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domingo, 15 de abril de 2012

Instrucciones para recorrer París

Con los dedos índice y pulgar, abra el seguro dorado que mantiene un par de alas pegadas a sus hombros. Dóblelas con cuidado e intente no maltratar las plumas. Guárdelas en su mochila. Aventúrese hacia los adoquines. Descienda del arco que duerme en un extremo de los Champs-Élysées hasta sentir ambos pies sobre la Avenue de la Grande Armée. Abra nuevamente su equipaje y extraiga el triciclo que guardó antes de salir de casa.
París exige que, al menos una vez en la vida, se le recorra en solitario. Usted lo sabe bien. Coloque sus extremidades inferiores sobre los pedales y avance sin prisa hasta perderse en las calles estrechas de la romántica capital francesa. No pida ayuda a nadie. No hable con las hormigas. Atrévase, si usted quiere, a tararear al ritmo de Sidney Bechet. Tómese un descanso. Cuéntele una historia a un pétalo de rosa agonizante o levante una moneda abandonada y permítale reinventarse cuando escape a través del orificio que se esconde en el bolsillo derecho de su pantalón.
Serpentee, a párpado caído, por el Boulevard Saint Germain. Ingrese al Café de Flore. Confeccione una pintura imaginaria de una plática trascendental entre Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Póngase un antifaz. Entreviste a un cronopio. Invite a una fama a merendar un buen plato de raclette.
Continúe pedaleando hasta Saint Michel. Salude a las gárgolas. Plante una flor en honor a Víctor Hugo. Aumente la velocidad, utilice el Pont Neuf como pista de despegue y no saque el tren de aterrizaje sino hasta que vuele por encima de L’Avenue de l’Opera. Envié un aplauso a Escamillo y una muestra de solidaridad a Don José.
Déjese caer con el trío de rueditas en perfecto balance sobre Sacré Coeur. Pida prestado un paracaídas. Hágale un agujero. Experimente una caída libre hasta que el suelo lo detenga en Montmartre. Róbele las luces a los faroles de Pigalle.
Baje al subterráneo, hasta tocar con la palma de la mano la vida secreta de París. Saque un hilo de oro de su mochila y amárrese al último vagón de un metro con dirección a Charles de Gaulle–Étoile.
Arrástrese por las escaleras, dirección arriba, y escuche el golpeteo de su andar sobre la superficie de cada escalón. Avance, montado en su pequeño vehículo, por los pocos metros que le quedan antes de la despedida. Ateste algunos segundos de la sombra de la mujer que no se atrevió a besar, del perfume de croissants recién salidos del horno, del sonido de árboles que pierden sus hojas y de la visión de los foquitos que parpadean para decirle adiós.
Tome su morral con ambas manos, doble su triciclo en cuatro y, con los dedos índice y pulgar, cierre cuidadosamente el seguro dorado que mantendrá ambas alas pegadas a sus hombros. Eche una última ojeada y permita que un pájaro le recite un poema de Rimbaud. Séquese las lágrimas con el pañuelo que luego viajará hasta Les Tuileries. Guarde en su memoria esa fotografía de noche indeciblemente penetrante y planee el recorrido que hará en su próxima visita. París no se acaba nunca. Es infinita y ya regresará para correr a gritos por el Jardin du Palais Royal y decirle a un desconocido que le extrañaba. Ahora debe partir, dejarle latir libremente mientras vuelve. Allá, al fondo a la derecha, está el mundo. Y le espera, así que márchese ya.

