierto de John Williams, en Boston. Tere, desde su butaca, llora y en pantalla observa unas letras blancas que dicen: “CÁSATE CONMIGO”. 

La sala de cine se ilumina. Alejandro suelta la mano de su novia, de su chamarra extrae una cajita azul y, cuando la abre, saca un anillo de compromiso [el más hermoso que Tere ha visto en su vida].

ALEJANDRO
(hincado frente a Tere)
¿Te quieres casar conmigo y hacerme el hombre más feliz del mundo?

TERE
(llorando)
¡Claro que quiero!


Tere y Alejandro se besan. Mientras lo abraza, ella observa que, en las filas de adelante, su familia y amigos sostienen letreros que dicen: “¡DÍ QUE SÍ, TERE!”, y entiende que todos fueron convocados para compartir ese momento inolvidable. Todos lloran y aplauden. Y, mientras ella corre para abrazar a sus papás y amigos, piensa: “Los cuentos de hadas sí exiten”.

FADE OUT:

THE END

martes, 16 de octubre de 2012

Mr. Anderson Presents


[Escribí este texto después de una entrevista que realicé para la revista Esquire Latinoamérica. No se publicará en el medio en el que trabajo (porque ahí aparecerá en un formato tradicional de pregunta-respuesta) pero dejo este registro como agradecimiento a una figura que admiro y me inspira]

Encontrar la mirada de Jon Lee Anderson es reconocer al testigo que ha presenciado algunos de los acontecimientos que han definido la historia contemporánea. En su palabra está el rastro de sociedades laceradas por conflictos armados, terrorismo y dictaduras y, a través de las crónicas que han nacido de su interminable andar por el mundo, se han manifestado las voces que el periodismo y la narrativa convencional se han permitido ignorar. El que actualmente trabaja como corresponsal de la revista The New Yorker nació en California, Estados Unidos, pero ha pasado gran parte de su vida cubriendo guerras y develando la personalidad de líderes que han definido las vidas de los millones de individuos sobre los cuales han ejercido su poder. Hoy el cronista me recibe para platicar sobre África. Tiene un expreso a medio terminar sobre la mesa y su perfecto español me comprueba que incluso los años de la infancia que pasó en Colombia han influenciado su manera de hablar.
Llevo una vida agitada entre varios continentes pero África es un lugar al que siempre voy con gusto. Las diez crónicas que reuní en el libro constituyen el material que he escrito para The New Yorker. He tenido otras experiencias en otros lugares, claro, pero aún no las llevo al papel”, confiesa uno de los pocos occidentales capaces de cambiar de piel para aproximarse a culturas radicalmente distintas a la suya. Anderson se dejó conmover por África desde la primera vez que pisó Liberia, durante el año que ahí pasó siendo adolescente, y después la inagotable fascinación que le despierta la otredad lo llevó a explorar y documentar territorios como Zimbabue y Santo Tomé. “Para aproximarse a sociedades tan distintas hay que dejar atrás el bagaje cultural propio. Las personas no deben verte como alguien prepotente, racista o arrogante. Hay que saber cómo son los individuos e intentar convivir con ellos para que se abran ante ti. En África no es difícil porque la gente es muy generosa y hospitalaria, siempre me ha hecho sentir bien recibido”.
Hasta el momento, el hijo de un diplomático y una escritora cuyos viajes constantes lo llevaron a memorizar la organización del mapamundi, ha publicado ocho libros que compilan sus experiencias de viaje, entrevistas y perspectivas sobre los contextos que captura a través de sus crónicas y perfiles. ¿Perspectivas? Eso mismo. El autor de Che Guevara: una vida revolucionaria, está consciente de que sus lectores conocen el mundo a través de sus ojos y de que tiene las herramientas para orientar sus puntos de vista. “Uno dice, casi como una máxima periodística, que siempre se busca la objetividad. Yo he dejado de decirlo porque creo que ninguno de nosotros es realmente objetivo. Hay noticias y crónicas en las que no es bueno ser imparcial. Yo quiero que mis lectores tomen sus propias decisiones en torno a mis personajes pero, claro, sé que en mis descripciones también está mi juicio. Intento ser imparcial pero, cuando no puedo serlo, expreso que estoy frente a un abuso o una injusticia y quiero que alguien lo vea”. Quizá por eso hay quienes sentimos que sus crónicas son una invitación a experimentar el periodismo narrativo con todos los sentidos: en sus textos puede distinguirse el desagradable olor de un río en Santiago de Chile, pueden escucharse los gritos de una multitud enardecida en las calles de Bagdad.

