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viernes, 23 de septiembre de 2011

XVII.

Seré franca: creo en Dios (mi madre no deja de intentar hacerme devota de la Vírgen María), en el destino y en que todo lo malo que se haga en la vida, se paga. Lo que no creo, bajo ninguna circunstancia, es el que mundo se vaya a terminar en 2012. Más allá de esto, si el fin de la planeta fuera inevitable ¡¿qué caso tiene sentir miedo y ‘tomar medidas’ ridículas como construir búnkers bajo tierra?! Hasta el momento, hay quienes dicen que podríamos morir a ‘manos’ de tormentas solares, terremotos, tsunamis y erupciones de supervolcanes (por mencionar algunos). Entonces, pequeños terrícolas que creen que pueden sobrevivir a lo que Juan enunció en el Apocalipsis, ¿¡en serio piensan que tiene sentido cultivar sus propios alimentos y trasladarse a una selva para ‘salvarse’!? ¿¡no les parece que, si la Tierra se desgarra o derrite, sus sembradíos, aislamiento y vestimenta hippie van a valer sorbete!? O ¿qué sucedería si 'chocáramos' con el supuesto planeta X? Ahora resulta que se sale ileso de las colisiones ocurridas en el espacio (para cualquier duda, favor de recordar el meteorito que cayó allá por Yucatán hace 65 millones de años o comprar un boleto redondo al cielo de los dinosaurios).
No se va a acabar el mundo. Punto. Y, si se acaba, o es inevitable o ni cuenta nos vamos a dar. ¿Cuál es, entonces, el problema? En todo caso, si nos carga el payaso, ojalá que sea un desenlace digno de una película de ciencia ficción, que todo extraterrestre se sienta tentado a llevar la muerte del planeta verde-azul a su propia pantalla grande (esto es broma, tampoco creo en los extraterrestres). Por mi parte, espero que sea el encuentro con un agujero negro, ser devorados por él, que la Tierra se desintegre poco a poco, que no queden rastros de nuestra luz, de nuestra existencia... Que después de todo, no quede nada.

miércoles, 6 de julio de 2011

Desencuentros (V)

Los cuentos de hadas son mentiras. Ni hablar de frases al estilo “vivieron felices para siempre”. Si las zapatillas de cristal existieran, ninguna mujer las utilizaría. Serían un martirio y ni con una caja de curitas se repararía el daño. Pero bueno, ya si de plano nos animáramos a usarlas y un príncipe encontrara que una de ellas se perdió en una escalera, la aplastaría, se alegraría y pensaría que por fin habría un par de zapatos menos ocupando espacio en el clóset.
Disney y su maldito mundo de la fantasía... Infame constructor de ideales a los que los mortales no pueden acceder. Hoy los príncipes sólo se casan con ‘niñas bien’; con muchachitas ricas y suficientemente guapas como para ponerlas como decoración en la cima de los ocho pisos del pastel de bodas. Los sapos que sobran para las plebeyas no mejoran ni con 10,000 besos de una ilusa que, de niña, se creía princesa. Pobre inocente y tierna criaturita que caminaba orgullosamente con su vestido rosa pálido, sus guantes blancos que le llegaban hasta los codos y la tiara de fantasía que su mamá le consiguió en algún mercado para dar el toque final al confeccionamiento de la mentira que le destrozaría el corazón durante los siguientes 30 ó 40 años.
Los finales felices son el más cruel de los inventos en un mundo en el que hay cabrones de carne y hueso se sienten con mejores nalgas, espalda y pectorales que Thor, menor disponibilidad de tiempo que el conejo de Alicia en el País de las Maravillas y con el derecho a exigir mayor lealtad, perfección y sumisión que la Reina Isabel a los súbditos británicos. Por eso, justamente cuando la mujer que alguna vez fue princesita, confronta esta verdad y abre los ojos de golpe, siente que el corazón se le transforma en vacío, atestigua como su confianza se evapora y mira tristemente como, desde las puntas de los dedos de las manos, su cuerpo comienza a transformarse en piedra.

viernes, 25 de marzo de 2011

Desencuentros (IV)

Después de 30 años de no saber nada de él, su hija le mostró la imagen digital de un desconocido. Las facciones ya no eran las mismas. El peinado había cambiado. Se enteró de que vivía cerca del mar y de que seguía vistiendo una bata blanca de lunes a viernes.
Le pidió a su hija que lo saludara y le dijera cuánto gusto le daba tener noticias suyas. Desde aquella playa, él respondió que la alegría era mutua. Ella fue –dijo– una mujer con la que compartió una parte inolvidable de su vida.
“¿La puedo llamar? Me gustaría verla.”
Claro que puedes llamarla. El teléfono de la casa es...
“Estaba marcando pero me llegó un paciente. Volveré a intentarlo el lunes por la mañana. ¿A las ocho está bien?”

Se conocieron en el sureste del país. Tenían poco más de 20 años cuando decidieron casarse. Días después de que él saliera de viaje para ir por su familia y formalizar, ella se arrepintió. Terminó la relación de un momento a otro. Él quedó destrozado. Ella se casó con alguien más. No es feliz. Nunca lo fue.
El lunes esperará la llamada tan pronto como termine sus primeras tareas de ama de casa: el desayuno para el marido, el trayecto de la casa a la escuela para llevar a su hija y luego, de nuevo, al hogar. Intentará controlar sus nervios. Deseará reconocer su voz.
Le advertirá que su figura ya no es la de antes (por si algún día vuelve del mar para visitarla, claro). Se aguantará las ganas de hablarle de su arrepentimiento por haberlo dejado y, con sus palabras, imaginará cómo hubiera sido su vida con él.
Cuando cuelgue el teléfono, empezará a llorar. Fantaseará con su regreso; una última oportunidad para escapar de su jaula de oro y volver a sentir sus manos mientras caminan juntos sobre la arena.

