domingo, 19 de junio de 2011

Kawabata

“La repelente senilidad de los tristes hombres que venían a esta casa no estaba a muchos años de distancia del propio Eguchi. La inconmensurable extensión del sexo, su insondable profundidad –¿qué parte de ella había conocido Eguchi en sus sesenta y siete años?–. Y en torno a aquellos ancianos nacía constantemente carne nueva, carne hermosa, carne joven. ¿Acaso la nostalgia de los tristes ancianos por el sueño inacabado, su pesar por los días perdidos sin haberlos tenido jamás, no estarían ocultos en el secreto de esta casa? Eguchi pensaba antes que las muchachas que no se despertaban eran una perpetua libertad para los ancianos. Dormidas y mudas, decían lo que los ancianos deseaban”.

Leí La casa de las bellas durmientes cuando cursaba el tercer año de la carrera en la universidad. Compartí mi fascinación con M. Ella parecía no entender nada. Leía sin leer. Me escuchaba sin comprender de qué le hablaba.
–¿No es maravilloso?
–¿Qué?
–Duermen junto a ellas. Los dos están desnudos pero ellos no pueden tocarlas. Ellas no despiertan en toda la noche. Ni siquiera saben que ellos están ahí. Ellos regresan, todas las noches, sólo por el placer de desearlas.
–¿Eh?

En más de una ocasión, intenté explicar la misma tesis a un hombre. Le dije que las geishas me parecían maravillosas porque algunos hombres las preferían por encima de las prostitutas porque, de algún modo, representaban algo prohibido: a diferencia de tantas otras mujeres comunes, no podían poseerlas. Eran compañía, eran cuerpos frágiles cubiertos bajo telas y telas de seda que mantenían un misterio bajo llave. El hombre no entendió nada de lo que intenté explicarle. ¿Para qué querría imaginar cómo luciría una mujer bajo la ropa cuando existía Playboy? Como en aquella ocasión con M., también fracasé.
La cosa es que no concibo el placer sin el deseo. Lo que se exhibe y se muestra abiertamente, sin un desocultamiento paulatino y sin delicadeza alguna, me parece vulgar, me repugna. En mi arcaico y presuntuoso pensamiento, un cuerpo no se desnuda con tan sólo arrancarle una indumentaria. Descubrir un cuerpo es una lectura –como la de un espectador frente a la obra abierta– y es una mirada ajena que excava, capa por capa, hasta llegar a la verdadera sustancia.
Por eso mi fascinación por la pluma de Kawabata. Su prosa indaga en la belleza y unicidad de lo femenino conforme las manos masculinas de sus personajes refinan la cuidadosa exploración de cuerpos exquisitos que, pareciera, anhelan ser revelados. Sus historias son misterios, son sosegados movimientos y mediadoras de pasión. Su lenguaje es deseo, es una mujer danzante frente al fuego, cubierta por velos en movimiento que el fantasioso lector está deseoso por ver caer frente sus ojos.

-Música: Suite from Memoirs of a Geisha for Cello and Orchestra: Sayuri's Theme, cortesía de John Williams

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