domingo, 4 de diciembre de 2011

XIX.

Era de noche y sostenía un cigarro en la mano. Los faros del auto alumbraban la calle. Había pocos vehículos circulando. Noté que le dolía la patita izquierda y le daba miedo cruzar la calle. No sé por qué lo hice pero decidí bajar del coche. Cometí la locura de hablar con él, de preguntarle si estaba perdido. Tenía el pelo blanco y era pequeño. No sabía si debía cargarlo, pensaba que podría sentirse amenazado y morderme. Como noté que insistía en cruzar la calle, me armé de valor y lo levanté. Cruzamos juntos. Una vez del otro lado de la calle, le pregunté a las personas que pasaban si lo conocían. Nada. Traía la lengua de fuera. Supuse que tenía sed. Fui al puesto de tacos más cercano y le compré una botella de agua y una ración de carne pero no quiso beber ni comer nada. Le pregunté si quería que me lo llevara a la casa. No quiso, quería ir a la suya. Volví a interrogar a un desconocido. Me dijo que vivía en la casa del zagúan café pero que su dueña no lo cuidaba, que seguramente ella lo había dejado salir y que debería de llevármelo porque estaría mejor conmigo. Cuando me acerqué a la casa a tocar el timbre, el perrito empezó a ladrar. Nadie abrió, pero él miraba las puertas esperando a que alguien saliera. Nada.
Me sentí mal por dejarlo ahí. Mi fatalismo me hizo pensar que intentaría volver a cruzar la calle y que alguien terminaría atropellándolo. También pensé que uno siempre extraña su hogar y ansía permanecer un ambiente conocido. No importa si te echan a patadas o te rechazan, cuesta mucho trabajo volver a empezar.

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