martes, 28 de julio de 2009

¿Agencias o policías?

Ahora resulta que las ‘agencias de colocación de personal doméstico’ –serias y responsables, cabe recalcar– han implementado numerosas medidas preventivas y de investigación que ni al mismísimo Sherlock Holmes se le ocurrirían. Aquí la información que me fue entregada a las afueras de un supermercado.

¿Por qué elegirnos a nosotros?
  • Aplicamos pruebas psicológicas a todo el personal para descartar patologías o malos hábitos.
  • Comprobamos las referencias del personal, por lo que podemos verificarlas. (Mmm...)
  • Tomamos fotos digitales del personal como lo hace el MP.
  • Tomamos huellas dactilares y del puño de la mano. (¿Alguien tiene un puño en el pie?)
  • El personal está garantizado por 6 meses o hasta 4 cambios. (¡Ni mi aspiradora, caray!)
  • Nos apegamos al perfil que requiera.
  • Firmamos con el personal un contrato en el cual nos dan autoridad para proceder en contra de ellos en caso de cometer alguna falta.

Sin comentarios.

lunes, 27 de julio de 2009

Inocente pobre niña

El hombre de la camisa blanca, y corbata azul de rayas, me sonrió desde que se aproximó al sillón en donde lo esperaba. Después de tenderme la mano y de un saludo cordial, me pidió que tomara asiento e inicié mi camino hacia un interrogatorio que, sin saberlo, terminaría por dañar mi dignidad de manera irreversible.
–Venía porque quería tramitar una tarjeta de crédito.
–Sí, si me acuerdo que habías venido a preguntar por lo requisitos la semana pasada.

Primero observó mi identificación, después el comprobante de domicilio y, por último, comenzó a hojear mis recibos de honorarios. Podría jurar que una sonrisita de compasión se le escapó de los labios.
–Ok, vamos a capturar tu solicitud.
Aunque mi boca logró articular un “gracias”, en la privacidad de mi mente imaginé la formación de una nube negra, justo encima de mi cabeza, y que, de un momento a otro, estallaría como la manifestación de mi fracaso en el mundo de los historiales crediticios. Segundos después, el ingenuo ejecutivo de cuenta (según explica la tarjeta de presentación que más tarde me obsequiaría) inició la tortura:
–¿Qué otras tarjetas de crédito manejas?
–Ninguna.
–¿Nada? ¿Departamentales? ¿Nada?
–Nada.
(Otra vez la sonrisita compasiva).
–¿Qué propiedades tienes?
Tragándome el orgullo, e ignorando la crueldad de la pregunta, respondí lo inevitable:
–Ninguna.
–¿Coches? ¿Casa? ¿Nada?
–Nada.

Después de otra serie de cuestionamientos que demostraban mi ‘independencia’ laboral, mi escasa experiencia en la vida profesional (sólo llevo 10 meses trabajando), mi humilde y variable sueldo, mi falta de propiedades y la inexistencia de otros tantos elementos que comprobaran mi ‘solvencia económica’, Rodrigo (así se llama según decía el letrero de su escritorio) se levantó por unas hojas que posteriormente me tendió para ‘verificar’ mi información personal.
Cuando recibí los papeles, descubrí que el hombre era un santo: Inventó que llevaba cinco años trabajando en mi empresa, que mi sueldo mensual era del triple de lo que realmente es, que poseía un modelo Chevrolet con valor de $115,000 pesos y que mi profesión peternecía a la clasificación de dentista, doctora o abogada. Después de un par de carcajadas, le dije que todo era correcto.
Pero ni mi buena suerte ni las nobles intenciones del hombre de la camisa blanca, y la corbata a rayas, fueron suficientes: La tarjeta había sido rechazada.
–Llámame el miércoles. Voy a ver qué puedo hacer. Si no resulta, te sacamos una tarjeta preaprobada.

Sonreí agradecida y, sintiéndome como una indefensa e ‘insolvente’ niña, salí casi arrastrándome del banco. La nube negra, en efecto, había estallado sobre mi cabeza.