martes, 3 de mayo de 2011

Carta

Querida hermana,

Decidí escribirte para que jamás olvides. Para intentar –quizás inútilmente– inmortalizar las imágenes de nuestro viaje en solitario.
Espero que recuerdes ese primer instante en que respiraste París, tus sonrisa al salir de Gare de Lyon y lo tierna que te veías arrastrando la maleta con ese abrigo tan largo y la mochila mal colgada de tu hombro. Hubieras visto tus ojos, bien abiertos, cuando divisaste la Torre por encima del Sena, cuando saliste de la estación de Trocadéro y ella brillaba bajo la noche. Perdona mis nervios en la fila de los boletos del tren, mi fatalismo y mi mal francés. Luego nuestra primera Carlsberg en un restaurante Suizo, la caminata a media tarde por Berna y la luz bañando las casitas que parecían extraídas de un cuento de hadas. Que nos disculpe mi madre por nunca haber encontrado su cuckoo. ¿Te acuerdas de los paisajes del tren hacia Venecia? ¿Crees que así sea el paraíso? Imágenes de la Tierra Media, ¿no crees? A nuestra izquierda, los Alpes cubiertos de nieve y, a la derecha, los inmensos lagos resguardados por montañas cuya altura y profundidad parecía no tener fin. Entrada y salida de verdes elevaciones. El cielo azul como la perfección de una postal en un puesto de turistas cualquiera. Pero, eso sí, nada comparado con la salida de la estación de Santa Lucía: ahí mismo, a nuestro alrededor, las aguas venecianas inundándonos con esa magia de la que aún no hemos podido escapar. Aprendimos, entonces, que lo más eficiente es un vaporetto y no un taxi acuático, que los mejores helados del mundo vienen de Italia y que la idea ridícula de una propuesta de matrimonio al pie de una ventana es una ilusión en común. Observamos a la palomas volar por encima de San Marcos, nos emborrachamos con vino tinto ‘de la casa’ y nos extasiamos con una entrada de prosciutto e melone y un postre compuesto por fragole e gelato. Después, cuando el gondolero nos convenció de pasear a través de los canales, sonreímos. Llevaba su típico sombrero claro y una camisa blanca con rayas azul marino. Nos habló de los prisioneros destinados a la muerte que dieron nombre al Puente de los Suspiros, de la casa de Marco Polo y de la marea que sube y baja con el cambio de estación. Reímos, sin parar, cuando un chico me sonrió desde un puente y me lanzó un beso que, jugando, devolví. En la noche conociste a Vivaldi, sentiste la piel de gallina cuando escuchaste su Allegro non molto del Verano y observamos a los violinistas en su camino a casa cuando salimos del concierto del Palacio. Entonces decidimos que la velada siguiente también estaría marcada por la música. En la mañana, San Marcos se nos presentó bajo la forma de un león, aprendiste las similitudes entre la denominación mitológica de griegos y romanos y te sentiste fascinada por las historias de Neptuno y Minerva. Caminamos por las calles estrechas, soportaste una o dos horas de mi transitar por Gucci y sentimos angustia por decidir la pieza de Murano que traeríamos de regalo a mis papás. Nos enamoramos de las máscaras, de las imágenes de Gianni, del brillo turquesa de la laguna y del resplandor sobre el Gran Canal. Con nuestra partida experimentaste, por vez primera, la profunda tristeza de abandonar una ciudad que te colma los sentidos. Si algún caricaturista nos hubiera inmortalizado antes de subir al avión en el Marco Polo, seguramente la imagen resultante habría sido la de dos niñas siendo arrastradas por un Big Ben con patotas, brazotes y cara de malo, mientras ellas aferran las uñas al piso veneciano sin querer partir. De Londres nos faltó probar la famosa sidra, los fish and chips y el interior del Parlamento. Tuvimos, sin embargo, la majestuosidad de la Abadía de Westminster, los chismes de la vida y muerte de Lady Di, el derroche de lujo en Harrods y el Támesis abriéndonos el paso a través de sus puentes para transitar por sus calles repletas de autobuses rojos y taxis clásicos. Notaste mi reticencia por aceptar el Reino Unido como mi destino ideal para vivir y te negaste a 'practicar' conmigo el acento británico cual retrasada mental. Me observaste, hipnotizada, en el Shakespeare’s Globe. Te hablé de su escritura, de mis versos favoritos, de las obras que todo el mundo conoce y me miraste temblar de emoción cuando ingresamos a la reconstrucción del teatro original en el que por primera vez se representó Hamlet. ¿No fue una día maravilloso, hermana? Cerramos la jornada asistiendo a un musical. Escuchaste la historia de Jean Valjean y sentiste, como yo, el deseo de tomar una bandera francesa y correr cual revolucionario al escuchar ‘Do you hear the people sing?’ A la noche siguiente, lloraste, también como yo, hacia el final de El Fantasma de la Ópera. Te deleitaste, una vez más, con la música que me cambió la vida y aprendiste de la estética y eficiencia del teatro y la comedia musical. Luego –durante el mismo Viernes Santo que tantas puertas nos cerró– te conté nuevos relatos mitológicos frente a los frisos del Partenón del British Museum. Te obsesionó la idea de visitar Grecia y te hipnotizaron los centauros, ninfas y pedazos de mármol mutilados por la catapulta que hirió la belleza del templo de Atenea en 1687. Después regresamos a París. Viste mi esquizofrénica transformación: entrar al cuarto y abrir la ventana cual la novicia rebelde y empezar a decir lo feliz que me sentía de volver a ma belle France. De ahí al rol de Mamá Pato para guiarte por el metro de un lado a otro, deleitarnos con la belleza del puente Alejandro II y tu primer encuentro con Van Gogh, en el Musée d'Orsay. Ahí supiste de cuando Orfeo bajó al Inframundo a rescatar a Eurídice, que Manet no es de mis vanguardistas favoritos y que a Dante siempre se le reconoce, junto a Virgilio, por el gorro rojo en la cabeza durante sus descensos al Infierno. En Saint Michel, bajo la penumbra fracturada por el dorado de los faroles parisinos, te volviste adicta a los escargot y te burlaste de mi obsesión por el raclette. A la mañana siguiente, y tras dos horas de fila (sin desayuno incluido), nos hicimos pasar por mosqueteros de la monarquía. Viste los jardines de Versailles, desde el Salón de los espejos, y parecías hipnotizada. Luego volvimos a emborracharnos –ahora con vino francés–, compramos ropa en los Champs-Élysées y el mesero de la cafetería frente al Arco del Triunfo sonrió cuando regresamos a desayunar croissants por segundo día consecutivo. Yo no me arrepiento. ¿Tú sí? Más tarde, y antes de cruzar Les Tuileries, en el Louvre, fotografiaste la Victoria de Samotracia, te enterneció la historia de Cupido y Psique y aprendiste que Napoleón ordenó a David pintar a su madre durante el evento de su coronación aún cuando ésta no asistió. Conociste, entonces, la pintura como alternativa al realismo de la fotografía, como mágica representación de mitos y como propaganda disfrazada de neoclacisismo. Te hablé, en La Concorde, de la pérdida de la cabeza de María Antonieta, observamos la luz de la Torre Eiffel –que, claro, nos buscaba– y leímos la escritura grabada sobre el Obelisco de Ramsés II. Para variar un poco, nos decepcionamos de La Défense, caminamos inútilmente hasta una ‘estoy cerrada porque es día festivo’ tienda de Chanel, descubrimos la delicia de los macarons de pétalos de rosa de La Durée y, en Louis Vuitton, Olivier nos hizo reír mientras me ayudabas a escoger otra bolsa francesa en territorio francés. Recorriste París, hermana mía, de día y de noche. Caminaste conmigo hasta la madrugada y te mostré mis rincones favoritos una y otra vez. En nuestra últimas horas parisinas, cometimos la ridiculez de despedirnos. Otro café con leche en una esquina de la Avenue de la Grande Armée, otros macarons, otra fotografía a los vitrales de Notre Dame y una última visita a la obra más reconocida de Eiffel. Y ahí, sentadas en las escaleras antes de volver al hotel para tomar las maletas y pedir un taxi con destino a Charles de Gaulle, nos abrazamos por lo perfecto y maravilloso de nuestro primer viaje juntas. Cuando te levantaste, y echando una última mirada atrás, te vi –exactamente como yo hace diez años– diciendo: “Adiós, París, nos vemos pronto”.