Jon ha terminado su café. A pesar de que el día está soleado, lleva puesto un suéter gris sobre una camisa de rayas azules y no parece sentir calor. Se le ve tranquilo y escucha con atención todas las preguntas con las que lo asalto. Le echa una mirada distraída a su iPhone y aprovecho el momento para preguntarle cuáles deben ser las habilidades de un cronista al que no le queda más que intentar sobrevivir a la competencia que la inmediatez le impone mediante redes sociales, notas televisivas brevísimas y una cobertura noticiosa que no duerme y se manifiesta a través de Internet. “Nosotros tenemos algo que no ofrece nadie más: la posibilidad de adentrarnos en un mundo distinto, en una historia. A todos nos gustan las historias, desde que somos niños y queremos que nuestros padres nos cuenten una. Quienes estamos muy asediados por la instantaneidad, entendemos que estamos perdiendo algo y que necesitamos reflexionar dentro de un relato. Hay hechos que ya ni miramos porque son como ruido blanco. El reto del cronista es buscar qué hay detrás de esos hechos”. El aficionado al box piensa que la realidad no sólo debe reportarse y retratarse, sino también aprehenderse. Asegura que en América Latina hay un gusto por la crónica y que nutrir el periodismo con boletines de prensa es una costumbre tan vieja y en desuso como la comunicación a través del telégrafo. Concluye su idea diciendo que, aunque no todo el público esté dispuesto a leer crónicas de gran extensión, éstas sí pueden alimentar a la sociedad y solventar el porvenir de una buena parte de los periodistas de hoy.
Mi entrevistado no sólo vino a México a presentar su nuevo libro, sino también a formar parte de los talleres de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez para dirigirse a jóvenes que apenas incursionan en el ámbito periodístico. Y es que Anderson, que trabaja para un medio de comunicación norteamericano, ha logrado mantener una actitud crítica ante el establecimiento de la agenda pública del mundo actual. “El poder es quien, casi siempre, establece lo que es noticia y lo que no. En los años que llevo como periodista –incluso en los mejores medios– sé que cubrimos un acontecimiento, secuela o guerra porque se impuso una agenda al respeto. Tiene que ver con una política de filtrar las noticias. Y eso es parte de una herencia. Ellos saben cómo adiestrar y guiar, cómo establecer una noción de noticia de vanguardia y calidad”. A pesar de esto, el autor de La caída de Bagdad, también considera que hay un periodismo independiente emergente que obedece a la democratización de los medios. “Es un poco indiscriminado pero, de cualquier modo, las historias que han salido de medios como blogs o YouTube han revelado hechos contundentes que el poder ha querido ocultar. Tenemos, por ejemplo, el caso de Wikileaks. Estamos ante tiempos distintos. Ahora se vive una lucha entre el poder establecido y los medios nuevos”.
La plática continúa y me atrevo a expresarle que hoy pareciera que el terrorismo es uno de los temas que, justamente, funciona como guía de la agenda noticiosa. Anderson afirma con la cabeza y me dice que él tiene muy claro lo que significa la palabra ‘terrorismo’. “Si se utiliza la violencia para crear terror destinándola a víctimas inocentes, eres terrorista. Sin embargo, si, por ejemplo, unos patrulleros mueren a manos de un grupo guerrillero, a pesar de la pena hacia la familia de los policías, éstos son un blanco militar más o menos legítimo”. En el año 2000, Jon conoció al Subcomandante Marcos. Trae a la mente la experiencia para asegurarme que él, con sus virtudes y defectos, era un guerrillero, no un terrorista. “Sí utilizó la violencia, pero la controló mucho. Hubo gente que murió pero quién no diría que, en aquella época, al gobierno de México le faltaba legitimidad. Es difícil porque, claro, es la aseveración de un grupo contra otro. Es como decir: no eres legítimo porque históricamente has sido mi represor y ahora estoy en mi derecho de utilizar la violencia para cambiar esta situación. Podemos estar de acuerdo o no, pero colocar bombas en lugares públicos, donde cualquiera puede morir, es un acto terrorista y siempre lo ha sido”. Por eso, resume el periodista, ahora que el terrorismo es la nueva forma de pelear y palabras como ‘guerrillero’ y ‘mercenario’ prácticamente han desaparecido del argot, hay que prestar atención a las nuevas realidades que se presentan ante nosotros.

En La herencia colonial y otras maldiciones, hay una carta que Anderson escribió desde Libia. Rey de reyes narra los últimos días de Muammar Gaddafi pero inicia con una reflexión acerca de la caída de un dictador: “¿Cómo termina todo? El dictador muere, consumido y demente, en su cama; huye de los rebeldes en un avión privado; es atrapado, escondido en un puesto avanzado de montaña, en una tubería de alcantarillado, en un agujero de araña”. La narración continúa y habla del juicio, de la paranoia, de las inquietudes de una sociedad que, ante la inminencia de su tan esperada liberación, también siente miedo y se pregunta cuál será el rumbo que tomará su futuro. ¿La historia siempre se repite? ¿El dictador africano y sus mecanismos de terror son similares a los del dictador latinoamericano y el europeo? “La esencia es la misma. Tomemos como ejemplo a la Rusia posterior a la Guerra Fría. ¿Vladimir Putin es demócrata? Nadie en el mundo lo cree pero hay alternancia en las urnas. Aparentemente ahora los rusos votan y poseen el instrumento que antes sólo existía en Occidente: la democracia. Sin embargo, hemos aprendido que la alternancia en las urnas no es una respuesta final porque hay un puñado de hombres que puede arrebatar los recursos de un país entero, hacerlos suyos y, tras convertirse en oligarca y millonario, jactarse de ser demócrata”. Hoy siguen existiendo dictadores. No obstante –y ahí han estado Hugo Chávez, en Venezuela, y Álvaro Uribe, en Colombia, para probarlo– desfilan como presidentes elegidos democráticamente. “Los nuevos dictadores son escogidos. Hoy el mundo es más complejo pero hay que reconocerles cuando aparecen. El dictador de nuestros días se camufla. Es como el racista en Estados Unidos, que sigue estando ahí pero esconde su desdén inventando el Tea Party”.
Jon se quita los lentes y los coloca sobre la mesa cuando le pido que me comparta sus propias definiciones de justicia y violencia. “Cuando se trata de menguar los excesos, la justicia lo es todo. Estoy convencido de que se requieren tres elementos para mantener una sociedad sana: un poder judicial transparente y honesto, una policía que, en vez de representar una amenaza, sea verdadera guardiana y protectora y una prensa independiente y honesta. Si se carece de alguno de estos componentes, la enfermedad empieza a aparecer en sociedad”. Continúa hablando sin titubeos y, de los temas que hemos tocado hasta el momento, éste es el que comenta con mayor severidad. “Lamentablemente, hay demasiados procesos políticos violentos. A pesar de esto, hay algunos que eventualmente logran legitimarse y es curioso presenciar el proceso. En algunas ocasiones, el terror y el paso del tiempo transforman los eventos que iniciaron como baños de sangre y arrebatos de poder en continuidad”. Me pide que reflexione sobre los gobiernos y estados que han comenzado así. Me vienen a la mente los regímenes de Augusto Pinochet, Hugo Chávez y Muammar Gaddafi, tres hombres que Anderson ha documentado en sus libros y que comparten lo siguiente: tras iniciar como revolucionarios y despojar a viejos tiranos del poder mediante un enfrentamiento armado, instauraron regímenes totalitarios, violentos y empeñados en presumir una falsa aprobación popular. “Gran parte del mundo es así. Las poblaciones están a expensas de las manías de quienes las gobiernan o manipulan sus destinos. Por eso me interesa tanto hacer perfiles de gente de poder, porque realmente creo que una sola persona puede afectar la vida de millones”.

