jueves, 3 de diciembre de 2009
Última clase
Ya llevaba un rato con los ojos rojos. Se me pusieron así desde que Carlos Paredes nos habló por última vez y yo, en silencio, recapitulé todo lo que aprendí de él. Unos meses antes, Yaiza y Felipe me habían hecho sentir lo mismo (aunque no tenía los ojos rojos) y me dolía despedirme de ellos.
Por alguna razón, esta clase fue diferente a todas las que había tenido antes. Fue como si el ciclo cerrara de manera perfecta. Con lo último que nos dijo, Carlos dio el toque final a lo que –supongo– la escuela debió enseñarme sobre la escritura y me dio el ejemplo de lo que era un verdadero periodista: nada de personajes ridículos y circenses como los que conducen las noticias de la tele, sino los que de verdad investigan, se comprometen y –sí, hay más– escriben bien.
Estos son los primeros nombres que escribo en mi blog. En alguna de las cosas que he leído, alguien dijo que nombramos las cosas para recordarlas. Yo no quiero olvidarme de ninguno de estos maestros. Me cambiaron la vida y, algún día, espero poder escribir como ellos y saber un poco de todo lo que ellos saben.
Cuando se acabó la clase, me colgué la bolsa al hombro y me levanté de la silla. Entonces Carlos me dijo que ser sensible era algo bueno para una periodista. Le moví la mano, crucé la puerta y me puse a llorar.
En la primera clase de la carrera, llegué al salón sin saber qué quería y sin conocer el significado de la comunicación. Casi cinco años más tarde, se supone que soy una (casi) licenciada especializada en periodismo, trabajo en una editorial y la única certeza que tengo es que quiero escribir por el resto de mi vida.
Se me olvidó darle las gracias. Bueno, no se me olvidó. Más bien no me atreví a que viera cómo me caían las lágrimas por las mejillas. Le escribiré pronto y le diré que de pocos maestros he aprendido tanto como de él. Porque creo que hay veces que para enseñar a otros no se necesitan grandes presentaciones, videos o anotaciones en el pizarrón: basta con mostrar que vives con base en aquello que enseñas y que eso te apasiona.
El lunes voy a la Ibero por mi última calificación. Hablaré, por última vez en una clase, de mis debrayes filosóficos y luego dejaré la universidad. Seguramente volveré a llorar; por todo lo que extrañaré de estos años y por el miedo que me da no saber lo que vendrá después.
sábado, 28 de noviembre de 2009
(sin título)
Se me olvidaba que existen los amores secretos.
Tampoco me acordaba de:
- Las maripositas en la panza.
- Los (casi) celos absurdos de que bese a alguien más (aún cuando uno también tenga pareja).
- Los chistes malos provocados por los nervios.
- Las miradas (que te cacha o te devuelve sin desviar la cara) que te hacen bajar la cabeza por la amenaza de que se dé cuenta de que tu corazoncito brinca por él de vez en cuando.
Se me habían olvidado, ya desde hace mucho, esas esporádicas fascinaciones (que uno guarda y no le dice más a que a una que otra persona) que pueden provocar esos afectos que uno sabe irrealizables. Son –simplemente– imposibles, indeseables. Se gozan porque no rebasan el plano de lo imaginativo. Son divertidos porque no requieren esfuerzo alguno para ‘hacerlos evolucionar’. Son optimistas porque nunca acarrearán reclamos ni sueño rotos. Basta con el cosquilleo y las sonrisas de vez en cuando. Ni siquiera se espera que evolucionen. Causan placer de sentirlos así, lejanos y con el futuro clausurado. No le roban el amor a alguien más, no confunden, no hacen sufrir y no arruinan la relación de los involucrados.