Te amo

jueves, 13 de mayo de 2010

Mejor prevenir...

Hace casi dos meses desde aquella terrible ocasión en que sentí que moriría a bordo de un avión. Una noche antes del feliz evento, discutí con mi madre y decidió no dirigirme la palabra al día siguiente. Siempre que salgo de la casa –y en especial cuando me trepo a una nave voladora– me pone una medalla en el cuello y me da un recuadro con una virgen para llevarla en la bolsa. Ese día, en cambio, nada.
Antes de irme –ya en el aeropuerto– le mandé un mensaje que decía más o menos lo siguiente: “Deberías de despedirte de mi. Qué tal que en el avión va un terrorista y me muero”. Entonces sonó el teléfono y, como si nada hubiera pasado, me deseó un próspero viaje.
Dos o tres horas después faltaba poco para aterrizar. Desde la cabina del señor piloto, un potencial rival de James Earl Jones anunció: “Damas y caballeros, les rogamos abrochen sus cinturones y reclinen el respaldo de su asiento. Estamos próximos a iniciar nuestro descenso”.
Unos cinco segundos después, estaba –en silencio, claro– despidiéndome de mi madre, mi padre, mi hermana, mi novio, mis amigas, mi jovencísima carrera como redactora, mis buenas y malas experiencias y pidiéndole a Cristo Rey que, cuando el avión tocara el piso y estallara, yo no sintiera nada de nada.
Todo empezó con un ruido en los motores; como cuando se pisa el acelerador de un coche y no se cambia la velocidad. Luego unas luces blancas que parpadeaban en las alas. Luego otro acelerón. Luego caemos, así, como si el avión del demonio se hubiera quedado sin frenos y yo sin serenidad. Lo último que pensé fue: “Al primero grito histérico de una señora, ya valió madres”.
Y no, claro que no nos estrellamos. En lugar de eso, le eché la culpa a la ausencia de la medalla y al recuadro de la virgen.

Ya estoy lista para el próximo despegue. Creo que llevo todo lo necesario en la maleta, dinero y pasaporte en la bolsa y el gran toque final: como aprendí la lección de aquella fatídica noche de marzo, ya tengo la medalla de oro en el cuello y no faltará la tablilla de madera en la bolsa mientras intento dormir. Qué risa.

lunes, 29 de marzo de 2010

Diálogos

I.

–¿Vas a salir en semana santa?
–Sí, me voy a Chicago.
–¡Qué bien! ¿Con quién te vas?
–Sola.
–¿¡SOLA!?
–Sí, sola, sola.
–¿Y no tienes familia allá?
–Nop, nada.
–¿Y no te da miedo?
–No, me gusta estar sola. Además soy medio especial para viajar: no me gusta levantarme temprano nada más para aprovechar el día. Si estoy cansada prefiero dormir porque, si no, no disfruto nada. Y otra cosa, así como me puede dar por pasarme el día entero en un museo, puede que me la pase caminando o de shopping.
–Wow, no pues a mí si me daría miedo irme solo.

II.

–¿Y no te da miedo esta solita allá?
–No, mamá.
–¿Y vas a tomar todos los taxis en el hotel?
–A lo mejor. Si no hay o están más caros, en la calle.
–Ay, hija y ¿sí es seguro?
–Sí, mamá. ¿A dónde crees que voy o qué?
–Oye ¿y cuántas horas van a ser de vuelo?
–Cinco.
–¿Y no te da miedo el avión?

A esa pregunta no respondí. La vi con cara de reproche y se arrepintió de la pregunta.

*

De todo esto concluyo lo siguiente:
  1. Viajar es una de las cosas que más amo en la vida. Me siento inmensamente feliz de gastarme todos mis ahorros en eso.
  2. Viajar en solitario es una actividad destinada a puros bichos raros.
  3. Mi madre nunca superará el miedo a los aviones.
  4. NO, NO ME DA MIEDO ESTAR NI VIAJAR SOLA.

sábado, 13 de marzo de 2010

Impresiones de Miami

Miércoles diez de marzo. 11 p.m.

