domingo, 14 de junio de 2009

El pozo

Me he convertido en un pozo.
Lo sé porque la descripción de los pozos siempre es la misma:
En el interior existe un vacío profundo e interminable. Grandes paredes lo defienden. En algunos casos lo mantienen oculto. En otros, lo protegen de ser dañado. Cuando alguien busca obtener agua que provenga de lo más profundo de su ser, debe de utilizar, cuidadosamente, una cubeta y pensar detenidamente sus movimientos. De lo contrario, podría resbalar dentro del pozo y eso significaría, definitivamente, su perdición.
Los pozos pasan su vida enraizados en la misma tristeza y aislamiento que los vio nacer y que, un día, los verá desaparecer. Su interior siempre es frío y húmedo –porque nadie podría habitar en su núcleo– y pasan el tiempo solos. La explicación es obvia: porque la gente les tiene miedo o porque nadie los necesita. En otros casos, porque han causado desgracias y penas que la mente humana no puede superar.
Aunque se les tema, se les odie o se les olvide, llevan agua en su interior. Y el agua es vida. Fueron concebidos con la esperanza de llenar a otros. Cuando escuchan que alguien camina en los alrededores, desean que ese desconocido se acerque a ellos. Se prometen a sí mismos no devorar a quien confíe en que, con lo que yace en su interior, puedan saciar su sed, devolverles la vida o regalarles unos segundos de plenitud. Pero a veces los pozos, por su condición de pozos, no pueden evitar destruir hasta su propia esperanza de ser especiales y, por una vez en su existencia, ser felices mientras dan felicidad a otros.

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