Se me olvidaba que existen los amores secretos, las tontas ganas que dan de escribir sobre ellos y las preguntas que flotan intermitentemente para saber si el otro también sonríe traviesamente ante un saludo mañanero al que, sin embargo, jamás se le permitirá cobrar demasiada importancia.
lunes, 23 de noviembre de 2009
Dios también tiene sentido del humor
Ayer, como a las dos de la tarde, estaba en el gimnasio de J. Todos se preparaban para la inauguración de hoy: los albañiles daban los toques finales a paredes, el ingeniero terminaba de armar los aparatos y los socios revisaban el funcionamiento de la instalación eléctrica. Mientras los adultos responsables –los socios del negocio– supervisaban a los trabajadores, yo escribía mi texto sobre la película de Anticristo y blasfemaba sobre lo que la sociedad impone en los hombres con la creación del concepto del mal. Anotaba, apoyándome en Nietzsche, que –al igual que el orden moral del mundo– la utilización del nombre de Dios funge como manipulación, medio de control y deshumanización. Los hombres, pienso, también somos malos. Pero ocultamos a ese ‘otro’ –que despreciamos– pretendiendo que no es parte de nosotros (como en Dr Jekyll and Mr Hyde, pues). No hablaré más sobre eso, estoy en proceso de escribir un ensayo de diez cuartillas para darme a entender mejor y explicarlo en este post sería, por demás, desgastante.
El punto es que, cuando inició la anécdota que estoy a punto de platicar, estaba escribiendo un debraye sobre el bosque de la película de Lars Von Trier como un escenario del diablo en lugar de ser un espacio creado por Dios. Acto seguido, llegó un sacerdote y empezó el mal chiste del día.
Me levanté para acompañar a los presentes frente al hombre que, segundos más tarde, bendecería nuestro trabajo, nuestras palabras y nuestros pensamientos (si supiera...). Luego, para mis pulgas, expresó que sólo aquellos que amen y teman a Dios, obtendrán el bien (yo pienso: Qué razón tenías Friedrich). Finalmente, el sujeto de la blanca sotana caminó esparciendo agua bendita por paredes recién pintadas y espejos recién colocados. Casi pegué un grito cuando ví que mi libro de El Anticristo fue humillado bajo las gotitas que la sacrosanta figura lanzó contra él. Al contemplar esta última imagen, comencé a reírme. No supe de qué otra forma reaccionar.
Me pregunto si me iré al infierno por tener estos infames pensamientos mientras un religioso difundía la palabra de Dios en mi presencia...
jueves, 19 de noviembre de 2009
El nuevo sueño guajiro
Llegué mentando madres por la falta de estacionamiento y porque tuve que caminar mucho para llegar hasta la oficina de Bárbara Pichardo. Cinco horas después del ‘curso (mega) intensivo’ que me dio, salí preguntándome si estudiar comunicación fue la decisión correcta. Después dejé de preocuparme. Si Hubble (sí, el del telescopio) fue primero un brillante abogado y luego decidió dejarlo todo por cambiar la historia con sus descubrimientos, yo también podría hacerlo. Total, me queda toda una vida por delante y suficiente tiempo como para estudiar física, una maestría en astrofísica, un doctorado en astronomía y tres postdoctorados en el extranjero...
Aquí otros descubrimientos que me cambiaron la vida:
- No se sabe por qué los cuerpos se atraen (a pesar de las leyes que existen sobre el tema, se desconoce la razón de por qué lo hacen).
- No se sabe qué había en el ‘principio-principio’ del universo. El tiempo (¿la historia?) empieza a contarse a partir del diez a la menos cuarenta y tres segundos.
- Las catapultas y las tomografías son inventos derivados de investigaciones astronómicas.
- El término ‘años luz’ jamás es utilizado por los astrónomos. Lo usamos los simples mortales porque somos dummies.
- Nuestro sol es una estrella tan pequeña que jamás será una Supernova y jamás se convertirá en hoyo negro. Terminará como una ridícula enana blanca y formará una nebulosa planetaria.