Durante los 15 años que ha trabajado para The New Yorker, el observador que piensa que todo perfil debe capturar la tridimensionalidad de un individuo, ha retratado a sus personajes con el detalle que el pintor de finales del siglo XIX temía perder ante el inminente boom de la fotografía. Cuando se enfoca en un solo personaje, Anderson no necesita una cámara para darlo a conocer a sus lectores: sus escritos periodísticos expresan tanto la relevancia del poder del perfilado, como sus rasgos físicos. Sus textos inician con una exploración de algunas características externas del sujeto y terminan clarificando cómo es que la figura de interés llegó a convertirse en lo que es. En el perfil que escribió de García Márquez, por ejemplo, el público comienza la lectura averiguando la marca del automóvil que el escritor colombiano utiliza para recorrer Bogotá y termina enterándose de que Mercedes, la esposa del Nobel, empeñó la estufa eléctrica y su secadora de pelo para que ‘Gabo’ pudiera reunir el dinero para enviar, en dos paquetes, el manuscrito de Cien años de soledad a su editor. “Para escribir un buen perfil hay que empaparse de la persona y de su contexto, hay que salir del entorno propio y buscar movimiento, experiencias paralelas que arrojen luz sobre la meta principal. Es necesario entrar en la vida creada, en el mundo y en las percepciones de otros”.
Jon Lee Anderson sabe cómo entrar en la vida creada de un dictador. El perfil que escribió de Augusto Pinochet empieza con una declaración que provoca que todo el que conozca la historia de Chile sienta una punzada en el estómago: “Sólo he sido un aspirante a dictador”. La agudeza de la punzada incrementa hacia el final de la lectura, en que el periodista transcribe lo que Pinochet respondió cuando le preguntó cómo esperaba que la historia lo recordara: “Como a un hombre que amó a su patria y la sirvió toda su vida. Tengo ya ochenta años y lo único que conozco es el deber. Espero que hagan justicia a mi memoria. Cada cual lo interpretará como quiera”. El impacto que genera la revelación de semejantes declaraciones se repite de dictador en dictador. El lector del texto que Anderson escribió sobre Hugo Chávez no sólo se entera de que el venezolano tenía la mala costumbre de beber veintiséis tazas de café al día, sino también de que Chávez es el mejor aliado que Fidel Castro tiene en el hemisferio Occidental. En palabras de su amigo, el escritor mexicano Juan Villoro, cuando Jon Lee Anderson escribe un perfil, en realidad inmortaliza y fija a sus protagonistas con una pasión equivalente a la de un taxidermista: cada individuo le representa un cuerpo que debe ser preservado hasta el último detalle.

Los testimonios que el entusiasta de las novelas de Graham Greene ha obtenido a lo largo de su carrera han enriquecido su quehacer periodístico y dotado a sus relatos de la más singular heterogeneidad. Anderson ha entrevistado al psiquiatra de Hugo Chávez y al médico de confianza de Sadam Hussein. Gabriel García Márquez le ha hablado sobre su relación con Fidel Castro y, en una ocasión, la hija de Augusto Pinochet le confesó por qué a su padre no le gustaban los periodistas. “Para entrar en contacto con ellos y ganarme su confianza no he necesitado un arsenal de trucos. Uno debe buscar recursos y ser perseverante aunque claro, hay veces que se sale con las manos vacías. Es cierto, me han presentado a mucha gente que creo que ha confiado en mí porque me he presentado ante ellos con una pizarra limpia. Saben que no los estoy juzgando y que conmigo pueden hablar”. Quien alguna vez fuera su colega, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, también escribía crónicas con la maestría que sólo un entrevistador hábil y minucioso podría dominar. En su libro, El emperador, Kapuscinski reprodujo el ambiente del imperio de Haile Selassie en Etiopía a través de las voces de los empleados y gente de confianza del soberano. Jon Lee Anderson, como su colega, también reúne las voces del poder sin olvidar el susurro de lo cotidiano. La multiplicidad de testimonios que reúne en sus crónicas y perfiles no sólo dotan a sus argumentos de la legitimidad de quien explora todas las caras de la moneda, sino que también arroja luz sobre historias impregnadas de hechos confusos y sangrientos.
Cuando Jon Lee Anderson viajó a Sri Lanka para documentar la guerra de aquel territorio, entrevistó a uno de los líderes de los Tigres Tamiles, un hombre que estaba a cargo del este del país. El periodista lo interrogó acerca de los objetivos de su lucha y, tras hablar de socialismo revolucionario, el terrorista mandó traer a una mujer que había estado torturando para explicar cómo la despedazaría con dinamita al día siguiente. Y, aunque la acusada de traición pidió clemencia, el líder se negó a escucharla. El periodista sabía que estaba ante un hombre brutal, un psicópata sin justificaciones para explicar su violencia. Ésta y otras experiencias del estilo me llevan a preguntarle cómo logra sobrevivir a un colapso emocional, al miedo de morir a manos del personaje que está documentando. “La experiencia te sirve para curtirte ante los excesos emocionales pero uno también debe aprender, en el mejor de los casos, a evitar hacer cosas tontas. Hay asesinos que prometen que a ti no te matarán, por una u otra razón. Eso se debe a un acercamiento previo, pero eso se aprende con el tiempo. Hay colegas que han cometido el error de ir a buscar a un líder sin informárselo a nadie y, si no hay quien sepa dónde estás, cometes el error de entrar a su territorio y cualquier cosa te puede pasar”. ¿Y tu familia? ¿Qué hay de su angustia ante los riesgos que decides correr? “Con ellos tengo un entendimiento. Si temen por mí, no me lo dicen. Saben que, si lo hacen, me inhibo. Sólo en un par de ocasiones lo han manifestado y yo los he escuchado. Mi mujer cree que tengo una estrella de suerte pero a veces intuye que no me acompaña”. Hubo una vez en que la señora Anderson sintió que la estrella no estaba presente. Jon la escuchó y se quedó en casa. Sin embargo, el trotamundos incontenible llegó a Somalia –destino del viaje en cuestión– dos años después. “Me quedé con las ganas. Tenía que ir”.

