Soy rara, muy rara. Nada nuevo. Y la cosa empeora cuando se trata de música.
CONVERSACIÓN 1
–¿Qué música te gusta?
–Soundtracks.
[el receptor del mensaje me mira con cara de cero entendimiento]
–Así se le llama a la música de películas.
–¡Ah! Qué interesante...
CONVERSCIÓN 2
–¿Crees que el viernes podría salir a la una y media?
–Claro. ¿Se puede saber la razón?
–Me voy a Los Ángeles.
–¿¡De veras!? ¿A qué?
–De shopping y a un concierto.
–¿¡Concierto!? ¿De quién?
–De John Williams...
–¿¿¿¡¡¡OTRA VEZ!!!???
–Sí... ya sabes... ahorro mi sueldo para ir a verlo cada que puedo. Ya sabes... ya está grande y quién sabe cuántos años más pueda seguir viajando a verlo en sus conciertos.
[el receptor del mensaje me mira con cara de: ¿quién se gasta sus ahorros en ir a ver a John Williams más de una vez al año?]
CONVERSACIÓN 3
–What’s the purpose of your trip?
–I’m attending a concert.
–Really? What concert?
–John Williams.
[el receptor del mensaje me mira con cara de cero entendimiento]
–He’s a composer. Star Wars? Harry Potter?
–Oh! Sure!
Hasta hace poco, sólo conocía a dos personas raras como yo. Luego cometí la locura de meterme a un sitio de entusiastas admiradores de música de películas. Me di cuenta de que en el mundo no somos tres. Contándolos a ellos, hay miles en todo el planeta. Me dieron ganas de comentar en algunos temas. No lo hice porque me dio miedo ser más geek de lo que soy. Lo bueno es que este es mi blog y puedo escribir lo que se me pegue la gana. Entonces diré: Me gudtó que ellod aprethian cosas que yo aprethio. Para ellod John Williams no ed nada mad Tiburón, La guerra de las galacthiad o Thuperman. Ellod thon un poco como yo... Algún día de edtod –que tenga un poco mad de valor– me animaré a comentad en uno de thus forod; theré una geek ofithial y me thentiré orgullotha de therlo :)
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domingo, 5 de septiembre de 2010
viernes, 19 de marzo de 2010
Theology/Civilization
Podrías dejar de mirarme; allá, tan lejano, y desde el otro lado del cuarto. Mejor cierra los ojos. Te contaré una historia.
Estarás observándome; recargado sobre una pared blanca y preguntándote cómo se sentirá la piel por debajo del vestido largo. Lo imaginarás todo. Y querrás besarme. Optarás, pues, por levantarte y llegar hasta la silla cubierta de terciopelo rojo y bordes de color ocre. Ahí estaré esperando.
Escucharás las campanas, el pandero y la uniformidad de los violines. El sonido irá de un lado a otro, lentamente, como si formara olas. No te me perderás entre la gente, las máscaras doradas ni las ropas de gala. Yo también imagino. Y lo sabes.
Te seguiré en el camino, con la mirada cómplice y las manos entrelazadas sobre las piernas. Durante ese lapso mágico de aproximación, nadie más existirá. Cuando te me acerques, casi ni podrás distinguir la sonrisa. Luego aceptaré bailar contigo.
Me arrastrarás hasta el centro del salón, siempre caminando por delante de mí. Adorarás el peinado, recogido, y con sólo unos cuantos caireles colgando. Pasarás las manos por encima del vestido verde y sentirás un estremecimiento que te recorrerá la espalda. Te bastará con alejarme, durante unos escasos segundos, para desear regresarme a tu lado. Y así de un lado a otro, casi flotando por encima del piso tableado y de mármol.
Me tomarás de la cintura, con la mano izquierda y con la extremidad libre te acariciaré la cara. La música se estabiliza. Pero seguiremos flotando. Sin hablar. Y con la mirada fija. No podré saciarme de tus ojos.
No te atreverás a perder la compostura. O tal vez sí. Derecha. Izquierda. Una vuelta. Otra. Una más. Y se detiene el tiempo. Me miras. Y no es suficiente. Seguimos bailando. No me sueltas la mano. Me levantas. Otra vuelta; en el aire. Me besas. No te dejo ir. Te amo.
Muy lejos de la escena, frente a una orquesta, un hombre de barba entrecana y con un paliacate negro amarrado en la cabeza, crea una obra de arte.
-Música: Theology/Civilization, cortesía de Basil Poledouris
Estarás observándome; recargado sobre una pared blanca y preguntándote cómo se sentirá la piel por debajo del vestido largo. Lo imaginarás todo. Y querrás besarme. Optarás, pues, por levantarte y llegar hasta la silla cubierta de terciopelo rojo y bordes de color ocre. Ahí estaré esperando.
Escucharás las campanas, el pandero y la uniformidad de los violines. El sonido irá de un lado a otro, lentamente, como si formara olas. No te me perderás entre la gente, las máscaras doradas ni las ropas de gala. Yo también imagino. Y lo sabes.