–What is the Pdfdijfidmfds of your trip?
–Excuse me?
–What is the Psjdnesunf of your trip?
–I’m sorry. What?
–What is the P-U-R-P-O-S-E of your trip?
–Oh, I’m going to a conference.
–So, you’re here on business, uh? What kind of business?
–I’m here for work. I’m a journalist and I’m going to a conference.
–What kind of conference?
–Health. It’s about a disease.
–What disease?
–I don’t know how to say it in english. Tos ferina?
–Where will the conference be?
–Four Seasons.
–Where are you staying?
–Four Seasons.
–And the conference will be at Four Seasons?
–Yes.
–In which room?
–I don’t know yet.
–What do you do in Mexico?
–I’m a journalist.
–Where do you work?
–Televisa, it’s an important media group.
–Oh, really? Why?
–It’s owns TV, radio, internet, magazines...
–And what’s your magazine’s name?
–Conozca Más.
–What kind of magazine is it?
–General interest magazine.
–And what are you writing now?
–Right now I’m preparing a piece on bionics.

–Ok, look at the camera.
(miro a la cámara)
–No, no, take your glasses off.

–How long are you staying here?
–I'm leaving on friday.
–Ok, thank you.

Yo no sé nada de las políticas estadounidenses, de cómo se debe tratar a las visitas, de lo que los ciudadanos de aquel país opinen de los migrantes o de qué tanto tengo cara de terrorista. El punto es que me quedé con ganas de decirle lo siguiente:

“Mira, hijo de puta: no me quiero quedar a vivir de ilegal en tu pinche país. Amo México, amo mi trabajo y mi vida allá y sólo vengo aquí porque me invitó un laboratorio y porque me muero de ganas de pasar una mañana entera en uno de los centros comerciales que hay en tu maldita tierra. Tampoco planeo poner una bomba en Miami Beach. Y no porque me falten ganas, sino porque echaría a perder lo único que me gusta de venir a tu patria: comprar.
Deseo que en tu próxima vida Dios te haga la excelente broma de reencarnarte en un talibán y que hoy tengas una buena noche de sexo para que mañana no le jodas la llegada a los inocentes turistas que pisen el extraordinario territorio de los United Stated of America"

jueves, 24 de diciembre de 2009

(Navidad)

Uno extraña su casa cuando menos se lo espera.
Yo, de mi casa, extraño los adornos azules, el olor de la cocina, mover el coche cuando lo dejo mal estacionado, que mi hermana me robe la ropa y los abrazos de mi madre.
Quisiera estar con ellos. Cenar juntos en la casa, comer durante días lo que mi mamá prepare para hoy en la noche y abrazarnos después de brindar y decirnos que nos amamos.
También quisiera que mañana pudiera bajar al árbol y encontrar una sorpresa. Tengo 23 años y Santa no se ha olvidado de mi. Quisiera que mi papá bajara cuando mi hermana y yo abrimos los regalos y que nos tome fotos. Horas después, quisiera que bajara mi mamá y desayunáramos en el piso de la sala.

En Amsterdam hay mucha nieve y una chimenea frente a mi. Hay un regalo sorpresa que Santa metió a mi maleta y abriré hasta mañana. Pero me hace falta mi casa... esa que extraño tanto aunque quizás no esperaba hacerlo.

Día 8

Pues nada; que me voy de Italia y que tengo el corazón roto.
Nunca tomé café como los italianos: de pie y en lo que en México se conoce como ‘de entrada por salida’. Pero sí conocí a las mujeres ‘nice’ (abrigo de Mink y bolsita Louis Vuitton en mano) que recorren la ciudad en bicicleta, me impresioné por las habilidades de los italianos para manejar por los callejones (sin atropellar a nadie, desesperarse o raspar sus coches) y probé el mejor spaghetti al pomodoro que podría imaginar.
Hoy me despedí del Palazzo Vecchio, me compré uno de los cantos del Inferno de Dante y fui por una última comida a la que para mi es la mejor Trattoria de Florencia.
Ahora, a tomar un avión para Amsterdam.
Mientras llega la cuenta, me pongo espantosamente cursi y me digo: Siempre me quedará Italia.

Día 7

Recorrí sus puentes sintiéndome extasiada por tanta belleza. Caminé durante seis o siete horas y no podía dejar de mirarla; de perderme en sus calles viejas, estrechas y con las banquetas cubiertas de nieve.
Me tomé muchas fotos, pagué varios euros por entrar a los museos más famosas de la zona y me quedé parada un rato frente a las tumbas de Galileo, Miguel Angel y Machiavello.
También me di tiempo para extrañar; para pensar en todas las personas que me encantaría que estuvieran conmigo.
Mañana, a ver El David. Hoy, a emborracharme con el vino que compré frente a Baptisterio en que bautizaron a Dante.