viernes, 24 de julio de 2009

La derrota

Hace meses que no toco el piano. Si no supiera que se trata de una evidente exageración, incluso diría que tiene años que no me siento, frente al banco de madera oscura, a tocar alguna de las piezas que aprendí cuando tenía 11 años.
Llegó como regalo de cumpleaños número diez. Tan pronto como aterrizó en la sala de mi casa, intenté ser autodidacta y comencé a practicar varios de los temas que venían ‘dibujados’ en lo que hoy llamaría: Piano for dummies. Poco tiempo después, me había convertido en el orgullo de mis padres: después de sólo unos meses de clases, ya interpretaba lo que a un compañero de la escuela le había tomado años en ‘perfeccionar’.
Tocaba cuando estaba feliz y cuando lloraba. Mi papá decía que, después de un par de melodías, se me olvidaba la tristeza. También me ponía ‘a prueba’ y, cuando según él me veía my concentrada en una partitura, me tapaba los ojos y casi lloraba de la felicidad cuando atestiguaba que podía seguir tocando sin tener las notas enfrente.
Nunca me ‘lucí’ en un recital. Me daba demasiada pena y me sentía incapaz de ‘demostrar’ lo que supuestamente sabía. Tampoco podía tocar enfrente de visitas. Las manos me temblaban, se me borraban las tonadas de la mente y ni siquiera podía poner en pie sobre el pedal de la parte inferior del piano.
Cuando cumplí 16 ó 17, superé el reto que me impuse desde que aquél instrumento se convirtió en mi posesión y mantuve mi promesa de ‘retirarme’ de la música.
–Sólo quiero aprenderme ‘esa’. Cuando lo haga, podré estar tranquila y dejar de tocar.

Y lo hice. Las notas que mantuve en la memoria durante años, se evaporaron lentamente. Ya no recuerdo nada y, cuando intento leer, pareciera que la vista me engaña y las notas –antes tan conocidas– se transforman en jeroglíficos imposibles de descifrar. Entonces me invade la nostalgia y lloro, pero no hay armonía alguna que borre mi desconsuelo y mi frustración. Con las manos entumidas y torpes, intento evocar viejos tiempos y cierro los ojos. Por fin lo logro: la música empieza a fluir y la amnesia se aleja. Pero el despertar sólo dura unos segundos. Volviendo a abrir los párpados, recuerdo que no tengo la paciencia de volver a aprender todo aquello que sabía. Me he vuelto egoísta con mi tiempo y sólo espero, cómodamente, rememorar el compás de algún acorde que conocía en el pasado. Pero no sucede. Intentando conservar mi dignidad, dejo de intentarlo y –triste y derrotada– me levanto del banco de madera oscura intentando ignorar que me he olvidado, por completo, de cómo tocar el piano.

martes, 21 de julio de 2009

(sin título)

Sueño despierta.
Con el viento helado despeinándome, los rostros desconocidos y el gris de las banquetas.
Sueño también, sin darme cuenta, con las tardes nubladas y los árboles platicándome su historia.
Siento el ardor en las manos congeladas y contemplo los largos abrigos que se arrastran por las calles. Saboreo, inmediatamente, el dulzor del azúcar y la mantequilla mientras contemplo una torre que se erige hacia el cielo.
Me abrasa, con las ramas de sus imágenes, y busco, instantáneamente, los destellos de esculturas inmóviles que yacen petrificadas sobre sus catedrales.
Imagino, extasiada, las avenidas desiertas y el esplendor de sus puentes. Veo entonces un río que fluye hasta enmarcar su belleza inalterada.
Cierro los ojos y me observo caminando, perdida en ella y en la sonrisa que arranca de mis labios. Pienso en las voces, los silencios y las miradas de un extraño que jamás volveré a ver. Recuerdo, luego, que pronto me fundiré en ella y, cerrando nuevamente los ojos, sonrío.

domingo, 19 de julio de 2009

Quejas de una inadaptada

Todo me desespera: el tráfico, la gente impuntual, los vendedores que ponen mala cara (a pesar de que uno los salude sonriente y quiera hacerles plática), los señores de los estacionamientos que no hablan cuando pagas tu boleto, que los platillos se tarden en llegar cuando se supone que vas a un buen restaurante y las interminables colas del súper. Sí, mi tolerancia es nula y prácticamente todo logra ponerme de malas de un momento a otro. Sin embargo, creo que nada –ABSOLUTAMENTE NADA– puede molestarme tanto como el fútbol.

