Algunas veces, pareciera que la 'era del ser humano' es parte del pasado. Actualmente, las grandes oficinas cuentan únicamente con máquinas (¿conmutadores?) que responden de forma automática y prometen resolverte la vida mediante P-R-Á-C-T-I-C-O-S menús que te ‘dirigen’ al destino deseado. Desafotunadamente, las nuevas tecnologías me rebasan y me declaro incapaz de, si quiera, comprar un boleto de avión sin una ‘señorita’ que me responda –en tiempo real– al otro lado de la línea.
Paso 1
–¡Bienvenido a Mexicana! Nuestro menú ha cambiado. Le rogamos permanecer en la línea y escuchar atentamente.
(escucho pacientemente esperando encontrar la opción deseada)
–Si desea información sobre vuelos y reservas, marque uno.
(evidentemente, marco uno)
–Si desea consultar precios o realizar una compra, marque dos.
(claro, marco dos)
–Mexicana está realizando algunas modificaciones que provocan modificaciones (no es mi mala memoria: la ‘mujer’ repite esas palabras en una misma oración) en nuestros servicios. Le rogamos ser paciente y permanecer en la línea.
(quince minutos después –SÍ, QUINCE–, me doy por vencida y cuelgo)
Negándome a declarar la derrota, marco al día siguiente y obtengo los mismos resultados. Nuevamente, haciendo gala de mi terquedad, lo intento durante los siguientes tres o cuatro días sin correr con suerte.
Finalmente, en una mañana en que decido comprar el dichoso boleto por Internet, mi amiga del trabajo se acerca a preguntarme:
–¿Y qué pasó con tu boleto?
–No sirve el teléfono, yo creo que lo voy a reservar por Internet.
Convencida de que soy mejor compradora a través de la red, reservo mi boleto aún consciente de que sólo tengo un día para pagarlo. Hoy en la mañana, visito la página de la mentada aerolínea y sufro un doloroso fracaso al intentar consultar las formas de pago de mi reservación: el sistema no me 'deja' entrar. Cuando consulto mi correo electrónico, para checar la confirmación de la reservación, descubro horrorizada que mi hora límite de pago eran las once de la mañana. Angustiada, levanto la mirada y observo que el reloj de la computadora dice que son las once cincuenta. Fúrica, me dijo a mi misma que, si una ‘señorita’ me hubiera arreglado todo por teléfono, ya tendría mi boleto asegurado.
miércoles, 15 de julio de 2009
miércoles, 8 de julio de 2009
De dos a tres caídas
Hoy luché a muerte con un cuernito –recién horneado– que llegó a la mesa envuelto en coloridos trozos de papel de china. A decir verdad, preví la pelea desde que observé al mesero aproximándose con una coqueta canastita que, de un segundo a otro, aterrizaría frente a mis ojos.
La canasta de los papeles multicolores olía a pan caliente. La miraba sin querer mirarla e intentaba olvidarme de su presencia aunque el olfato me la recordaba por momentos.“Ni lo pienses”
“Te esfuerzas todos las mañanas como para tirar todo a la basura por un triste pedazo de cuerno”
“Ya van a traerte el plato fuerte, mejor olvídalo”
“Espérate al fin de semana y te lo comes con toda tranquilidad”
Entonces, olvidándome de las horas de mi vida que –desde hace dos semanas– pierdo en el gimnasio durante las mañanas, el cuernito me vence. El maldito arrogante me seduce y, después de darle la primera mordida, me recuerda que me resulta imposible controlar mis antojos y por eso, nuevamente, concluyo que yo no nací para hacer dietas.
La canasta de los papeles multicolores olía a pan caliente. La miraba sin querer mirarla e intentaba olvidarme de su presencia aunque el olfato me la recordaba por momentos.“Ni lo pienses”
“Te esfuerzas todos las mañanas como para tirar todo a la basura por un triste pedazo de cuerno”
“Ya van a traerte el plato fuerte, mejor olvídalo”
“Espérate al fin de semana y te lo comes con toda tranquilidad”
Entonces, olvidándome de las horas de mi vida que –desde hace dos semanas– pierdo en el gimnasio durante las mañanas, el cuernito me vence. El maldito arrogante me seduce y, después de darle la primera mordida, me recuerda que me resulta imposible controlar mis antojos y por eso, nuevamente, concluyo que yo no nací para hacer dietas.