Día 6

Por fin llegué al Duomo. Abandoné las ganas del ver al Papa en El Vaticano y preferí despertarme tarde para tomar el tren hasta Florencia. Antes, cabe recordar, me tomé como 30 fotos frente al Coliseo.
Una vez en la ciudad natal de Alighieri, me perdí. Recorrí dos cuadras que no debí haber caminado. Con dos maletas (¿40 kilos entre ambas?), una bolsa de mano y nieve sobre las banquetas, no fue tarea fácil.
Luego Santa Maria Novella. Para variar, hermosa y toda cubierta por una ligera capa de hielo.
Cuando llegué a Santa Maria del Fiore, no podía cerrar la boca. Brunelleschi lo había conseguido: en ese momento le declaré mi amor a Italia.
Luego el Palazzo Vecchio. Me quedé mirándolo durante más de 10 minutos. Pensé en Hannibal y en el inspector Pazzi. Luego silencio. Estaba –yo creo– en lo que L. me enseñó a nombrar como experiencia estética.
Después me fui a dormir; pero sólo porque Florencia también cierra los ojos temprano.

Día 5

Me despedí de Roma a bordo del taxi de un hombre sonriente y amable que se llamaba Gianni. Cuando bajé del auto, me dijo que, en español, su nombre quería decir 'Juanito' y me movió la mano diciendo arrivederci.
Luego buscar el tren, una loca que cobró 5 euros por cargarme las maletas sin que se lo pidiera (le deseo una amarga navidad) y luego canalizar el enojo escribiendo.
Mejor olvido el pequeño incidente y pienso en Florencia.

Día 4

No regresé a San Pedro. Necesitaba sentarme a comer en un lugar con vista privilegiada y, según recordaba, ningún restaurante de la zona me llamaba la atención. Preferí, entonces, caminar; saborear la ciudad poco a poco (como dicen algunos).
Escogí la Plaza Spagna. Me compré un cinturón (lo necesitaba) y exploré el resto de las tiendas pero no me llamaba la atención comprar nada. Luego escogí El Panteón para comer. En la noche, explorar Trastevere. No me gustó ningún lugar para tomar cerveza. Mejor probé un restaurante con buena calefacción, buen spaghetti alla bolognesa y bueno vino por 10 euros. Un día perfecto, diría yo.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Día 3

Estando en Roma, se pierde la noción del tiempo. A lo mejor es por la diferencia de horario (estoy muy cansada); a lo mejor es porque la belleza de la ciudad no deja que piense en nada más. Hoy comí el mejor spaguetti alla carbonara que he probado en mi vida.
Como parte de lo que ridículamente he bautizado como 'El tour Ángeles y Demonios', visité la tumba de Rafael y bebí Baileys en la Plaza Navona. También me compré dos sombreros. Me veo linda con ellos. Será otra de las novedades que aplique en este viaje. Ahora le tomo fotos al Coliseo, un policía me acaba de regañar por sentarme a escribir y, muy enojada, pienso en el siguiente destino a explorar. Creo que elegiré caminar hasta Sta Ma Maggiore.

Día 2

En Roma oscurece a las cinco de la tarde. Se puede tener la mejor comida en un café –uno de esos coquetos que decoran las banquetas– que prepara el mejor helado del mundo y degustar un jamón serrano como para morirse de un infarto. La Basílica de San Pedro es tan hermosa, que no importa hacer el ridículo tomándole más de treinta o cuarenta fotos.
En la mañana me quejaba de que no hacía tanto frío como esperaba. Ahorita estoy sentada en lo alto del Castel S. Angelo, frente a una de las más hermosas vistas que jamás he contemplado, y con el viento helado soplándome a la cara. Hasta mañana.

