martes, 16 de octubre de 2012

Mr. Anderson Presents


[Escribí este texto después de una entrevista que realicé para la revista Esquire Latinoamérica. No se publicará en el medio en el que trabajo (porque ahí aparecerá en un formato tradicional de pregunta-respuesta) pero dejo este registro como agradecimiento a una figura que admiro y me inspira]

Encontrar la mirada de Jon Lee Anderson es reconocer al testigo que ha presenciado algunos de los acontecimientos que han definido la historia contemporánea. En su palabra está el rastro de sociedades laceradas por conflictos armados, terrorismo y dictaduras y, a través de las crónicas que han nacido de su interminable andar por el mundo, se han manifestado las voces que el periodismo y la narrativa convencional se han permitido ignorar. El que actualmente trabaja como corresponsal de la revista The New Yorker nació en California, Estados Unidos, pero ha pasado gran parte de su vida cubriendo guerras y develando la personalidad de líderes que han definido las vidas de los millones de individuos sobre los cuales han ejercido su poder. Hoy el cronista me recibe para platicar sobre África. Tiene un expreso a medio terminar sobre la mesa y su perfecto español me comprueba que incluso los años de la infancia que pasó en Colombia han influenciado su manera de hablar.
Llevo una vida agitada entre varios continentes pero África es un lugar al que siempre voy con gusto. Las diez crónicas que reuní en el libro constituyen el material que he escrito para The New Yorker. He tenido otras experiencias en otros lugares, claro, pero aún no las llevo al papel”, confiesa uno de los pocos occidentales capaces de cambiar de piel para aproximarse a culturas radicalmente distintas a la suya. Anderson se dejó conmover por África desde la primera vez que pisó Liberia, durante el año que ahí pasó siendo adolescente, y después la inagotable fascinación que le despierta la otredad lo llevó a explorar y documentar territorios como Zimbabue y Santo Tomé. “Para aproximarse a sociedades tan distintas hay que dejar atrás el bagaje cultural propio. Las personas no deben verte como alguien prepotente, racista o arrogante. Hay que saber cómo son los individuos e intentar convivir con ellos para que se abran ante ti. En África no es difícil porque la gente es muy generosa y hospitalaria, siempre me ha hecho sentir bien recibido”.
Hasta el momento, el hijo de un diplomático y una escritora cuyos viajes constantes lo llevaron a memorizar la organización del mapamundi, ha publicado ocho libros que compilan sus experiencias de viaje, entrevistas y perspectivas sobre los contextos que captura a través de sus crónicas y perfiles. ¿Perspectivas? Eso mismo. El autor de Che Guevara: una vida revolucionaria, está consciente de que sus lectores conocen el mundo a través de sus ojos y de que tiene las herramientas para orientar sus puntos de vista. “Uno dice, casi como una máxima periodística, que siempre se busca la objetividad. Yo he dejado de decirlo porque creo que ninguno de nosotros es realmente objetivo. Hay noticias y crónicas en las que no es bueno ser imparcial. Yo quiero que mis lectores tomen sus propias decisiones en torno a mis personajes pero, claro, sé que en mis descripciones también está mi juicio. Intento ser imparcial pero, cuando no puedo serlo, expreso que estoy frente a un abuso o una injusticia y quiero que alguien lo vea”. Quizá por eso hay quienes sentimos que sus crónicas son una invitación a experimentar el periodismo narrativo con todos los sentidos: en sus textos puede distinguirse el desagradable olor de un río en Santiago de Chile, pueden escucharse los gritos de una multitud enardecida en las calles de Bagdad.