En el prólogo de El dictador, los demonios y otras crónicas, Juan Villoro escribió que un cronista depende de su capacidad de asombro. Jon se mantiene unos segundos en silencio y luego esboza una sonrisa para decirme que él asocia la sorpresa al deleite. “Cuando me hiciste la pregunta, lo primero que me vino a la mente –aunque suene un poco cursi– es el estremecimiento que me produce la naturaleza, evidenciar que el mundo aún puede ser bello. Quizá porque en mi trabajo he visto muchas cosas desagradables”. Y es que el viajero que alguna vez expresó su desdén hacia el paisaje contaminado de la Ciudad de México hoy levanta las manos para expresar el éxtasis que le produjo mirar el Popocatépetl emanando humo. Anderson, testigo presencial de la violencia de los Tigres Tamiles en Sri Lanka y de la caída del régimen de Sadam Hussein, en Irak, aún puede emocionarse y, a pesar de haber dedicado su vida a cruzar los mares y pisar los cinco continentes, el mundo y la manera en la que éste rebasa la comprensión humana, sigue sorprendiéndole y afectando el brillo de sus ojos.
Encontrar la mirada de Jon Lee Anderson es descubrir a un cronista que ha presenciado la guerra y ha dominado la palabra escrita para documentar la transición a un proceso de paz. Es un hombre que se estremece con el recuerdo de haber entrevistado al último totalitario fascista del siglo XX –Augusto Pinochet– y lamenta no haber tenido la oportunidad de platicar con Nelson Mandela. A pesar de los años que lleva trabajando como periodista, no deja de valorar la posibilidad de convivir con personajes históricos y formular determinaciones acerca lo que han significado para la sociedad. En su papel de retratista de los procesos sociopolíticos y elementos cotidianos que definen el mundo en que vivimos, ha logrado construir una infinidad de paisajes de lo que los ojos de la gran mayoría de sus lectores jamás atestiguarán. Jon Lee Anderson es un viajero inalcanzable, es el niño que alguna vez vivió en Corea y Taiwan y el individuo que aún sueña con volver al Amazonas, con la posibilidad de visitar el Ártico y escribir sobre él.  

viernes, 31 de agosto de 2012

El picaporte

Habrá que dudar de la existencia de un acto más transformador que el de girar un picaporte. Así, tan simple: apretar una perilla con la mano, girarla hacia la derecha y jalar (o empujar, según sea el caso) la puerta que abrirá el camino a la infinitud. Y es que, una vez que se supera el miedo de caminar bajo un marco de madera, metal o concreto, y se decide salir, las posibilidades son infinitas.
Adentro, frente al espejo, un hombre serio se las ingenia para fabricar las risas que aún no escucha. Afuera, frente al público, la figura sonriente que calza un par de zapatotes, se toca la nariz roja con la punta del índice y agradece una ovación.
Adentro, sobrevolando las habitaciones, un criminal vigila a su víctima. 
Afuera, el hombre de los zapatotes gira el picaporte hacia la derecha y empuja la puerta. Deja la sonrisa en la entrada y el criminal sigue al acecho.

A la mañana siguiente, sobrevolando una pista de aterrizaje rebosante de las mandarinas, manzanas y kiwis del puesto de Doña Amalia, un mosquito se reúne con su familia y dice: “Ayer cené muy bien”.

domingo, 26 de agosto de 2012

(sin título)

En una misma semana:
-Dejé la revista en la que trabajé cuatro años para integrarme a un nuevo equipo de trabajo.
-Me convertí en maestra.
-Cambié mi coché.
-Viajé a una de mis ciudades favoritas en el mundo y asistí al festejo de cumpleaños de uno de mis más grandes ídolos.

