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jueves, 13 de mayo de 2010

Mejor prevenir...

Hace casi dos meses desde aquella terrible ocasión en que sentí que moriría a bordo de un avión. Una noche antes del feliz evento, discutí con mi madre y decidió no dirigirme la palabra al día siguiente. Siempre que salgo de la casa –y en especial cuando me trepo a una nave voladora– me pone una medalla en el cuello y me da un recuadro con una virgen para llevarla en la bolsa. Ese día, en cambio, nada.
Antes de irme –ya en el aeropuerto– le mandé un mensaje que decía más o menos lo siguiente: “Deberías de despedirte de mi. Qué tal que en el avión va un terrorista y me muero”. Entonces sonó el teléfono y, como si nada hubiera pasado, me deseó un próspero viaje.
Dos o tres horas después faltaba poco para aterrizar. Desde la cabina del señor piloto, un potencial rival de James Earl Jones anunció: “Damas y caballeros, les rogamos abrochen sus cinturones y reclinen el respaldo de su asiento. Estamos próximos a iniciar nuestro descenso”.
Unos cinco segundos después, estaba –en silencio, claro– despidiéndome de mi madre, mi padre, mi hermana, mi novio, mis amigas, mi jovencísima carrera como redactora, mis buenas y malas experiencias y pidiéndole a Cristo Rey que, cuando el avión tocara el piso y estallara, yo no sintiera nada de nada.
Todo empezó con un ruido en los motores; como cuando se pisa el acelerador de un coche y no se cambia la velocidad. Luego unas luces blancas que parpadeaban en las alas. Luego otro acelerón. Luego caemos, así, como si el avión del demonio se hubiera quedado sin frenos y yo sin serenidad. Lo último que pensé fue: “Al primero grito histérico de una señora, ya valió madres”.
Y no, claro que no nos estrellamos. En lugar de eso, le eché la culpa a la ausencia de la medalla y al recuadro de la virgen.

Ya estoy lista para el próximo despegue. Creo que llevo todo lo necesario en la maleta, dinero y pasaporte en la bolsa y el gran toque final: como aprendí la lección de aquella fatídica noche de marzo, ya tengo la medalla de oro en el cuello y no faltará la tablilla de madera en la bolsa mientras intento dormir. Qué risa.

martes, 1 de septiembre de 2009

Síndrome pre-viaje (2)

Me voy a Los Angeles. Temblando de miedo de que el avión se caiga y me muera sola, pero me voy. El pánico a los aviones es un fenómeno reciente en mi vida: “Gracias mamá por contagiarme tu neurosis”.
En estos momentos sólo pienso:
-Que a pesar de que sólo dormiré un par de horas, debo de estar fresca para trabajar en el avión y mandar a la editorial la sección que tengo pendiente.
-Que deseo que el nuevo libro que llevo en la bolsa esté excelente y me entretenga durante los momentos de espera.
-Que el desayuno del avión esté ‘pasable’.
-Que muero porque llegue el sábado para ir al esperado concierto.
-Que siento que mi maleta está muy vacía y seguramente me estoy olvidando de algo.
-Que tengo que dejar de escribir y pensar en tonterías para mejor irme a la cama e intentar descansar.

Espero, de todo corazón, tener un vuelo agradable y llegar a mi destino sana y salva.

martes, 26 de mayo de 2009

Viajera

Amo viajar.
(En realidad, mi afirmación es absurda. ¿Quién no lo hace?)
También amo lo que generalmente llamo ‘el síndrome pre-viaje’ (nervios, maletas, revisar frenéticamente que tenga pasaporte y dinero...) e, incluso, imaginarme cómo será todo una vez que llegue al destino deseado.
‘Hacer la maleta’ es algo que prefiero dejar para el final. Por alguna razón, siempre he sentido que es mucho más emocionante preparar todo sólo una noche antes de abordar un avión. Sin embargo, de unos años para acá, también he comprobado que (¿por la ‘edad’?) esta rutina también aumenta las posibilidades de que olvide un elemento 'precioso' como costurero o shampoo. Nada que no pueda comprarse en el país a donde voy, pero que sí representa dólares o euros que podría gastarme en un café.
La neurosis de mi madre es punto y aparte. Siempre son los mismos consejos: te ‘cuidas’, ‘cuidas’ la maleta, ‘cuida’ el dinero, ‘cuidado’ con los papeles...Y ya, después de un rato: “diviértete” y “me marcas cuando llegues”. El único punto que detesto de su paranoia, y que contemplo con desprecio después de revisar, en el número de julio, mi artículo sobre terrorismo, es cómo me he convertido en una loca que desea llegar a Nueva York sana y salva de bombas y atentados que derrumben rascacielos... Quizás ese sea uno más de los motivos por los que, evidentemente, no puedo dormir.