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miércoles, 17 de junio de 2009
Una mujer en la oscuridad
“Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana”.
Un hombre en la oscuridad
Paul Auster
Paul Auster
Un ‘verdadero’ escritor sumerge a sus personajes en la cotidianidad, la miseria y los desastres y a la vez los rescata de sí mismos a través de la fascinación de lo imaginativo y de mundos alternos que ‘perfeccionan su existencia’. Es, justamente a través del ensueño, que sus creaciones literarias se perdonan a sí mismas.
Un verdadero escritor captura, dentro de la magia de sus historias, y la mente de sus protagonistas, universos reales e ilusorios para recordar al lector la verdadera forma de vivir de todo ser humano.
****
Solo, en la oscuridad, August Brill imagina un mundo en guerra. Dentro de esta invención, que pretende ser ajena a su realidad, un puñado de personas lo señalan como el responsable de su decadencia. A la par, un hombre que yace en el fondo de un pozo, debe asesinarlo para evitar que sus narraciones sigan destruyendo ese pequeño cosmos que se ve amenazado por un conflicto armado sin fin.
Después de 138 páginas, Brill se perdona la vida. Asesina a su asesino y recuerda su historia mientras su nieta lo mira a su lado. Vuelve a satisfacerse y a sufrir a través de sí mismo. Y, aunque la guerra sigue alimentándose dentro de su mente, ha dejado de fantasear con un mago que debe exterminarlo y, a la mañana siguiente, se percata de que el peregrino mundo sigue girando.
****
Sola, en la oscuridad, me permito continuar en un estado de vigilia que me obliga a pensar. Doy varias vueltas en la cama y, con los ojos cerrados, sigo viviendo lo que creo que, durante el día, ha sido mi vida. Me sonrío, me felicito, me humillo, me castigo y, algunas pocas veces, me perdono.
Cuando alejo a alguien de mi vida, me permito soñarlo para seguirme mortificando con la culpa de no tenerlo o, en otras ocasiones, para exonerarme y dejar que mi ingenio le construya una existencia a mi lado que, por unos segundos, me satisfaga.
Hay veces, sin embargo, que casi estoy segura de que no tengo consuelo y no me basto a mi misma para remediar lo irremediable. Entonces juego. Me invento, en la penumbra, una experiencia que me salve o me condene; que me redima o me extermine. Y no es sino hasta el día siguiente que abro los ojos y, bajo la luz que me llega desde la ventana, que me convenzo, finalmente, de que el peregrino mundo sigue girando.
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domingo, 14 de junio de 2009
El pozo
Me he convertido en un pozo.
Lo sé porque la descripción de los pozos siempre es la misma:
En el interior existe un vacío profundo e interminable. Grandes paredes lo defienden. En algunos casos lo mantienen oculto. En otros, lo protegen de ser dañado. Cuando alguien busca obtener agua que provenga de lo más profundo de su ser, debe de utilizar, cuidadosamente, una cubeta y pensar detenidamente sus movimientos. De lo contrario, podría resbalar dentro del pozo y eso significaría, definitivamente, su perdición.
Los pozos pasan su vida enraizados en la misma tristeza y aislamiento que los vio nacer y que, un día, los verá desaparecer. Su interior siempre es frío y húmedo –porque nadie podría habitar en su núcleo– y pasan el tiempo solos. La explicación es obvia: porque la gente les tiene miedo o porque nadie los necesita. En otros casos, porque han causado desgracias y penas que la mente humana no puede superar.
