Mostrando entradas con la etiqueta amor. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta amor. Mostrar todas las entradas

domingo, 8 de agosto de 2010

Café

Noche de no dormir, de pensar, de llorar, de arrepentirse, de sonreír, de pensar en soluciones que sabes que ya no resolverán nada. Horas de acordarse de un 'algo' que ya no existe y de cómo se le vio venirse abajo ladrillo por ladrillo.
Hace dos semanas encontré este cuento de Luis Sepúlveda. Se llama 'Café'. Y es uno de mis favoritos. Y es la imagen de tantas cosas...

Ella está bajo la ducha. El agua cae sobre su cuerpo y se detiene en la formación de repentinas estalactitas en el abismo de esos senos que has besado durante tantas horas. Colocas café en el filtro, calculas la cantidad de agua para cuatro tazas y oprimes el botón rojo.
Escuchas el sonido del agua que hierve eléctricamente y gota a gota va cayendo sobre el café, formando ese lodo aromático. Argamasa que une los adoquines de la mañana.
Ella aparece con su salida de baño anudada con descuido. Puedes ver sus muslos relucientes, húmedos aún. Retiras la cafetera, la llevas a la mesa, dispones las tazas, compruebas que los claveles persisten en su agónica estatura rosada. No son tan puramente perecederos como las rosas de mayo.
Aparece ahora con una toalla anudada a manera de turbante, puedes ver su nuca, el cuello liso y fresco, que huele a talco. Bajo el turbante un diminuto mechón escapa a las intenciones del secado y se adhiere a la piel con esa extraña presencia de rubia petrificación. Ella se sienta, tú también lo haces y, frente a ustedes, el silencio de siempre ocupa su lugar.
Sirves el café lentamente, alargas la mano hacia ella con la taza servida, llenas la tuya, con la mirada le ofreces las cosas que hay sobre la mesa. Pan, mantequilla, mermelada y otros alimentos que a esas horas y en esas circunstancias se te antojan absolutamente insípidos. Compruebas que ella no acepta, que simplemente enciende un cigarrillo y derrama unas gotas de leche en su taza de café.
Con la cuchara realizas breves movimientos giratorios que van formando espirales, hasta que compruebas la total disolución del azúcar que se ha hundido como polvo de espejos en un pozo, silenciosamente, respetando el carácter intocable de esta mañana-silencio que se inicia.
Ella es finalmente la primera en probar el café y su primera idea es que tal vez la taza estaba sucia. Levanta los ojos, te mira sin recriminaciones en el mismo instante en que tú bebes el primer sorbo y piensas que puede ser el cigarrillo el responsable de este sabor por el momento incalificable, pero es ella quien lo dice:
–Este café tiene sabor a fracaso.

Entonces te levantas, le arrebatas la taza de la mano, tomas la cafetera y vuelvas todo el líquido en el lavaplatos.
El café desaparece entre burbujas calientes y no queda más que una oscura presencia que bordea el desagüe. Abres un nuevo paquete, calculas agua para cuatro tazas y estás de pie esperando que, gota a gota, se vaya formando nuevamente esa porción de lodo matinal.
Sirves. Ella prueba. Te mira con tristeza. No dice nada. Bebes de tu taza y la miras. Ahora eres tú el que exclama:
–Cierto. Tiene sabor a fracaso.

Ella dice benevolente que puede ser cosa del azúcar o de la leche y tú gritas que no has puesto ni leche ni azúcar en tu taza.
Enciente otro cigarrillo y aleja su taza hasta el centro de la mesa mientras tú sacas todos los paquetes de café que guardas en la alacena y con la punta de un cuchillo los vas abriendo, frenético vas palpando con tus dedos su textura fina, pruebas, escupes, maldices, compruebas que todo el café de la casa tiene el mismo inevitable sabor a fracaso.
Ella no ha probado ninguno y también lo sabe. Te lo dice con la mirada perdida en los dibujos poliédricos del mantel. Te lo dice que con el humo que escapa de sus labios.
Regresas a tu silla sintiendo algo así como un ladrillo en la garganta. Quieres hablar. Quieres decir que juntos habéis tomado muchos cafés con sabor a olvido, con sabor a desprecio, con sabor a odio amable y monótono. Quieres decir que ésta es la primera vez que el café tiene este desesperante sabor a fracaso. Pero no logras articular ni una palabra.
Ella se levanta de la mesa. Va al cuarto contiguo. Se viste lentamente y hasta tus oídos llega el clic de su pulsera. Avanza hasta la puerta, coge las llaves, el bolso, el pequeño libro de viajes, piensa algo antes de abrir la puerta y retrocede hasta tu puesto para estampar en tus labios un beso frío que, aunque no lo creas, tiene el mismo sabor a fracaso que el café.

martes, 16 de febrero de 2010

Y todo por una rosa

Todavía me acuerdo de la primera vez que un ‘hombre’ me regaló una flor: tenía ocho años y estaba en segundo de primaria. Se llamaba Germán, tenía el cabello rubio, rizado y nuestros amigos nos organizaron una boda en el patio de la escuela. Mi velo de novia era de hojas rayadas de un cuaderno (cuidadosamente unidas con diurex) y nuestros anillos eran una especie de alambre con el que normalmente se cierra el pan Bimbo.
Cuando me regaló esa rosa color durazno (que en realidad era un prendedor que encontré en una cajita de recuerdos la semana pasada), le dije que me había gustado mucho y nos dimos el primer beso de nuestras vidas; pero en la mejilla, claro.
Desde entonces he recibido varias flores; todas de hombres a los que he querido profundamente y me han querido de regreso. No sé si los he amado a todos. Por pensar en ellos, y por darme un día para recordarlos, aquí lo que han significado en mi vida a pesar de que ya no estemos juntos:

J.M. Íbamos en tercero de primaria. Te di el primer beso –ahora sí en la boca– y te odié desde el día que me dio gripa, falté a la escuela y decidiste que era buen momento para andar con otra de mis amigas. Lo último que supe de ti es tan deprimente que prefiero reservármelo.