Dado que los estadios se llenan, la gente modifica su vida por intentar alcanzar a ver un partido en la tele, existen clubs de fans, ser futbolista es el sueño dorado de millones de personas y este deporte constituye una industria multimillonaria, he concluido que soy anormal. No tengo remedio. Y, esperando que ningún aficionado lea este post, declaro: No me gusta para nada, me aburre, me saca canas verdes cuando los jugadores cometen errores ESTÚPIDOS (como quedarse parados mirando como el adversario mete gol) y jamás dejaré de considerar que es una tontería que el mundo entero deje de respirar porque poco más de una decena de e-x-p-e-r-t-o-s corren atrás de una pelota blanca para intentar ‘meterla’ en una portería.
Lo he intentado todo: pintarme la cara durante los mundiales, ir al estadio con trompeta en mano, comer papas y echar la chela tirada en la cama y preguntar quiénes son los mejores jugadores y por qué se les considera así. Nada resulta. Soy incapaz de poner atención, emocionarme o considerarlo mi pasión en la vida.
Sin embargo, lo peor del caso es que este sentimiento me hace sentir inadaptada. Entonces decido darle otra oportunidad e intentar pensar que un partido más logrará hacer la diferencia y convertirme en una aficionada. Pero sigo fracasando. Han pasado 87 minutos desde el inicio del bendito juego. Desde entonces, ordené mis cajones, metí la ropa al closet, arreglé unos papeles, bajé por comida y ahora me dedico a escribir este post con tal de no volver a mirar la tele y aburrirme por ver un juego absurdo al que no le encuentro ningún sentido.

miércoles, 15 de julio de 2009

Crónica de un fracaso anunciado

Algunas veces, pareciera que la 'era del ser humano' es parte del pasado. Actualmente, las grandes oficinas cuentan únicamente con máquinas (¿conmutadores?) que responden de forma automática y prometen resolverte la vida mediante P-R-Á-C-T-I-C-O-S menús que te ‘dirigen’ al destino deseado. Desafotunadamente, las nuevas tecnologías me rebasan y me declaro incapaz de, si quiera, comprar un boleto de avión sin una ‘señorita’ que me responda –en tiempo real– al otro lado de la línea.
Paso 1
–¡Bienvenido a Mexicana! Nuestro menú ha cambiado. Le rogamos permanecer en la línea y escuchar atentamente.
(escucho pacientemente esperando encontrar la opción deseada)
–Si desea información sobre vuelos y reservas, marque uno.
(evidentemente, marco uno)
–Si desea consultar precios o realizar una compra, marque dos.
(claro, marco dos)
–Mexicana está realizando algunas modificaciones que provocan modificaciones (no es mi mala memoria: la ‘mujer’ repite esas palabras en una misma oración) en nuestros servicios. Le rogamos ser paciente y permanecer en la línea.
(quince minutos después –SÍ, QUINCE–, me doy por vencida y cuelgo)

Negándome a declarar la derrota, marco al día siguiente y obtengo los mismos resultados. Nuevamente, haciendo gala de mi terquedad, lo intento durante los siguientes tres o cuatro días sin correr con suerte.
Finalmente, en una mañana en que decido comprar el dichoso boleto por Internet, mi amiga del trabajo se acerca a preguntarme:

–¿Y qué pasó con tu boleto?
–No sirve el teléfono, yo creo que lo voy a reservar por Internet.

Convencida de que soy mejor compradora a través de la red, reservo mi boleto aún consciente de que sólo tengo un día para pagarlo. Hoy en la mañana, visito la página de la mentada aerolínea y sufro un doloroso fracaso al intentar consultar las formas de pago de mi reservación: el sistema no me 'deja' entrar. Cuando consulto mi correo electrónico, para checar la confirmación de la reservación, descubro horrorizada que mi hora límite de pago eran las once de la mañana. Angustiada, levanto la mirada y observo que el reloj de la computadora dice que son las once cincuenta. Fúrica, me dijo a mi misma que, si una ‘señorita’ me hubiera arreglado todo por teléfono, ya tendría mi boleto asegurado.

miércoles, 8 de julio de 2009

De dos a tres caídas

Hoy luché a muerte con un cuernito –recién horneado– que llegó a la mesa envuelto en coloridos trozos de papel de china. A decir verdad, preví la pelea desde que observé al mesero aproximándose con una coqueta canastita que, de un segundo a otro, aterrizaría frente a mis ojos.
La canasta de los papeles multicolores olía a pan caliente. La miraba sin querer mirarla e intentaba olvidarme de su presencia aunque el olfato me la recordaba por momentos.“Ni lo pienses”
“Te esfuerzas todos las mañanas como para tirar todo a la basura por un triste pedazo de cuerno”
“Ya van a traerte el plato fuerte, mejor olvídalo”
“Espérate al fin de semana y te lo comes con toda tranquilidad”

Entonces, olvidándome de las horas de mi vida que –desde hace dos semanas– pierdo en el gimnasio durante las mañanas, el cuernito me vence. El maldito arrogante me seduce y, después de darle la primera mordida, me recuerda que me resulta imposible controlar mis antojos y por eso, nuevamente, concluyo que yo no nací para hacer dietas.