jueves, 27 de octubre de 2011

Sin Sangre

“Se miró. Vio a una vieja niña. Sonrió. Caparazón y animal. Entonces pensó que, por mucho que la vida sea incomprensible, probablemente la atravesamos con el único deseo de regresar al infierno que nos creó, de habitar en el mismo junto a quien, en una ocasión, nos salvó de aquel infierno. Intentó preguntarse de dónde provenía aquella absurda fidelidad del horror, pero descubrió que no tenía respuestas. Sólo comprendía que nada es más fuerte que ese instinto de volver donde nos desgarraron, y de seguir repitiendo ese instante años y años. Pensando tan sólo que quien nos salvó en una ocasión puede hacerlo para siempre. En un largo infierno idéntico a aquel del que venimos. Pero, de pronto, clemente. Y sin sangre”.
Alessandro Baricco
Giró la llave y apagó el motor. Abrió la puerta y comenzó a caminar hacia las escaleras eléctricas; escuchó el eco de sus tacones sobre el cemento como todas las mañanas. El aumento de la angustia se somatizaba en su pecho y subió, escalón por escalón, pensando en las palabras que usaría cuando lo tuviera enfrente. Lo vio sentado en el lugar de siempre con la camisa de cuadros azules y el pantalón negro semioculto bajo el escritorio. Cuando notó su presencia, caminó hacia ella, la abrazó con efusividad –como si no quisiera dejarla ir – y le pidió perdón por centésima o milésima vez. Iniciaba una noche-silencio. Y el piso hervía bajo sus pies.

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