Y, con tanto cambio, me pareció una buena idea buscar un nuevo look para este blog.

lunes, 30 de julio de 2012

Restauración

Caminaba el artista, de un lado a otro, cuestionándose la posibilidad de hallar un método indoloro para arrancarse la piel. Pinchar un pedazo de epidermis de su propia frente y tirar, hacia abajo, dejando un rastro menudo de sangre seca sobre la camisa. Continuar desprendiendo, trozo por trozo, hasta llegar al músculo. Y así, en carne viva, hacerse de un nuevo perfil.
Desesperado y muerto de rabia, el artista corrió hasta su estudio. Le atormentaba su cobardía. Se sabía incapaz de desollarse y deshacerse de los miembros caídos de su ser. Le aterrorizaba la idea de recrear su identidad. Abrió la puerta de aquél rincón creativo y derribó caballetes y pinceles; vertió el contenido de los tubos de óleo en el suelo y atravesó, con el puño, su última creación. Un lienzo, desgarrado, se desplomó sobre la alfombra. Agotado, el artista se dejó caer y ahí, con el rostro recostado en los despojos de su obra, se durmió.
Soñó con el diablo, sumergido en hielo, y escuchó un canto de sirenas incitándolo a morir. Visualizó fluidos de tintes aceitosos aglutinándose en un paisaje infernal. Su alma degradada en unas gotas de blanco titanio. Su voz, fundiéndose en la textura grasienta del azul cobalto, hizo eco ante la disolución corporal: ahí, frente a sus ojos, la piel líquida de sus manos desprendiéndose del hueso; metacarpos al desnudo, un agrupamiento de falanges en plena sobreexposición.
El artista abrió los ojos, exaltado, y se puso de pie con precipitación. Se miró las palmas, los dedos, las uñas; dobló y desdobló aquellos apéndices como si desconociera su funcionamiento y articulación. Le cautivó el movimiento, la fragilidad. Eso, la fragilidad, su carácter quebradizo, delicado, tan profundamente perecedero. Se reinventaría –pensó– y a través del arte aprehendería una naturaleza perdurable. No más imperfecciones y, por el contrario, eternidad.
El artista despidió a su ama de llaves pero antes le entregó una copia que le permitiría ingresar a través de la cocina y le aseguró que ahí, en cada visita, encontraría un sobre con dinero. Volverá –le dijo– una vez cada tanto para asegurarse de que siempre haya comida y vino. Pero nunca, nunca, deberá ingresar más allá del salón.
A puerta cerrada, dentro de su estudio, el artista transformó su rostro. Engendró una renovada sustancia material. Removió los espejos de las paredes y desapareció toda evidencia que evocara los fantasmas que deseaba olvidar. Desde aquel momento se aisló, para fabricar durante años, una nueva tez, de rasgos distintos, y sepultar lo que antes fue.

jueves, 21 de junio de 2012

"Salaam Alaykum"


['Salaam Alaykum' es un saludo árabe 
que quiere decir 'vengo en paz']


I.
Me resultaba imposible imaginar cómo sería Jordania. No sabía nada de su paisaje desértico ni de su infinitud de casas de piedra caliza. No sabía de las sonrisas de los jordanos ni de la belleza del alfabeto árabe.
Aterrizamos en Amman a las seis de la tarde. Nos recibió un hombre joven llamado Ali. Dijo que llevaba sólo tres meses estudiando español pero se comunicaba con nosotros con una facilidad que nos hizo creer que llevaba años de práctica. Fue el primero de muchos jordanos que se dirigió a nosotros en nuestra lengua materna.
Alí nos dejó en manos de un chofer que nos llevó al hotel y, desde cuya camioneta pudimos observar la desaparición del sol en medio del desierto. Nunca habíamos presenciado un espectáculo similar. Desde aquel camino pudimos apreciar, a simple vista, la masa incandescente antes de perderse tras el horizonte. 

II.
En Jordania se bebe limonada con menta. Es fresca y dulce, ideal para acompañar un tazón de yogur con pepino y un plato de carne de cordero sobre una cama de arroz.
En una mesa jordana siempre hay sandía de postre. Lo común es acomodar trozos triangulares sobre un platón con hielo y luego servir a los comensales. Algunos fuman hookah de sabores para acompañar la fruta. Otros beben café.
El café árabe tiene un sabor muy peculiar. Sabe a desierto y a bienvenida. Huele a generosidad. Siempre se sirve en poca cantidad, es gratuito y se le ofrece a los viajeros para simbolizar una buena disposición al recibimiento.

III.
Amman es del color de la arena. Las azoteas de las casas no poseen superficies uniformes, sino varillas que rebasan los techos. Nasser nuestro guía dijo que las irregularidades obedecen a que, cuando un hijo se casa, el padre suele ofrecerse a añadir un nuevo piso a la casa para que el matrimonio se mude ahí mientras consigue recursos para formar su propio hogar.
En las calles de Amman desfilan misterios femeninos cubiertos por mandiles o burkas. Los primeros son utilizados por las mujeres que sólo buscan ocultar su cabello y los segundos por las musulmanes radicales que sólo dejan sus ojos a la vista. La decisión de lucir uno u otro depende de cada mujer, de lo apegada que se sienta a su religión. A nosotros se nos explica que, en realidad, la función del recubrimiento es proteger del calor.
Los hombres también se cubren la cabeza. El pañuelo que llevan se llama kufiyya y está coronado por un aro doble de color negro. Las kufiyya rojas son jordanas, las negras palestinas y las blancas para eventos de gala o aquellos que ya visitaron La Meca. Nosotros volvimos a casa con una kufiyya roja. Fue un regalo que nos hace sonreír ahora que estamos tan lejos de ahí.