Jon ha terminado su café. A pesar de que el día está soleado, lleva puesto un suéter gris sobre una camisa de rayas azules y no parece sentir calor. Se le ve tranquilo y escucha con atención todas las preguntas con las que lo asalto. Le echa una mirada distraída a su iPhone y aprovecho el momento para preguntarle cuáles deben ser las habilidades de un cronista al que no le queda más que intentar sobrevivir a la competencia que la inmediatez le impone mediante redes sociales, notas televisivas brevísimas y una cobertura noticiosa que no duerme y se manifiesta a través de Internet. “Nosotros tenemos algo que no ofrece nadie más: la posibilidad de adentrarnos en un mundo distinto, en una historia. A todos nos gustan las historias, desde que somos niños y queremos que nuestros padres nos cuenten una. Quienes estamos muy asediados por la instantaneidad, entendemos que estamos perdiendo algo y que necesitamos reflexionar dentro de un relato. Hay hechos que ya ni miramos porque son como ruido blanco. El reto del cronista es buscar qué hay detrás de esos hechos”. El aficionado al box piensa que la realidad no sólo debe reportarse y retratarse, sino también aprehenderse. Asegura que en América Latina hay un gusto por la crónica y que nutrir el periodismo con boletines de prensa es una costumbre tan vieja y en desuso como la comunicación a través del telégrafo. Concluye su idea diciendo que, aunque no todo el público esté dispuesto a leer crónicas de gran extensión, éstas sí pueden alimentar a la sociedad y solventar el porvenir de una buena parte de los periodistas de hoy.
Mi entrevistado no sólo vino a México a presentar su nuevo libro, sino también a formar parte de los talleres de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez para dirigirse a jóvenes que apenas incursionan en el ámbito periodístico. Y es que Anderson, que trabaja para un medio de comunicación norteamericano, ha logrado mantener una actitud crítica ante el establecimiento de la agenda pública del mundo actual. “El poder es quien, casi siempre, establece lo que es noticia y lo que no. En los años que llevo como periodista –incluso en los mejores medios– sé que cubrimos un acontecimiento, secuela o guerra porque se impuso una agenda al respeto. Tiene que ver con una política de filtrar las noticias. Y eso es parte de una herencia. Ellos saben cómo adiestrar y guiar, cómo establecer una noción de noticia de vanguardia y calidad”. A pesar de esto, el autor de La caída de Bagdad, también considera que hay un periodismo independiente emergente que obedece a la democratización de los medios. “Es un poco indiscriminado pero, de cualquier modo, las historias que han salido de medios como blogs o YouTube han revelado hechos contundentes que el poder ha querido ocultar. Tenemos, por ejemplo, el caso de Wikileaks. Estamos ante tiempos distintos. Ahora se vive una lucha entre el poder establecido y los medios nuevos”.
La plática continúa y me atrevo a expresarle que hoy pareciera que el terrorismo es uno de los temas que, justamente, funciona como guía de la agenda noticiosa. Anderson afirma con la cabeza y me dice que él tiene muy claro lo que significa la palabra ‘terrorismo’. “Si se utiliza la violencia para crear terror destinándola a víctimas inocentes, eres terrorista. Sin embargo, si, por ejemplo, unos patrulleros mueren a manos de un grupo guerrillero, a pesar de la pena hacia la familia de los policías, éstos son un blanco militar más o menos legítimo”. En el año 2000, Jon conoció al Subcomandante Marcos. Trae a la mente la experiencia para asegurarme que él, con sus virtudes y defectos, era un guerrillero, no un terrorista. “Sí utilizó la violencia, pero la controló mucho. Hubo gente que murió pero quién no diría que, en aquella época, al gobierno de México le faltaba legitimidad. Es difícil porque, claro, es la aseveración de un grupo contra otro. Es como decir: no eres legítimo porque históricamente has sido mi represor y ahora estoy en mi derecho de utilizar la violencia para cambiar esta situación. Podemos estar de acuerdo o no, pero colocar bombas en lugares públicos, donde cualquiera puede morir, es un acto terrorista y siempre lo ha sido”. Por eso, resume el periodista, ahora que el terrorismo es la nueva forma de pelear y palabras como ‘guerrillero’ y ‘mercenario’ prácticamente han desaparecido del argot, hay que prestar atención a las nuevas realidades que se presentan ante nosotros.