Aunque se les tema, se les odie o se les olvide, llevan agua en su interior. Y el agua es vida. Fueron concebidos con la esperanza de llenar a otros. Cuando escuchan que alguien camina en los alrededores, desean que ese desconocido se acerque a ellos. Se prometen a sí mismos no devorar a quien confíe en que, con lo que yace en su interior, puedan saciar su sed, devolverles la vida o regalarles unos segundos de plenitud. Pero a veces los pozos, por su condición de pozos, no pueden evitar destruir hasta su propia esperanza de ser especiales y, por una vez en su existencia, ser felices mientras dan felicidad a otros.
Lo sé porque la descripción de los pozos siempre es la misma:
En el interior existe un vacío profundo e interminable. Grandes paredes lo defienden. En algunos casos lo mantienen oculto. En otros, lo protegen de ser dañado. Cuando alguien busca obtener agua que provenga de lo más profundo de su ser, debe de utilizar, cuidadosamente, una cubeta y pensar detenidamente sus movimientos. De lo contrario, podría resbalar dentro del pozo y eso significaría, definitivamente, su perdición.
Los pozos pasan su vida enraizados en la misma tristeza y aislamiento que los vio nacer y que, un día, los verá desaparecer. Su interior siempre es frío y húmedo –porque nadie podría habitar en su núcleo– y pasan el tiempo solos. La explicación es obvia: porque la gente les tiene miedo o porque nadie los necesita. En otros casos, porque han causado desgracias y penas que la mente humana no puede superar.
Aunque se les tema, se les odie o se les olvide, llevan agua en su interior. Y el agua es vida. Fueron concebidos con la esperanza de llenar a otros. Cuando escuchan que alguien camina en los alrededores, desean que ese desconocido se acerque a ellos. Se prometen a sí mismos no devorar a quien confíe en que, con lo que yace en su interior, puedan saciar su sed, devolverles la vida o regalarles unos segundos de plenitud. Pero a veces los pozos, por su condición de pozos, no pueden evitar destruir hasta su propia esperanza de ser especiales y, por una vez en su existencia, ser felices mientras dan felicidad a otros.
viernes, 12 de junio de 2009
A historic love
[Porque la música siempre tiene una historia que contar...]
La blancura de sus manos se ilumina tan pronto como enciende una vela. Pueden apreciarse los ladrillos que descansan sobre las paredes del cuarto. Los tapetes, las cortinas y la luz reflejan destellos que se confunden con el dorado de su cabello. Lo acomoda, distraídamente, y se tiende en la cama. Cierra los ojos y una lágrima escurre por su mejilla izquierda.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. El ruido de la plaza, el cacareo de las gallinas y el sonido de una carreta que un hombre deja caer, se vuelven inaudibles cuando por fin la mira. Sus ojos azules se posan sobre su rostro. Mientras la observa agacharse y tomar una canasta de fresas, sonríe. La ama y, mientras sigue contemplándola, descubre que la ha amado siempre. Por fin se acerca y toca su mano. Sus dedos se encuentran y, por primera vez, ella le sonríe.
Corren juntos. Sobre el pasto de un verde interminable, se detienen a besarse. No existe la sombra, el viento no interrumpe su abrazo y bastan sus bocas para clausurar el tiempo. Sus labios sacian la sangre. Las caricias enmudecen la condena. Han dejado de existir –para el mundo– y sólo se funden en el silencio de sus miradas.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. Hombres y mujeres, contemplando un espectáculo, impiden que llegue hasta él. Su voz se entrecorta por un llanto de angustia. Grita su nombre pero él ya no puede oírla. Una tela negra le cubre el rostro. Petrificado por el miedo, él también desea sentirla. Sin poder mirarla, la imagina. Una puerta se abre a sus pies y ella lanza un último lamento.
Cuando abre los ojos, las manos, temblorosas secan sus lágrimas. Corre hacia la ventana, se aferra a los barrotes y se deja caer al suelo susurrando su nombre.
