sábado, 22 de octubre de 2011

Muerte

Para cuando llegó hasta el patíbulo, ya era maestra en el meticuloso arte de callar el dolor. Antes de llegar a ese último escenario, en el que el golpe mortal de una cuchilla le cortaría el aliento, había perdido extremidades, piel, cabello, sangre. Capa por capa, de la epidermis a la hipodermis, fue despojada de fibras, de células, de los adipositos que alguna vez estuvieron unidos para dar forma a su tan envidiable femineidad. Primero sintió como sus brazos se desprendieron del tronco; su alma aulló de sufrimiento junto con la hemorragia interna que se desató al interior del cercenado organismo. Lloró como una loca, intentó hincarse para pedir piedad. Suplicó. Rezó a los dioses que conocía por compasión. Nada. Estaba mutilada. El daño sería permanente. Aquel agonizante sistema nervioso jamás volvería a comandar movimiento a esas manos que tanto habían elogiado y que ahora comenzaban a pudrirse bajo una nube de moscas repugnantes. Luego perdió las piernas. El rostro se le inundó con delicados torrentes de líquido salino cuando sintió la ausencia de esos muslos que tanto habían sido acariciados. Notó como los dedos de los pies empezaron a decolorarse, como perdieron hasta la última gota de sangre y comenzaron a morir junto con ella.
La última vez que lloró fue cuando bajó la mirada y observó los despojos de su cuerpo. Ya no había nada que pudieran arrebatarle. Ahora no era sino un cadáver, un armazón completamente vacuo y en inevitable estado de descomposición. Se volvió consciente de su propia oquedad y notó que la tragedia se mantendría hasta que perdiera la vista, el pensamiento, la palabra. Entonces lanzó una provocación más, un motivo para alcanzar la guillotina, para descansar.
El sol le quemaba la cara. Miró el desprecio con el que el pueblo la miraba desde la plaza principal. Notó el asco desprendiéndose de las muecas de esos rostros desconocidos pero se mantuvo firme. Sin brazos, sin piernas, sin nada, pero con los ojos bien abiertos y el lagrimal en guardia. Permitió que el cello hablara por ella, que cantara en su memoria y que se desgarrara en su más infinita profundidad. Siguió escuchando la música en su mente. Escuchó el viento, la respiración de los violines, el ir y venir de los arcos sobres las cuerdas que contaban su historia en un pentagrama en algún lugar del mundo. Miró al cielo. ¿En un último acto de fe? Quizá. Luego la música se apagó. El aire le indicó la aproximación de la cuchilla a la curva que aún formaba su cuello. Y luego, oscuridad.

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