En La herencia colonial y otras maldiciones, hay una carta que Anderson escribió desde Libia. Rey de reyes narra los últimos días de Muammar Gaddafi pero inicia con una reflexión acerca de la caída de un dictador: “¿Cómo termina todo? El dictador muere, consumido y demente, en su cama; huye de los rebeldes en un avión privado; es atrapado, escondido en un puesto avanzado de montaña, en una tubería de alcantarillado, en un agujero de araña”. La narración continúa y habla del juicio, de la paranoia, de las inquietudes de una sociedad que, ante la inminencia de su tan esperada liberación, también siente miedo y se pregunta cuál será el rumbo que tomará su futuro. ¿La historia siempre se repite? ¿El dictador africano y sus mecanismos de terror son similares a los del dictador latinoamericano y el europeo? “La esencia es la misma. Tomemos como ejemplo a la Rusia posterior a la Guerra Fría. ¿Vladimir Putin es demócrata? Nadie en el mundo lo cree pero hay alternancia en las urnas. Aparentemente ahora los rusos votan y poseen el instrumento que antes sólo existía en Occidente: la democracia. Sin embargo, hemos aprendido que la alternancia en las urnas no es una respuesta final porque hay un puñado de hombres que puede arrebatar los recursos de un país entero, hacerlos suyos y, tras convertirse en oligarca y millonario, jactarse de ser demócrata”. Hoy siguen existiendo dictadores. No obstante –y ahí han estado Hugo Chávez, en Venezuela, y Álvaro Uribe, en Colombia, para probarlo– desfilan como presidentes elegidos democráticamente. “Los nuevos dictadores son escogidos. Hoy el mundo es más complejo pero hay que reconocerles cuando aparecen. El dictador de nuestros días se camufla. Es como el racista en Estados Unidos, que sigue estando ahí pero esconde su desdén inventando el Tea Party”.
Jon se quita los lentes y los coloca sobre la mesa cuando le pido que me comparta sus propias definiciones de justicia y violencia. “Cuando se trata de menguar los excesos, la justicia lo es todo. Estoy convencido de que se requieren tres elementos para mantener una sociedad sana: un poder judicial transparente y honesto, una policía que, en vez de representar una amenaza, sea verdadera guardiana y protectora y una prensa independiente y honesta. Si se carece de alguno de estos componentes, la enfermedad empieza a aparecer en sociedad”. Continúa hablando sin titubeos y, de los temas que hemos tocado hasta el momento, éste es el que comenta con mayor severidad. “Lamentablemente, hay demasiados procesos políticos violentos. A pesar de esto, hay algunos que eventualmente logran legitimarse y es curioso presenciar el proceso. En algunas ocasiones, el terror y el paso del tiempo transforman los eventos que iniciaron como baños de sangre y arrebatos de poder en continuidad”. Me pide que reflexione sobre los gobiernos y estados que han comenzado así. Me vienen a la mente los regímenes de Augusto Pinochet, Hugo Chávez y Muammar Gaddafi, tres hombres que Anderson ha documentado en sus libros y que comparten lo siguiente: tras iniciar como revolucionarios y despojar a viejos tiranos del poder mediante un enfrentamiento armado, instauraron regímenes totalitarios, violentos y empeñados en presumir una falsa aprobación popular. “Gran parte del mundo es así. Las poblaciones están a expensas de las manías de quienes las gobiernan o manipulan sus destinos. Por eso me interesa tanto hacer perfiles de gente de poder, porque realmente creo que una sola persona puede afectar la vida de millones”.