La blancura de sus manos se ilumina tan pronto como enciende una vela. Pueden apreciarse los ladrillos que descansan sobre las paredes del cuarto. Los tapetes, las cortinas y la luz reflejan destellos que se confunden con el dorado de su cabello. Lo acomoda, distraídamente, y se tiende en la cama. Cierra los ojos y una lágrima escurre por su mejilla izquierda.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. El ruido de la plaza, el cacareo de las gallinas y el sonido de una carreta que un hombre deja caer, se vuelven inaudibles cuando por fin la mira. Sus ojos azules se posan sobre su rostro. Mientras la observa agacharse y tomar una canasta de fresas, sonríe. La ama y, mientras sigue contemplándola, descubre que la ha amado siempre. Por fin se acerca y toca su mano. Sus dedos se encuentran y, por primera vez, ella le sonríe.
Corren juntos. Sobre el pasto de un verde interminable, se detienen a besarse. No existe la sombra, el viento no interrumpe su abrazo y bastan sus bocas para clausurar el tiempo. Sus labios sacian la sangre. Las caricias enmudecen la condena. Han dejado de existir –para el mundo– y sólo se funden en el silencio de sus miradas.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. Hombres y mujeres, contemplando un espectáculo, impiden que llegue hasta él. Su voz se entrecorta por un llanto de angustia. Grita su nombre pero él ya no puede oírla. Una tela negra le cubre el rostro. Petrificado por el miedo, él también desea sentirla. Sin poder mirarla, la imagina. Una puerta se abre a sus pies y ella lanza un último lamento.
Cuando abre los ojos, las manos, temblorosas secan sus lágrimas. Corre hacia la ventana, se aferra a los barrotes y se deja caer al suelo susurrando su nombre.
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sábado, 6 de junio de 2009
Perseguida
Los celulares son una amenaza; pueden volverte loco.
Cuando sabes que bastaría con apretar el botón de send para realizar una llamada prohibida, te sientes ansioso y, en una palabra, ‘perseguido’.
No quieres (¿o sí?) y no debes acercarte a él. Lo sabes (¿en serio?). Aún así, el espantoso artefacto está esperándote en el buró, la cama o cualquier otro mueble que decore espacio en el que te encuentras. Su nombre está ahí. Peor, también está su número y te invita a marcarlo.
Finalmente, según tu, te resignas. Pero el monstruo te sigue acosando. Ahora ya no quieres llamar. En su lugar, te la vives esperando que te llamen. Ansias verlo vibrar, sonar o que destellen sus foquitos multicolores (verde, en mi caso) para avisarte que esa persona te está buscando al otro lado de la línea (¿eso aplica en los celulares?). Nunca suena y, cuando lo hace, revisas neuróticamente la pantalla esperando ver un nombre que te haga sonreír. Evidentemente, nunca es el que esperas.
Así que sigues viendo la tele, intentando distraerte, o, en su defecto, escribiendo para canalizar tu neurosis y no volverte loco porque te persigue un celular negro que te observa por encima de un libro.
Cuando sabes que bastaría con apretar el botón de send para realizar una llamada prohibida, te sientes ansioso y, en una palabra, ‘perseguido’.
No quieres (¿o sí?) y no debes acercarte a él. Lo sabes (¿en serio?). Aún así, el espantoso artefacto está esperándote en el buró, la cama o cualquier otro mueble que decore espacio en el que te encuentras. Su nombre está ahí. Peor, también está su número y te invita a marcarlo.
Finalmente, según tu, te resignas. Pero el monstruo te sigue acosando. Ahora ya no quieres llamar. En su lugar, te la vives esperando que te llamen. Ansias verlo vibrar, sonar o que destellen sus foquitos multicolores (verde, en mi caso) para avisarte que esa persona te está buscando al otro lado de la línea (¿eso aplica en los celulares?). Nunca suena y, cuando lo hace, revisas neuróticamente la pantalla esperando ver un nombre que te haga sonreír. Evidentemente, nunca es el que esperas.
Así que sigues viendo la tele, intentando distraerte, o, en su defecto, escribiendo para canalizar tu neurosis y no volverte loco porque te persigue un celular negro que te observa por encima de un libro.
viernes, 5 de junio de 2009
La pequeña sirenita
Cuando era niña, no entendía la diferencia entre las películas animadas y las ‘reales’. Me explico: en mi cabeza, Meryl Streep era exactamente igual a una sirena creada por Disney y no existía distinción alguna entre Al Pacino y el Príncipe Eric. Los personajes eran un poco más coloridos y sabían cantar mejor, claro, pero me hacían reír y llorar igual que ‘las películas de adultos’ a mis papás.