Te seguiré en el camino, con la mirada cómplice y las manos entrelazadas sobre las piernas. Durante ese lapso mágico de aproximación, nadie más existirá. Cuando te me acerques, casi ni podrás distinguir la sonrisa. Luego aceptaré bailar contigo.
Me arrastrarás hasta el centro del salón, siempre caminando por delante de mí. Adorarás el peinado, recogido, y con sólo unos cuantos caireles colgando. Pasarás las manos por encima del vestido verde y sentirás un estremecimiento que te recorrerá la espalda. Te bastará con alejarme, durante unos escasos segundos, para desear regresarme a tu lado. Y así de un lado a otro, casi flotando por encima del piso tableado y de mármol.
Me tomarás de la cintura, con la mano izquierda y con la extremidad libre te acariciaré la cara. La música se estabiliza. Pero seguiremos flotando. Sin hablar. Y con la mirada fija. No podré saciarme de tus ojos.
No te atreverás a perder la compostura. O tal vez sí. Derecha. Izquierda. Una vuelta. Otra. Una más. Y se detiene el tiempo. Me miras. Y no es suficiente. Seguimos bailando. No me sueltas la mano. Me levantas. Otra vuelta; en el aire. Me besas. No te dejo ir. Te amo.
Muy lejos de la escena, frente a una orquesta, un hombre de barba entrecana y con un paliacate negro amarrado en la cabeza, crea una obra de arte.
-Música: Theology/Civilization, cortesía de Basil Poledouris
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viernes, 12 de junio de 2009
A historic love
[Porque la música siempre tiene una historia que contar...]
La blancura de sus manos se ilumina tan pronto como enciende una vela. Pueden apreciarse los ladrillos que descansan sobre las paredes del cuarto. Los tapetes, las cortinas y la luz reflejan destellos que se confunden con el dorado de su cabello. Lo acomoda, distraídamente, y se tiende en la cama. Cierra los ojos y una lágrima escurre por su mejilla izquierda.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. El ruido de la plaza, el cacareo de las gallinas y el sonido de una carreta que un hombre deja caer, se vuelven inaudibles cuando por fin la mira. Sus ojos azules se posan sobre su rostro. Mientras la observa agacharse y tomar una canasta de fresas, sonríe. La ama y, mientras sigue contemplándola, descubre que la ha amado siempre. Por fin se acerca y toca su mano. Sus dedos se encuentran y, por primera vez, ella le sonríe.
Corren juntos. Sobre el pasto de un verde interminable, se detienen a besarse. No existe la sombra, el viento no interrumpe su abrazo y bastan sus bocas para clausurar el tiempo. Sus labios sacian la sangre. Las caricias enmudecen la condena. Han dejado de existir –para el mundo– y sólo se funden en el silencio de sus miradas.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. Hombres y mujeres, contemplando un espectáculo, impiden que llegue hasta él. Su voz se entrecorta por un llanto de angustia. Grita su nombre pero él ya no puede oírla. Una tela negra le cubre el rostro. Petrificado por el miedo, él también desea sentirla. Sin poder mirarla, la imagina. Una puerta se abre a sus pies y ella lanza un último lamento.
Cuando abre los ojos, las manos, temblorosas secan sus lágrimas. Corre hacia la ventana, se aferra a los barrotes y se deja caer al suelo susurrando su nombre.
La blancura de sus manos se ilumina tan pronto como enciende una vela. Pueden apreciarse los ladrillos que descansan sobre las paredes del cuarto. Los tapetes, las cortinas y la luz reflejan destellos que se confunden con el dorado de su cabello. Lo acomoda, distraídamente, y se tiende en la cama. Cierra los ojos y una lágrima escurre por su mejilla izquierda.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. El ruido de la plaza, el cacareo de las gallinas y el sonido de una carreta que un hombre deja caer, se vuelven inaudibles cuando por fin la mira. Sus ojos azules se posan sobre su rostro. Mientras la observa agacharse y tomar una canasta de fresas, sonríe. La ama y, mientras sigue contemplándola, descubre que la ha amado siempre. Por fin se acerca y toca su mano. Sus dedos se encuentran y, por primera vez, ella le sonríe.
Corren juntos. Sobre el pasto de un verde interminable, se detienen a besarse. No existe la sombra, el viento no interrumpe su abrazo y bastan sus bocas para clausurar el tiempo. Sus labios sacian la sangre. Las caricias enmudecen la condena. Han dejado de existir –para el mundo– y sólo se funden en el silencio de sus miradas.
Una horda de gente camina en diferentes direcciones. Hombres y mujeres, contemplando un espectáculo, impiden que llegue hasta él. Su voz se entrecorta por un llanto de angustia. Grita su nombre pero él ya no puede oírla. Una tela negra le cubre el rostro. Petrificado por el miedo, él también desea sentirla. Sin poder mirarla, la imagina. Una puerta se abre a sus pies y ella lanza un último lamento.
Cuando abre los ojos, las manos, temblorosas secan sus lágrimas. Corre hacia la ventana, se aferra a los barrotes y se deja caer al suelo susurrando su nombre.
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