R. Fuiste el primero que me hizo llorar. Creo que también fuiste el primero al que 'realmente quise'. Hace un año o dos, me invitaste a salir. Volvimos a gustarnos y a pensar que las cosas se quedaron inconclusas. Aún así, yo tenía un ex novio al que todavía quería y, dado que las cosas se arruinaron, todo quedó como antes.

E. No sólo eras mi novio, también eras mi amigo. Pienso que por eso me dolió perderte. Me escribías poemas y yo me sentía flotando en una nube. Además me parecías guapísimo.

I. Me volvía loca platicar contigo, que fueras mucho más grande que yo, la camisa azul que usabas con chamarra negra de piel y tu olor. Me regalaste uno de mis libros favoritos, me escapé a besarme contigo en el parque y espero seguir teniéndote en mi vida hasta que me muera. Siempre nos hemos entendido y, de algún modo, te quiero; como un amigo y como un recuerdo de la primera locura que hice y disfruté intensamente.

M. Lo fuiste todo. En ti estaba el mundo. Me hiciste profundamente feliz. Después sufrí como nunca. Pero no me arrepiento de nada, ni siquiera de las líneas que hablan de los corazones fragmentados. Para mi tú siempre serás lo que marca un parámetro en mi vida sobre lo que es el amor, la felicidad y la tristeza. Contigo tuve certezas: de que me amaste y de que te amé; de que construiríamos una vida juntos aunque esa idea se nos haya escapado hace años. Eres un recuerdo y, a la vez, creo que siempre serás parte de mi vida.

Ahora me siento como en En busca del tiempo perdido. Como el personaje de Proust, creo que he sido víctima de una sinestesia: bastó con tocar esa rosa color durazno para acordarme de todo esto...

sábado, 28 de noviembre de 2009

(sin título)

Se me olvidaba que existen los amores secretos.

Tampoco me acordaba de:

  •        Las maripositas en la panza.
  •        Los (casi) celos absurdos de que bese a alguien más (aún cuando uno también tenga pareja).
  •         Los chistes malos provocados por los nervios.
  •     Las miradas (que te cacha o te devuelve sin desviar la cara) que te hacen bajar la cabeza por la amenaza de que se dé cuenta de que tu corazoncito brinca por él de vez en cuando.

Se me habían olvidado, ya desde hace mucho, esas esporádicas fascinaciones (que uno guarda y no le dice más a que a una que otra persona) que pueden provocar esos afectos que uno sabe irrealizables. Son –simplemente– imposibles, indeseables. Se gozan porque no rebasan el plano de lo imaginativo. Son divertidos porque no requieren esfuerzo alguno para ‘hacerlos evolucionar’. Son optimistas porque nunca acarrearán reclamos ni sueño rotos. Basta con el cosquilleo y las sonrisas de vez en cuando. Ni siquiera se espera que evolucionen. Causan placer de sentirlos así, lejanos y con el futuro clausurado. No le roban el amor a alguien más, no confunden, no hacen sufrir y no arruinan la relación de los involucrados.

Se me olvidaba que existen los amores secretos, las tontas ganas que dan de escribir sobre ellos y las preguntas que flotan intermitentemente para saber si el otro también sonríe traviesamente ante un saludo mañanero al que, sin embargo, jamás se le permitirá cobrar demasiada importancia.  

viernes, 12 de junio de 2009

A historic love

[Porque la música siempre tiene una historia que contar...]

La blancura de sus manos se ilumina tan pronto como enciende una vela. Pueden apreciarse los ladrillos que descansan sobre las paredes del cuarto. Los tapetes, las cortinas y la luz reflejan destellos que se confunden con el dorado de su cabello. Lo acomoda, distraídamente, y se tiende en la cama. Cierra los ojos y una lágrima escurre por su mejilla izquierda.

Una horda de gente camina en diferentes direcciones. El ruido de la plaza, el cacareo de las gallinas y el sonido de una carreta que un hombre deja caer, se vuelven inaudibles cuando por fin la mira. Sus ojos azules se posan sobre su rostro. Mientras la observa agacharse y tomar una canasta de fresas, sonríe. La ama y, mientras sigue contemplándola, descubre que la ha amado siempre. Por fin se acerca y toca su mano. Sus dedos se encuentran y, por primera vez, ella le sonríe.

Corren juntos. Sobre el pasto de un verde interminable, se detienen a besarse. No existe la sombra, el viento no interrumpe su abrazo y bastan sus bocas para clausurar el tiempo. Sus labios sacian la sangre. Las caricias enmudecen la condena. Han dejado de existir –para el mundo– y sólo se funden en el silencio de sus miradas.

Una horda de gente camina en diferentes direcciones. Hombres y mujeres, contemplando un espectáculo, impiden que llegue hasta él. Su voz se entrecorta por un llanto de angustia. Grita su nombre pero él ya no puede oírla. Una tela negra le cubre el rostro. Petrificado por el miedo, él también desea sentirla. Sin poder mirarla, la imagina. Una puerta se abre a sus pies y ella lanza un último lamento.

Cuando abre los ojos, las manos, temblorosas secan sus lágrimas. Corre hacia la ventana, se aferra a los barrotes y se deja caer al suelo susurrando su nombre.