IV.
Los matrimonios entre musulmanes pueden ser muy duraderos. Mousa un taxista que nos guió por la ciudad durante el último día de nuestra estancia nos dijo que un creyente del Islam no mira a otras mujeres siempre que haya paz en su hogar. Dijo que a un musulmán le gusta cuidar a su mujer porque ésta también le cuida.
Para la mirada occidental, la desigualdad entre hombres y mujeres practicantes del Islam es evidente. Por ejemplo, mientras que ellos pueden divorciarse a través de la palabra (decir: "me divorcio de ti", es suficiente ante la ley), ellas deben acudir a un juez y señalar las causas del divorcio. Una vez finalizado el trámite, ambos pueden volver a casarse sin problema alguno.
Los árabes aprueban el matrimonio entre hombres musulmanes y mujeres que practiquen otra religión. Sin embargo, hay una cláusula que debe cumplirse: el hijo de ambos deberá ser educado bajo la ley islámica. Las musulmanas, en cambio, sólo pueden casarse con varones que, como ellas, guíen sus vidas por el Islam.
Según Mousa, las familias prefieren tener hijas en lugar de hijos. Todo el mundo sabe que cuando los varones forman su propio hogar, visitan a sus padres una vez cada dos o tres años. Las hijas, en cambio, tienen la obligación de volver al menos una vez al mes. Para el infortunio de Mousa, él y su esposa -con la que lleva 25 años de casado- sólo tuvieron cuatro varones.

V.
El árabe es el idioma oficial de Jordania. La segunda lengua es el inglés porque el país estuvo dominado por los británicos hasta 1946. Hasta antes de la independencia, el control de la nación perteneció a los turcos otomanos. Actualmente, Jordania es una monarquía parlamentaria. Aunque existe un presidente, éste es elegido por un rey que ejerce su poder sobre el ejecutivo, legislativo y judicial.
El rey Abdullah II es bien parecido. Se dice que tiene una voz grave y la belleza de su esposa Rania contribuye a la construcción de la imagen que su pueblo tanto estima y presume en mantas y rótulos desplegados por todo el país. Según Nasser, en las oficinas y edificios del gobierno, pegar un póster con su imagen puede ser una cortesía. Sin embargo, cuando se despliega en comunidades pequeñas la iniciativa es de la población. Entonces, dado que Jordania está abarrotada de imágenes del rey, uno concluye que el pueblo lo quiere y aprueba.
El país está en constante progreso. Aunque las modificaciones se concluyen con lentitud, los habitantes agradecen los caminos, viviendas y el servicio médico eficiente y disponible para todos. En las calles prácticamente no hay semáforos y es raro escuchar un claxon. A pesar del inmenso número de autos que inundan las avenidas, los embotellamientos son poco comunes: los conductores se permiten el paso entre sí y con ello se facilita el acceso. La gente vive en paz y, si uno proviene de una urbe desordenada y estresante, el ambiente jordano resulta sumamente envidiable.

VI.
Llegamos a Wadi Musa antes de que cayera la noche. El sol comenzaba a ocultarse detrás de unas montañas tan inmensas que resultaba imposible determinar su procedencia o fin. La vista era tan bella que parecía que aquellas elevaciones se habían recostado para descansar, que estaban a punto de dormir bajo una sábana de bruma en medio del desierto.
Wadi Musa es la vía para llegar a Petra. En español, el nombre del pueblo quiere decir valle de Moisés. Está a tres horas de autobús de Amman y en las mañanas, muy temprano, puede escucharse el eco del primer llamado a la oración. El sonido parece un canto que emana de la roca y continua su camino hasta perderse en el horizonte.

VII.
Antes de ingresar a Petra, recibimos unos boletos recién impresos que indicaban que acaban de conmemorarse 200 años del descubrimiento de la ciudad rosa. Nasser nos explicó que sus antiguos habitantes vivían entre tumbas. Aunque no fue edificada por los nabateos, éstos gozaron de su esplendor hasta la conquista romana, durante los primeros siglos de nuestra era.
Para acceder a las tumbas más importantes, primero debe de caminarse a través de un desfiladero que el paso del agua moldeó durante el periodo precámbrico y mide alrededor de un kilómetro de longitud. Una vez dentro, uno se entera de que las tumbas que ahora pueden observarse fueron esculpidas en piedra. Según Nassir, la conservación de la estructuras se debe a que los nabateos creían en la resurrección de los muertos y pensaban que éstos sólo podrían volver a la vida si eran enterrados en sitios que lograron preservarse a pesar del paso del tiempo.
El camino al Tesoro -tumba principal y la primera que se observa al salir del desfiladero- es largo y sinuoso. De la entrada a este sitio hay que caminar 1.5 km. En el camino hay árabes que ofrecen 'taxis' al público en general. En Petra hay tres tipos de taxis: caballos, burros y camellos. Y, aunque la mayoría de los visitantes prefiere caminar, sí hay algunos norteamericanos que aceptan el servicio de animales que probablemente están mal cuidados y alimentados con tal de ahorrarse el desgaste físico.

VIII.
El Tesoro, el más conocido atractivo de Petra, en realidad fue la tumba de un rey nabateo. Recibió su nombre por la creencia de que en su interior existían riquezas y joyas. Sin embargo, éstas nunca se encontraron. En el resto de la zona ya no quedan rastros de viviendas. Por ello, resulta casi imposible saber cómo vivieron. Ahora sólo quedan las tumbas, un teatro y un monasterio al que sólo un atleta, devoto o experimentado viajero puede llegar.
El acceso al monasterio requiere de una hora de caminata entre las montañas. El trayecto es duro: no todos los escalones están en buenas condiciones y el sol es abrasador. Sin embargo, el sacrificio vale la pena. Cuando nosotros llegamos a la cima, pensamos: si Dios realmente existe y estos paisajes fueron algunas de sus más excelsas creaciones, quizá por eso los hombres del pasado subieron hasta aquí para construir un templo y honrarle.
Petra fue completamente deshabitada hacia el siglo IV porque se le consideraba 'impura'. Se mantuvo desierta hasta 1812, en que un arqueólogo británico le descubrió. Hace unos años, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad, se reubicó a los beduinos que vivían en la zona y desde entonces se ha mantenido como un destino exclusivamente turístico.