Día 1

Descubrí que, desde mi hotel, se veía el Coliseo. Viaje más de 12 horas y decidí que, en consecuencia, lo mejor sería caminar –las cuadras necesarias– para mirarlo de cerca y cerrar el día con broche de oro. Es hermoso. Antes me lo imaginaba simple y poco atractivo. Pero es todo lo contrario. Me ha vuelto loca. Para no perder la costumbre de sentarme horas a gozar de los paisajes que me gustan, ceno lasagna (mi primera pasta en Italia) en un restaurante donde la mesera es amigable y me habla en español. Listo; buenas noches.

martes, 1 de septiembre de 2009

Síndrome pre-viaje (2)

Me voy a Los Angeles. Temblando de miedo de que el avión se caiga y me muera sola, pero me voy. El pánico a los aviones es un fenómeno reciente en mi vida: “Gracias mamá por contagiarme tu neurosis”.
En estos momentos sólo pienso:
-Que a pesar de que sólo dormiré un par de horas, debo de estar fresca para trabajar en el avión y mandar a la editorial la sección que tengo pendiente.
-Que deseo que el nuevo libro que llevo en la bolsa esté excelente y me entretenga durante los momentos de espera.
-Que el desayuno del avión esté ‘pasable’.
-Que muero porque llegue el sábado para ir al esperado concierto.
-Que siento que mi maleta está muy vacía y seguramente me estoy olvidando de algo.
-Que tengo que dejar de escribir y pensar en tonterías para mejor irme a la cama e intentar descansar.

Espero, de todo corazón, tener un vuelo agradable y llegar a mi destino sana y salva.

viernes, 28 de agosto de 2009

Preparativos parisinos

Conseguí el boleto de avión, a un excelente precio, gracias a un descuento que G. me ayudó a conseguir por medio de la editorial. El vuelo 1586, de Mexicana, saldrá de México el 15 de diciembre de 2009 a las siete de la noche y llegará a Roma a las seis de la tarde del día siguiente.
Los hoteles están reservados desde hace aproximadamente dos meses. Me bastan las fotos de la fachada –y un desayuno que me permitiría prepararme un lunch– para sentirme satisfecha.
Aún no he pensando en las maletas. Pueden ser dos pequeñas, como indica la reglamentación de la aerolínea o, ya de plano, dejarme de tonterías y llevarme sólo una mediana. No me molesta llevar la misma ropa para veintitantos días, me angustia que me de flojera lavar allá y termine por tirar algunas cosas y comprar nuevas.
Falta un vuelo y los boletos de tren. Lo segundo puede esperar. Lo primero, en contraste, es necesario confirmar próximamente pero me detiene el miedo de que, por ser una aerolínea desconocida para mi, el avión pueda caerse y me muera sin que mi mamá se entere sino hasta muchas horas después.
Por lo demás, todo está en orden. Estoy feliz, emocionada y muerta de ganas por regresar a comer una crepa a París.

martes, 26 de mayo de 2009

Viajera

Amo viajar.
(En realidad, mi afirmación es absurda. ¿Quién no lo hace?)
También amo lo que generalmente llamo ‘el síndrome pre-viaje’ (nervios, maletas, revisar frenéticamente que tenga pasaporte y dinero...) e, incluso, imaginarme cómo será todo una vez que llegue al destino deseado.
‘Hacer la maleta’ es algo que prefiero dejar para el final. Por alguna razón, siempre he sentido que es mucho más emocionante preparar todo sólo una noche antes de abordar un avión. Sin embargo, de unos años para acá, también he comprobado que (¿por la ‘edad’?) esta rutina también aumenta las posibilidades de que olvide un elemento 'precioso' como costurero o shampoo. Nada que no pueda comprarse en el país a donde voy, pero que sí representa dólares o euros que podría gastarme en un café.
La neurosis de mi madre es punto y aparte. Siempre son los mismos consejos: te ‘cuidas’, ‘cuidas’ la maleta, ‘cuida’ el dinero, ‘cuidado’ con los papeles...Y ya, después de un rato: “diviértete” y “me marcas cuando llegues”. El único punto que detesto de su paranoia, y que contemplo con desprecio después de revisar, en el número de julio, mi artículo sobre terrorismo, es cómo me he convertido en una loca que desea llegar a Nueva York sana y salva de bombas y atentados que derrumben rascacielos... Quizás ese sea uno más de los motivos por los que, evidentemente, no puedo dormir.