miércoles, 2 de noviembre de 2011

Biografía

Sé que nunca nadie tendrá que escribir mi biografía pero, si así fuera, sería innecesario platicar con quien me haya conocido, rastrear mi andanza por las instituciones educativas o incluso indagar en mis gustos musicales. Para realmente ‘descubrirme’ lo más sencillo sería secuestrar mi librero.
Ahí está, por ejemplo, lo que considero ‘el origen de mi dramatismo’: mis primeros libros no fueron cuentos de hadas –bueno, sí los hubo, pero sólo porque me los leyeron en la escuela– sino que las primeras historias que me leyó mi papá fueron las de un hombre devorado por un oso, una mujer que abrió el abdomen de sus perros para evitar que se le congelaran las manos, un ruiseñor que se desangró apretándose contra la espina de una rosa en invierno y un príncipe-estatua que perdió hasta los ojos y vio a una golondrina morir a sus pies. Los primeros relatos vinieron de El país de las sombras largas, de Hans Ruesch, y los segundos de una colección de cuentos de Oscar Wilde. Y es que lo primero que me provocó la literatura fue asombro y llanto; un arrebato derivado de la belleza de su prosa pero también de ‘la humanidad’ misma: la muerte, los malos amigos, el dolor físico, el desamor, el miedo.
Cuando cumplí 15, me obsesioné con devorar la mayor cantidad de volúmenes en la menor cantidad de tiempo posible. Quería ‘saberlo’ todo. Muchos de los tomos que hay en los estantes del librero de mi cuarto datan de hace nueve o diez años. Por aquel entonces ‘leí’ Así habló Zaratustra (pero no entendí nada), pensé que comprendí El Anticristo, y hasta me atreví a discutir el contenido con un cura pero, hace un par de años, que me reencontré con Nietzsche, me di cuenta de que aquel hombre de fe seguramente también leyó aquellos volúmenes en su juventud, porque tampoco había comprendido una sola palabra.
De aquellos años proviene mi espíritu de mosquetera. Presté servicio a Luis XIII, Luis XIV y a Mazarino durante el año que me tomó acabar Los tres mosqueteros, Veinte años después y el Vizconde de Bragelonne. También por aquella época, pasé un verano tirada la cama porque mientras leí Crimen y castigo, Raskolnikov me contagió de fiebre. Desde entonces, me dio por profundizar en la obra de un autor que me atrapara. Por eso ahora, que ha pasado el tiempo, y descubrí a Paul Auster, trece de sus libros no me son suficientes. Quiero más. Y Amélie Nothomb sigue el mismo camino.
También están, por supuesto, mis libros de poesía. Y es que yo de poesía no entiendo nada, pero en preparatoria me resultaba muy ‘romántico’ leer lo que había escrito esa argentina que se suicidó en el mar. Hasta me acuerdo, por ejemplo, que me aprendí los versos de Neruda (estaba en la 'edad de la punzada', ¿qué quieren?) y me sentía muy orgullosa de recitarlos al hilo en cualquier plática de sobremesa. “De otro, será de otro, como antes de mis besos”. Y también fui ignorante, claro. Cuando llegué a la librería y abrí algunos libros de Burroughs, sentí una especie de asco, mareo, saturación. Y entonces decidí que no volvería a intentarlo, al menos hasta que ‘fuera grande’ y estuviera preparada para ello.
De la etapa universitaria están los libros de cuando toda mi vida giraba en torno a la teoría y la academia. Me compré El Capital –sobra decir que no pasé del primer capítulo– y el Manifiesto Comunista. Aprendí al derecho y al revés el concepto de ‘mercancía’. Luego fotocopié dos volúmenes de Sociología del Arte, leí todo lo que pude acerca de la vida y obra Andy Warhol y me empeñé en demostrar que la pintura 'había muerto'. Después repasé a Durkheim, a Benjamin y a Kant. Al fracasar con Hegel, y no entender una palabra de Heidegger, me di cuenta de que había llegado al límite: no era filósofa y nunca lo sería. Entonces me limité a lo que me recomendaran en clase. Lloré con Primo Levi y me enamoré de las crónicas de Villoro. Borges era ‘perfecto’, Rulfo ‘no era mi estilo’. Girondo me enseñó a bailar. Cuando llegué a Postdata, y descubrí a Paz, anoté cada impresión en un cuaderno por separado. Me tomé un tiempo razonable para reflexionar cada párrafo y absorber cada palabra. Cuando mi maestra de periodismo me devolvió el examen y la tinta roja me condenó con un miserable 7, decidí darme unas vacaciones de Paz, no más textos que me hicieran sentir tonta sino hasta después de haber llegado a los 30.
Luego dejé de tener tiempo para leer porque ni siquiera encontraba horas suficientes para dormir. Ya no soy la que leía hace diez años. Los libros han cambiado conmigo. Los tomos de hace una década están intactos, sin marcas, sin dobleces, sin huellas de mi vida en ellos porque en aquella época pensaba que dentro de 50 años sería una viejita sola en algún pueblo francés que lloraría al reencontrarse con los libros que su papá le regaló en su juventud. En cambio ahora –que pienso menos en el futuro– mis libros están llenos de anotaciones y de esquinas dobladas (porque ahora cargo con ellos para todos lados y de bolsa en bolsa terminan magullados). Las sonrisas que me generan están garantizadas por consejos ajenos. Le dedico mis pocas horas libres a ‘lo que hay que leer antes de morir’ y me complacen los best sellers, los acreedores al Premio Nobel y las temáticas románticas. Me gustan las crónicas porque me parecen ricas como ningún otro género literario. Me dejo atrapar por las novelas porque jamás me animaría a escribir una propia. Disfruto los cuentos aunque lo que narren se me olvide a los cinco segundos de haber dado vuelta a una página.
Ahora leo por puro placer. Cuando no disfruto o entiendo un texto, lo dejo. Aprendí a vivir con esa culpa que a los 16 me resultaba insoportable: la de abandonar un libro. Releo las historias que me gustan porque ya no temo desperdiciar el tiempo en algo que ya conozco. Saboreo, gota a gota, joyas como Rayuela o Lolita y a veces hasta me tardo en llegar a la última página porque no quiero que se me acabe el placer de leer.
Mi biografía está en las líneas que he absorbido y en toda la prosa que he rechazado por aburrimiento o incomprensión. Ahora soy la que compra libros de viajes pero también la que se hizo de tomos que recrearan la historia del Titanic porque estaba obsesionada con la película de James Horner, la que se desvelaba hasta las tres de la mañana terminando uno de los volúmenes de Harry Potter, la que sintió miedo bajo las sábanas acompañada por Edgar Allan Poe y la que subrayó tantas páginas de La vuelta al día en 80 mundos cuado se dio cuenta de que ya no hay nadie como Cortázar.
Acabo de empezar La vida: instrucciones de uso y escribo porque, de pasar la vista por las primeras páginas, sé que constituye una lectura transformadora, que cuando vuelva a este blog para escribir mis impresiones sobre ella, ya no seré la misma que cuando di este punto final.

2 comentarios:

  1. Creo que mi biografía dira: Se rindió con Moby Dick....ja ja ja... es que no aguante tanta descripción de ballenas...=)

    Interesante biografía... Tal vez usted tenga tinta y letras en lugar de sangre en las venas..=)


    Saludos


    Oxscar

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  2. No te rindas, siempre hay algo maravilloso que leer ;)

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