Durante los 15 años que ha trabajado para The New Yorker, el observador que piensa que todo perfil debe capturar la tridimensionalidad de un individuo, ha retratado a sus personajes con el detalle que el pintor de finales del siglo XIX temía perder ante el inminente boom de la fotografía. Cuando se enfoca en un solo personaje, Anderson no necesita una cámara para darlo a conocer a sus lectores: sus escritos periodísticos expresan tanto la relevancia del poder del perfilado, como sus rasgos físicos. Sus textos inician con una exploración de algunas características externas del sujeto y terminan clarificando cómo es que la figura de interés llegó a convertirse en lo que es. En el perfil que escribió de García Márquez, por ejemplo, el público comienza la lectura averiguando la marca del automóvil que el escritor colombiano utiliza para recorrer Bogotá y termina enterándose de que Mercedes, la esposa del Nobel, empeñó la estufa eléctrica y su secadora de pelo para que ‘Gabo’ pudiera reunir el dinero para enviar, en dos paquetes, el manuscrito de Cien años de soledad a su editor. “Para escribir un buen perfil hay que empaparse de la persona y de su contexto, hay que salir del entorno propio y buscar movimiento, experiencias paralelas que arrojen luz sobre la meta principal. Es necesario entrar en la vida creada, en el mundo y en las percepciones de otros”.
Jon Lee Anderson sabe cómo entrar en la vida creada de un dictador. El perfil que escribió de Augusto Pinochet empieza con una declaración que provoca que todo el que conozca la historia de Chile sienta una punzada en el estómago: “Sólo he sido un aspirante a dictador”. La agudeza de la punzada incrementa hacia el final de la lectura, en que el periodista transcribe lo que Pinochet respondió cuando le preguntó cómo esperaba que la historia lo recordara: “Como a un hombre que amó a su patria y la sirvió toda su vida. Tengo ya ochenta años y lo único que conozco es el deber. Espero que hagan justicia a mi memoria. Cada cual lo interpretará como quiera”. El impacto que genera la revelación de semejantes declaraciones se repite de dictador en dictador. El lector del texto que Anderson escribió sobre Hugo Chávez no sólo se entera de que el venezolano tenía la mala costumbre de beber veintiséis tazas de café al día, sino también de que Chávez es el mejor aliado que Fidel Castro tiene en el hemisferio Occidental. En palabras de su amigo, el escritor mexicano Juan Villoro, cuando Jon Lee Anderson escribe un perfil, en realidad inmortaliza y fija a sus protagonistas con una pasión equivalente a la de un taxidermista: cada individuo le representa un cuerpo que debe ser preservado hasta el último detalle.

Los testimonios que el entusiasta de las novelas de Graham Greene ha obtenido a lo largo de su carrera han enriquecido su quehacer periodístico y dotado a sus relatos de la más singular heterogeneidad. Anderson ha entrevistado al psiquiatra de Hugo Chávez y al médico de confianza de Sadam Hussein. Gabriel García Márquez le ha hablado sobre su relación con Fidel Castro y, en una ocasión, la hija de Augusto Pinochet le confesó por qué a su padre no le gustaban los periodistas. “Para entrar en contacto con ellos y ganarme su confianza no he necesitado un arsenal de trucos. Uno debe buscar recursos y ser perseverante aunque claro, hay veces que se sale con las manos vacías. Es cierto, me han presentado a mucha gente que creo que ha confiado en mí porque me he presentado ante ellos con una pizarra limpia. Saben que no los estoy juzgando y que conmigo pueden hablar”. Quien alguna vez fuera su colega, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, también escribía crónicas con la maestría que sólo un entrevistador hábil y minucioso podría dominar. En su libro, El emperador, Kapuscinski reprodujo el ambiente del imperio de Haile Selassie en Etiopía a través de las voces de los empleados y gente de confianza del soberano. Jon Lee Anderson, como su colega, también reúne las voces del poder sin olvidar el susurro de lo cotidiano. La multiplicidad de testimonios que reúne en sus crónicas y perfiles no sólo dotan a sus argumentos de la legitimidad de quien explora todas las caras de la moneda, sino que también arroja luz sobre historias impregnadas de hechos confusos y sangrientos.
