jueves, 27 de octubre de 2011

Sin Sangre

“Se miró. Vio a una vieja niña. Sonrió. Caparazón y animal. Entonces pensó que, por mucho que la vida sea incomprensible, probablemente la atravesamos con el único deseo de regresar al infierno que nos creó, de habitar en el mismo junto a quien, en una ocasión, nos salvó de aquel infierno. Intentó preguntarse de dónde provenía aquella absurda fidelidad del horror, pero descubrió que no tenía respuestas. Sólo comprendía que nada es más fuerte que ese instinto de volver donde nos desgarraron, y de seguir repitiendo ese instante años y años. Pensando tan sólo que quien nos salvó en una ocasión puede hacerlo para siempre. En un largo infierno idéntico a aquel del que venimos. Pero, de pronto, clemente. Y sin sangre”.
Alessandro Baricco
Giró la llave y apagó el motor. Abrió la puerta y comenzó a caminar hacia las escaleras eléctricas; escuchó el eco de sus tacones sobre el cemento como todas las mañanas. El aumento de la angustia se somatizaba en su pecho y subió, escalón por escalón, pensando en las palabras que usaría cuando lo tuviera enfrente. Lo vio sentado en el lugar de siempre con la camisa de cuadros azules y el pantalón negro semioculto bajo el escritorio. Cuando notó su presencia, caminó hacia ella, la abrazó con efusividad –como si no quisiera dejarla ir – y le pidió perdón por centésima o milésima vez. Iniciaba una noche-silencio. Y el piso hervía bajo sus pies.

sábado, 22 de octubre de 2011

Muerte

Para cuando llegó hasta el patíbulo, ya era maestra en el meticuloso arte de callar el dolor. Antes de llegar a ese último escenario, en el que el golpe mortal de una cuchilla le cortaría el aliento, había perdido extremidades, piel, cabello, sangre. Capa por capa, de la epidermis a la hipodermis, fue despojada de fibras, de células, de los adipositos que alguna vez estuvieron unidos para dar forma a su tan envidiable femineidad. Primero sintió como sus brazos se desprendieron del tronco; su alma aulló de sufrimiento junto con la hemorragia interna que se desató al interior del cercenado organismo. Lloró como una loca, intentó hincarse para pedir piedad. Suplicó. Rezó a los dioses que conocía por compasión. Nada. Estaba mutilada. El daño sería permanente. Aquel agonizante sistema nervioso jamás volvería a comandar movimiento a esas manos que tanto habían elogiado y que ahora comenzaban a pudrirse bajo una nube de moscas repugnantes. Luego perdió las piernas. El rostro se le inundó con delicados torrentes de líquido salino cuando sintió la ausencia de esos muslos que tanto habían sido acariciados. Notó como los dedos de los pies empezaron a decolorarse, como perdieron hasta la última gota de sangre y comenzaron a morir junto con ella.
La última vez que lloró fue cuando bajó la mirada y observó los despojos de su cuerpo. Ya no había nada que pudieran arrebatarle. Ahora no era sino un cadáver, un armazón completamente vacuo y en inevitable estado de descomposición. Se volvió consciente de su propia oquedad y notó que la tragedia se mantendría hasta que perdiera la vista, el pensamiento, la palabra. Entonces lanzó una provocación más, un motivo para alcanzar la guillotina, para descansar.
El sol le quemaba la cara. Miró el desprecio con el que el pueblo la miraba desde la plaza principal. Notó el asco desprendiéndose de las muecas de esos rostros desconocidos pero se mantuvo firme. Sin brazos, sin piernas, sin nada, pero con los ojos bien abiertos y el lagrimal en guardia. Permitió que el cello hablara por ella, que cantara en su memoria y que se desgarrara en su más infinita profundidad. Siguió escuchando la música en su mente. Escuchó el viento, la respiración de los violines, el ir y venir de los arcos sobres las cuerdas que contaban su historia en un pentagrama en algún lugar del mundo. Miró al cielo. ¿En un último acto de fe? Quizá. Luego la música se apagó. El aire le indicó la aproximación de la cuchilla a la curva que aún formaba su cuello. Y luego, oscuridad.

domingo, 9 de octubre de 2011

Armadura

Escucha la voz marchita con cada ojeada que destina al espejo. ¿A quién pertenece la imagen reflejada? A otra que ya no existe. Enfrenta las arrugas a cada lado de los ojos, bajorrelieves tallados sobre la superficie morena y mal cubierta con polvo translúcido. Apenas mueve los labios, no logra que formen una curvatura para emular una sonrisa; sufre. Contempla su anatomía falseada y, aunque por instantes se siente complacida con ella, también extraña la silueta que fue distorsionada.
Ellos no la notan ‘como antes’. Se divierten platicando con la chica sin maquillaje, sin inyecciones semanales de botox en la frente y sin protuberancias que alimenten sus fantasías. Le ‘conceden’ su atención porque no pasa de los 25. A ella, en cambio –sombra que se aferra a la triste belleza que se le escapa– han dejado de mirarla. Dejó que los fantasmas la hicieran temer el transcurrir del tiempo y quiso borrar las huellas de su cuerpo. Se observa y se desprecia; se transforma en una más de las figuras que vuelcan sus años presentes en la búsqueda de lo irremediablemente perdido. Infortunada efigie de la melancolía, siempre deseante de lo que ya no volverá y sin embargo destinada a continuar presa de una armadura que envejece y algún día morirá.