lunes, 23 de mayo de 2011

Invisible

La Dama cerró los ojos hasta las dos y media de la madrugada. El calor no la había dejado dormir. Mucho menos las páginas de Auster. Es difícil que concilie el sueño cuando está a punto de terminar un libro. Rudolf Born la inquietaba. Temía encontrarse con su mirada si se esforzaba lo suficiente como para distinguir su silueta en aquella oscuridad. No quería visualizarlo con aquella navaja en la mano y mucho menos que su madre se horrorizara de verla, a la mañana siguiente, con 18 puñaladas en el cuerpo. Metió los pies descalzos bajo las sábanas, pero no le fue suficiente. Terminó por taparse hasta el cuello. Era una fantasía que arrastraba desde niña: mientras estuviera cubierta –con excepción de la cabeza– estaría a salvo. ¿De qué? Payasos come-niños, brujas de grandes narices u hombres con heridas sangrantes y cuchillas en las manos. Qué importa.
Comenzó a ser asaltada por una infinidad de pensamientos estúpidos; tan irracionales que llegó a avergonzarse de ellos. Se pensó como la creación de una imaginación ajena y concibió la idea de un ser omnipresente que pudiera controlar su existencia alterando la puntuación de un párrafo cualquiera. Supuso, que en ese preciso momento en que perdía la consciencia por el cansancio, aquél hombre de lentes y con las mangas de la camisa remangadas, tecleaba sobre una Powerbook G4 la orden que la condenaba a dormir.

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