Cuando Jon Lee Anderson viajó a Sri Lanka para documentar la guerra de aquel territorio, entrevistó a uno de los líderes de los Tigres Tamiles, un hombre que estaba a cargo del este del país. El periodista lo interrogó acerca de los objetivos de su lucha y, tras hablar de socialismo revolucionario, el terrorista mandó traer a una mujer que había estado torturando para explicar cómo la despedazaría con dinamita al día siguiente. Y, aunque la acusada de traición pidió clemencia, el líder se negó a escucharla. El periodista sabía que estaba ante un hombre brutal, un psicópata sin justificaciones para explicar su violencia. Ésta y otras experiencias del estilo me llevan a preguntarle cómo logra sobrevivir a un colapso emocional, al miedo de morir a manos del personaje que está documentando. “La experiencia te sirve para curtirte ante los excesos emocionales pero uno también debe aprender, en el mejor de los casos, a evitar hacer cosas tontas. Hay asesinos que prometen que a ti no te matarán, por una u otra razón. Eso se debe a un acercamiento previo, pero eso se aprende con el tiempo. Hay colegas que han cometido el error de ir a buscar a un líder sin informárselo a nadie y, si no hay quien sepa dónde estás, cometes el error de entrar a su territorio y cualquier cosa te puede pasar”. ¿Y tu familia? ¿Qué hay de su angustia ante los riesgos que decides correr? “Con ellos tengo un entendimiento. Si temen por mí, no me lo dicen. Saben que, si lo hacen, me inhibo. Sólo en un par de ocasiones lo han manifestado y yo los he escuchado. Mi mujer cree que tengo una estrella de suerte pero a veces intuye que no me acompaña”. Hubo una vez en que la señora Anderson sintió que la estrella no estaba presente. Jon la escuchó y se quedó en casa. Sin embargo, el trotamundos incontenible llegó a Somalia –destino del viaje en cuestión– dos años después. “Me quedé con las ganas. Tenía que ir”.

En el prólogo de El dictador, los demonios y otras crónicas, Juan Villoro escribió que un cronista depende de su capacidad de asombro. Jon se mantiene unos segundos en silencio y luego esboza una sonrisa para decirme que él asocia la sorpresa al deleite. “Cuando me hiciste la pregunta, lo primero que me vino a la mente –aunque suene un poco cursi– es el estremecimiento que me produce la naturaleza, evidenciar que el mundo aún puede ser bello. Quizá porque en mi trabajo he visto muchas cosas desagradables”. Y es que el viajero que alguna vez expresó su desdén hacia el paisaje contaminado de la Ciudad de México hoy levanta las manos para expresar el éxtasis que le produjo mirar el Popocatépetl emanando humo. Anderson, testigo presencial de la violencia de los Tigres Tamiles en Sri Lanka y de la caída del régimen de Sadam Hussein, en Irak, aún puede emocionarse y, a pesar de haber dedicado su vida a cruzar los mares y pisar los cinco continentes, el mundo y la manera en la que éste rebasa la comprensión humana, sigue sorprendiéndole y afectando el brillo de sus ojos.
Encontrar la mirada de Jon Lee Anderson es descubrir a un cronista que ha presenciado la guerra y ha dominado la palabra escrita para documentar la transición a un proceso de paz. Es un hombre que se estremece con el recuerdo de haber entrevistado al último totalitario fascista del siglo XX –Augusto Pinochet– y lamenta no haber tenido la oportunidad de platicar con Nelson Mandela. A pesar de los años que lleva trabajando como periodista, no deja de valorar la posibilidad de convivir con personajes históricos y formular determinaciones acerca lo que han significado para la sociedad. En su papel de retratista de los procesos sociopolíticos y elementos cotidianos que definen el mundo en que vivimos, ha logrado construir una infinidad de paisajes de lo que los ojos de la gran mayoría de sus lectores jamás atestiguarán. Jon Lee Anderson es un viajero inalcanzable, es el niño que alguna vez vivió en Corea y Taiwan y el individuo que aún sueña con volver al Amazonas, con la posibilidad de visitar el Ártico y escribir sobre él.