IX.
Fue muy difícil despedirse de Jordania. Estábamos tristes y con ganas de seguir desentrañando los secretos de un mundo que antes nos resultaba intimidante. Destruir los prejuicios que uno lleva tatuados como occidental es difícil. Implica aprender que El Corán no sólo incita a la guerra, sino también a la paz. Conlleva la aprehensión de costumbres que, aunque sea fugazmente, permitan la integración a una sociedad desconocida y distinta.

Ahora que ya no estamos en Jordania, pensamos en aquel país y nos vienen a la mente muchas cosas: sus calles, su historia y sus tradiciones religiosas. También recordamos las sonrisas la expresión de todos aquellos que, sin conocernos, nos hicieron sentir una generosidad y tranquilidad que nunca habíamos experimentado. Recordamos a una mujer de grandes ojos negros y el cabello cubierto, un paisaje de casas de piedra caliza y un atardecer en medio del desierto que nuestros ojos ansían volver a mirar.   


lunes, 21 de mayo de 2012

Kamikazes

No se necesita ser filósofo para comprender la naturaleza verdadera de un puñado de chocolates. Dirá la Real Academia Española que no son sino pastas hechas con cacao y azúcar molidos, pero la realidad es que emergieron de las manos de un repostero regordete y comilón para especializarse en el oficio de la muerte.

Un chocolate, un intrépido suicida que llega a la mesa enmascarado bajo el disfraz del tercer tiempo de un menú de degustación. Un kamikaze cuyo único propósito existencial es tropezar con un conjunto de papilas gustativas en espera de embriagar al cuerpo de la más absoluta satisfacción. Sentir la humedad de una lengua antes de perecer. Ser valiente y resistir. Aceptar el destino que le impone un deceso por derretimiento.
Todo chocolate posee una pista de despegue propia: la porcelana de un plato que le hace lucir apetecible desde el centro de la superficie blanca o la caja que le ha reservado un compartimento individual para cumplir con su deber. Todo chocolate es el artífice de un engaño. Hace creer a quien está a punto de engullirlo que es él, y no el chocolate, quien le ha elegido para cumplir con un propósito: el de convertirse en postre. Todo chocolate es un malhechor innato. Posee un disfraz que le hace parecer víctima en lugar de victimario. No es necesario que acepte una rendición incondicional porque todo ser humano le desea. Por eso se inmola, todo chocolate, en el más dulce trayecto aéreo: a bordo de un par de apéndices articulados y con rumbo a unos labios que le aprisionarán. Y así –siempre así– un chocolate se transforma en mártir.

Allá, muy lejos, un pequeño chocolate se prepara para morir. Toma vuelo y da un salto diminuto hasta los dedos de una niña que, de un solo bocado, eternizará la gloria de un pequeño y anónimo kamikaze. 

domingo, 15 de abril de 2012

Instrucciones para recorrer París

Con los dedos índice y pulgar, abra el seguro dorado que mantiene un par de alas pegadas a sus hombros. Dóblelas con cuidado e intente no maltratar las plumas. Guárdelas en su mochila. Aventúrese hacia los adoquines. Descienda del arco que duerme en un extremo de los Champs-Élysées hasta sentir ambos pies sobre la Avenue de la Grande Armée. Abra nuevamente su equipaje y extraiga el triciclo que guardó antes de salir de casa.
París exige que, al menos una vez en la vida, se le recorra en solitario. Usted lo sabe bien. Coloque sus extremidades inferiores sobre los pedales y avance sin prisa hasta perderse en las calles estrechas de la romántica capital francesa. No pida ayuda a nadie. No hable con las hormigas. Atrévase, si usted quiere, a tararear al ritmo de Sidney Bechet. Tómese un descanso. Cuéntele una historia a un pétalo de rosa agonizante o levante una moneda abandonada y permítale reinventarse cuando escape a través del orificio que se esconde en el bolsillo derecho de su pantalón.
Serpentee, a párpado caído, por el Boulevard Saint Germain. Ingrese al Café de Flore. Confeccione una pintura imaginaria de una plática trascendental entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Póngase un antifaz. Entreviste a un cronopio. Invite a una fama a merendar un buen plato de raclette.
Continúe pedaleando hasta Saint Michel. Salude a las gárgolas. Plante una flor en honor a Víctor Hugo. Aumente la velocidad, utilice el Pont Neuf como pista de despegue y no saque el tren de aterrizaje sino hasta que vuele por encima de L’Avenue de l’Opera. Envié un aplauso a Escamillo y una muestra de solidaridad a Don José.
Déjese caer con el trío de rueditas en perfecto balance sobre Sacré Coeur. Pida prestado un paracaídas. Hágale un agujero. Experimente una caída libre hasta que el suelo lo detenga en Montmartre. Róbele las luces a los faroles de Pigalle.
Baje al subterráneo, hasta tocar con la palma de la mano la vida secreta de París. Saque un hilo de oro de su mochila y amárrese al último vagón de un metro con dirección a Charles de Gaulle–Étoile.
Arrástrese por las escaleras, dirección arriba, y escuche el golpeteo de su andar sobre la superficie de cada escalón. Avance, montado en su pequeño vehículo, por los pocos metros que le quedan antes de la despedida. Ateste algunos segundos de la sombra de la mujer que no se atrevió a besar, del perfume de croissants recién salidos del horno, del sonido de árboles que pierden sus hojas y de la visión de los foquitos que parpadean para decirle adiós.
Tome su morral con ambas manos, doble su triciclo en cuatro y, con los dedos índice y pulgar, cierre cuidadosamente el seguro dorado que mantendrá ambas alas pegadas a sus hombros. Eche una última ojeada y permita que un pájaro le recite un poema de Rimbaud. Séquese las lágrimas con el pañuelo que luego viajará hasta Les Tuileries. Guarde en su memoria esa fotografía de noche indeciblemente penetrante y planee el recorrido que hará en su próxima visita. París no se acaba nunca. Es infinita y ya regresará para correr a gritos por el Jardin du Palais Royal y decirle a un desconocido que le extrañaba. Ahora debe partir, dejarle latir libremente mientras vuelve. Allá, al fondo a la derecha, está el mundo. Y le espera, así que márchese ya.