Recuerdo que, allá por los noventas, cuando se acababa de estrenar The Little Mermaid, estaba viendo un documental en la tele y comenzó una entrevista con la actriz que doblaba la voz de Ariel. La mujer era rubia y de cabello rizado, me acuerdo perfecto. Tan pronto como apareció en pantalla, me emocioné y le grité a mi mamá que la mirara porque era una gran intérprete: se había pintado el cabello de rojo y se lo había alaciado para salir en la película. Evidentemente, mi mamá sólo me sonrió.
Meses después, me creía sirena. Cuando salía de vacaciones con mis papás, nadaba horas en la alberca y mi papá jugaba conmigo y me decía que me iban a salir escamas. Él me adoraba, claramente, como el Rey Tritón a Ariel. En uno de esos viajes, Tritón me compró unas aletas azules. Mi mamá se enojó y decía que no las necesitaba y que un día (pronto) iban a dejar de quedarme. Ella no entendía nada pero yo estaba segura de que podría nadar mejor con ellas.
Hace un mes, alguien me prestó el soundtrack de la película. Cuando lo escuché, me di cuenta de que ya no me sé todas las canciones y que debe de tener más de 10 años que no veo la película. Ya no paso 6 ó 7 horas nadando y, cuando lo hago, me salgo rápido de la alberca porque me desagrada que tanta gente conviva en el mismo lugar. Tritón ya no es mi héroe y las aletas azules están guardadas en el closet (tiene años que dejaron de quedarme).
Ahora se que The Little Mermaid se hizo con dibujos, mucha paciencia y que aún así sigue siendo una de mis películas favoritas. Si no fuera así, la semana pasada que fui a ver el musical a Nueva York, no me hubiera estado aguantando las lágrimas por morirme de la pena de que la gente a mi alrededor me viera llorar como una niña chiquita que se emociona por ver un cuento de hadas.
Recuerdo que, allá por los noventas, cuando se acababa de estrenar The Little Mermaid, estaba viendo un documental en la tele y comenzó una entrevista con la actriz que doblaba la voz de Ariel. La mujer era rubia y de cabello rizado, me acuerdo perfecto. Tan pronto como apareció en pantalla, me emocioné y le grité a mi mamá que la mirara porque era una gran intérprete: se había pintado el cabello de rojo y se lo había alaciado para salir en la película. Evidentemente, mi mamá sólo me sonrió.
Meses después, me creía sirena. Cuando salía de vacaciones con mis papás, nadaba horas en la alberca y mi papá jugaba conmigo y me decía que me iban a salir escamas. Él me adoraba, claramente, como el Rey Tritón a Ariel. En uno de esos viajes, Tritón me compró unas aletas azules. Mi mamá se enojó y decía que no las necesitaba y que un día (pronto) iban a dejar de quedarme. Ella no entendía nada pero yo estaba segura de que podría nadar mejor con ellas.
Hace un mes, alguien me prestó el soundtrack de la película. Cuando lo escuché, me di cuenta de que ya no me sé todas las canciones y que debe de tener más de 10 años que no veo la película. Ya no paso 6 ó 7 horas nadando y, cuando lo hago, me salgo rápido de la alberca porque me desagrada que tanta gente conviva en el mismo lugar. Tritón ya no es mi héroe y las aletas azules están guardadas en el closet (tiene años que dejaron de quedarme).
Ahora se que The Little Mermaid se hizo con dibujos, mucha paciencia y que aún así sigue siendo una de mis películas favoritas. Si no fuera así, la semana pasada que fui a ver el musical a Nueva York, no me hubiera estado aguantando las lágrimas por morirme de la pena de que la gente a mi alrededor me viera llorar como una niña chiquita que se emociona por ver un cuento de hadas.
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