Música: 'I'm not in love', de John Barry para Indecent Proposal http://youtu.be/xFOCqZxRDU0

domingo, 7 de noviembre de 2010

Al torero

Oye, tú, triste Calígula de Camus, deja de sangrar su piel para ocultar lo efímero de tus horas. Pobre de ti, presencia fugaz de ojos bien cerrados ante aquel que te domina y que crees subyugar. Eres tú quien a su merced disfraza lo desposeído que está de sí mismo. Tanto que lo necesitas para jugar a negarte la mortalidad y tú que te empeñas en considerarlo inútil. Te miro y por segundos se me escapa el arte, la fiesta, el ritual. Vanaglóriate de su tropiezo y piénsate superior con esa espada en la mano. Maestro de maestros, temeroso de temerosos. Bailen juntos, de un lado a otro, de izquierda a derecha, pausadamente, en el armonioso oleaje que has creado para significar esos segundos de orgásmico sometimiento de lo insometible. Enamórame con esa gallardía única y que te vuelve tan deseable. Vuelvan a encontrarse y den una vuelta más. Serás artista entre artistas, maquinador del único lenguaje estético que impone la muerte para afirmar la vida. Preciosas justificaciones crearás para secundar tu lógica novelesca. Intenta desafiar al Ser para eternizar el ‘ser’. Ignóralo ahí, arrinconado y estúpido, mientras escuchas el aplauso que tanto te ha costado. Mírate las piernas laceradas y convéncete de que sus heridas no valen tanto como las tuyas. Que no te repugne ver las ridículas boinas y costosos habanos de quienes celebran tu gloria. Hazme llorar por lo que desconozco y critico. Deja que el arte se imprima en mi memoria como sus movimientos en las cicatrices de tu corporeidad. Me pongo de pie ante el espectro que deja tu mirada en su cuerpo herido. Cada uno de tus miedos cuidadosamente dibujados en el reflejo de esos ojos tan profundamente negros. Que en cada gota de la sangre derramada vayan también los temores humanos. Que en la cama de arena, que buscará para alcanzar el sueño definitivo, se recueste la cabeza de la más excelsa de las criaturas. Habrá más de uno que redacte un cantar para tan hermosa silueta. Nacerá más de un óleo que inmortalice la belleza de su piel de noche. Deléitate del fino movimiento circular y oceánico que sólo tú has creado para guiar a la bestia. Fíjate en su expresión agotada y provoca una embestida más, hasta el desahogo último, de ese aliento que interrumpes para cumplir con tu papel de hombre.

sábado, 9 de octubre de 2010

Desencuentros (II)

Es curioso: pocas sensaciones provocan tanta certidumbre como el principio de una pérdida. Hay muchos primeros encuentros. Imposible imaginar que un (inicial) desconocido podría luego convertirse en amante o hermano. El apego se crea con el tiempo. Erigido –pareciera– de manera innata. Un día se descubre que un otro resulta imprescindible. Y ya: se vive felizmente con ello.
El extravío en cambio, se percibe de inmediato. Claramente instituido en un desasosiego que se anuncia con notoriedad. Es palpable y manifiesto. Aparece en la triste mirada de ambos, en la entristecida voz al otro lado del teléfono y en la sombra de una caricia alterada y vacua. Es un inminente despertar ante lo inexistente de un ser que antes era certeza; ante el ineludible requisito de que habrá que aprender a subsistir sin él.

domingo, 18 de abril de 2010

Desencuentros

23 de octubre de 2010
Y cómo no sonreírle. Ahí estaba todo. El pasto artificial, una diminuta esfera volando en la dirección errónea y el infantilismo olvidado. Estaba la sorpresa, la timidez y el deseo de más.
De ahí el registro. Nada de poético. Poseerlo en unos cuantos párrafos y listo. Deshacerse del pasado, fingir que no ha existido. Pero esas sonrisas... Cómo no. Alegría desperdigada por la piel.
¿Y si te beso? Lo haré luego. Rodeada de otros, de tantísimos rostros que nos desconozcan. Después de tentarte, de explorar tus manos y anhelar sentirte; cuando se nos ocurra desdeñar la resistencia. Y luego quién sabe. Encerrarnos en un cuarto y no salir durante horas. Mirar los ojos miel y respirar de ti. Y luego quién sabe.
Qué tontería, escribir un diario.

***

Parpadea incrédulo, sentado en el sillón de color claro de la sala. Vuelve a leer. Da vuelta a la página y revisa los párrafos previos a esta última anotación. Luego explora los que le siguen. Cierra los ojos.
Escucha, desde el cuarto, el sonido de la regadera y decide no moverse. Se pone los lentes, se los quita. Va a la cocina, se sirve café. Le sirve a ella. Se queda esperando a medio pasillo. La imagina con la bata blanca y la ridícula toalla acomodada en forma de turbante para secarse el cabello. Reconoce el estallido del perfume cuando cae sobre el cuello y el click del reloj sobre la muñeca izquierda. Después oye el cierre de la falda y el ruido de los tacones sobre el piso de madera.
Cuando sale de la habitación y lo mira, le sonríe. Como si no pasara nada. Observa el café sobre la mesa pero le dice que ya se le hace tarde. Él calla.
–Nos vemos luego.

No contesta. Escucha el disminuir del sonido de los tacones hasta que se pierde por completo cuando ella entra al elevador. Regresa al sillón. Vuelve a tomar el cuaderno en la mano y relee cada línea que escribió para él. Hace tiempo que dejó de preguntarse la razón. Entonces elige volver a callar, todo con tal de que se quede.

-Música: Jessica's theme, cortesía de Bruce Rowland