sábado, 7 de abril de 2012

Los 26

Me fui a Las Vegas para celebrar mi cumpleaños. Cuando el reloj dio las 12 am (tiempo de Nevada), era una triunfadora. En mi papel de orgullosa poseedora de 2.55 dólares (155% más de lo que yo metí a la máquina) estaba en camino a cobrar mi premio. Fue mi primera experiencia en el casino del Bellagio.

El día anterior sentí desconfianza de las edificaciones ermitañas en medio del desierto. Clasifiqué las simulaciones de la vialidad principal como el destino al que se acude para ser irremediablemente feliz: si uno gasta una cantidad considerable de dinero para llegar hasta allá, no le queda más que sonreír.

Luego dejé de pensar. Para la segunda noche bajo los foquitos multicolores, me sentía genuinamente a gusto y sin ganas de volver a la realidad. Bebí mojitos a diversas horas del día y me sentí halagada de que el personal de casinos y bares desconfiara de mi mayoría de edad.

Dejé un pulmón a media calle cuado corrí hacia el KA Theatre, del Cirque du Soleil, y concluí que O es el mejor espectáculo que he visto en mi vida. Compré (casi) todo lo que se me dio la gana, comí papas a la francesa bajo la sombra de una Torre Eiffel en miniatura y caminé más de seis kilómetros por día.

Cuando volví a casa, mi familia me recibió con un pastel de helados de merengue y una mesa decorada para celebrar. Hubo fotos, sonrisas y abrazos. Soplé las velitas y pedí un deseo.

Este es un post muy simple: sólo busca describir lo feliz que me he sentido durante las primeras horas de mis 26.

miércoles, 22 de febrero de 2012

XXI.

No sé si habrá sido esa catarata grisácea escapando bajo su bigote, o las huellas aromáticas del empaque de tabaco que llevaba en la mano, lo que me cautivaba cuando lo veía fumando bajo las ojeras del cielo antes de abrir la puerta y venirme a abrazar. Me gustaba el modo en que sostenía la pipa –que parecía una guarida de masas ígneas– cuando nos sorprendía con chocolates y nos invitaba a viajar. Adoraba esperarlo frente la ventana, con la pijama puesta, y mirarlo estacionar el coche para luego hacerle prometer que ‘algún día’ me enseñaría a manejar. Eran imágenes del mundo que cualquiera convertiría en postales. Lo malo es que a uno nadie le dice que son propensas al escape y entonces no da tiempo de apresarlas, con espíritu de retratista, para que el tiempo no se las pueda llevar. Quisiera volver a verle con esa humareda huyendo de sus labios, perseguirla hasta el fondo de su copa de cristal cortado y que me rescate, como antes, llevando esa bata de color azul rey que tanto le gustaba usar.

domingo, 29 de enero de 2012

Calcetines

Cortarle la etiqueta a un par de calcetines nuevos. Diecinueve parejas esperando autorización para adherirse a dos extremidades friolentas. Casi teinta y ocho evasores de ampollas, de gérmenes, y sólo a regañadientes se dejan empolvar con talco por el bien de las narices ajenas.
Cortarle la etiqueta a un par de calcetines nuevos. Tomar cuidadosamente las tijeras y dejarlos en libertad. Sentir pena por ellos. Nunca habrán de codearse con una lujosa dupla de tacones, nunca habrán de conocer el mar. Su destino será perderse en un basurero sin haberse besado con la arena, sin humedecerse en la nieve y sin dejarse envolver por sandalias que recorran empedrados para tropezarse con un chicle o los agonizantes restos de una nieve de limón.
Cortarle la etiqueta a un par de calcetines nuevos. Buscar la estrategia ideal para combinarlos. Confeccionar un croquis mental de ganchos, estantes, cajones y cajas de zapatos deportivos para encontrar a la pareja ideal de cada funda de pie. Y es que –claro está– los calcetines son ermitaños por excelencia. Viven solos y se reencuentran –como los andróginos– con su ‘otra mitad’ hasta el final de su existencia, hasta que alguno de ellos es sorprendido con una abertura más o menos redondeada o su resorte pierde la fuerza para evitar que la tela resbale desde el talón y hasta el tobillo. Entonces, y sólo entonces, las parejas vuelven a encontrarse y parten juntas hacia un lugar mejor.

jueves, 12 de enero de 2012

La Hidra Mexicana

Alguna vez –allá por 2008– era una estudiante que todos los meses cargaba orgullosa con su ejemplar de Letras Libres. Ya es bien sabido que uno es reflejo de lo que lee y, por aquel entonces, yo quería ser académica/filósofa/escritora, por lo que me devoraba aquellas páginas en la comodidad de mi hogar. Ahora que ya no tengo tiempo para leer ni escribir sobre aquello que me gusta (y con el estilo que me gusta), dependo de Twitter y uno que otro blog para revisar los escritos de aquella publicación.
Hoy encontré un texto disfruté y considero pertinente para ‘estos tiempos’. Yo nunca publico nada de política pero bueno... aquí va el link: La Hidra Mexicana, de Roger Bartra.

[Llamó mi atención por el título. Me considero admiradora de la Hidra de Lerna, monstruo de la mitología griega capaz de generar dos cabezas en caso de que una le fuera cortada]