- Las únicas imágenes reales que existen de la Vía láctea, son ‘vistas de perfil’. Sólo es posible imaginar cómo se vería ‘desde arriba’ mediante la observación de galaxias que los expertos imaginan que son parecidas a la nuestra y algunas simulaciones.
- En el futuro, la Vía láctea se fusionará con Andrómeda y el gas se terminará, se formarán muchísimas estrellas nuevas y los hoyos negros de ambas también se fundirán en uno (no, no se morirá nadie ni será el fin del mundo).
- TODO rota TODO el tiempo (la galaxia, su barra, sus brazos, las estrellas, los sistemas planetarios y TODO lo que los compone) y la velocidad de este movimiento depende de la masa de los cuerpos (tanto de la propia como de la que los rodea).
- Si no fuéramos desechos (si no estuviéramos tan lejos del centro de la Vía láctea, pues) habría muchas más estrellas que, al pasar cerca de nosotros, alterarían todo el Sistema Solar.
- Lo impresionante del hoyo negro que está al centro de la Milky Way no es su tamaño como tal (no ‘mide’ gran cosa), sino la masa que posee.
domingo, 8 de noviembre de 2009
¡Fuego!
De nada sirve pedir calma, informar que las salidas de emergencia están abiertas y que los niños están seguros. De cualquier forma, la gente sale corriendo, ríe nerviosamente y comenta estupideces sobre el humo que escapa de las puertas una vez estando afuera.
Así sucedió hoy en el festival de danza de mi hermana. Mientras unas hermosas princesas levantaban sus manitas –con zapatillas de ballet, tutú y toda la cosa– para bailar al ritmo de El cascanueces, una traviesa llamarada decidió salir a perturbar a todos los presentes. Las luces que iluminaban el escenario estaban por encima de las butacas. Fue ahí donde ocurrió el corto circuito y de donde comenzó a esparcirse el peculiar olor a quemado.
Segundos después, ni rastro de los orgullosos y civilizados padres de familia que antes esperaban a que finalizara el evento para fotografiar a sus muñecas. Mientras se observaban ramos de rosas regados por el suelo, los progenitores antes mencionados subían al escenario para huir con sus primores de aquél d-e-s-a-s-t-r-e.
Para variar, yo me hubiera quedado en mi asiento. Como ya he comentado antes (para hacer referencia a temblores y otros d-e-s-a-s-t-r-e-s), si he de morir, prefiero hacerlo aislada y en mi lugar, a perecer al lado de un grupo de neuróticos desconocidos. Si no hubiera sido porque toda la familia y amigos que asistieron al evento salieron disparados hacia la puerta que estaba a unos metros de nuestros asientos, me hubiera quedado a disfrutar del espectáculo de nerviosismo de todos los que permanecían en los asientos superiores esperando a encontrar su oportunidad de alejarse de esa indefensa llamita anaranjada que hacía de las suyas y se burlaba de los presentes desde las alturas.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
Al infinito... Y más allá.
Desde que comenzara una línea del tiempo sobre el telescopio (que el jefe me encargó hace como un mes) me he dedicado a catapultar una inmensa cantidad de preguntas a todo medio de comunicación o ser vivo que, considero, podría respondérmelas (Google o un experto de ciencia ficción, pues). Lo peor del caso es que ni siquiera termino de digerir una respuesta cuando ya estoy formulando una nueva duda. Concluyo, entonces, que soy víctima de una terrible enfermedad degenerativa que sólo puede ser denominada como:
Hace más de cuatro años, el choque emocional fue provocado por ‘la muerte del arte’. Luis (creo que mi primer padre intelectual) me metió esa idea en la cabezota y la tuve dando vueltas durante siglos (estoy segura de que eso le pareció a los pobres que ya traía mareados con mis delirios sobre aquel asunto). Además de que de ahí en adelante todos mis trabajos eran argumentaciones sobre tema, discutía con media humanidad intentando hacerles ver que ahora el arte es sinónimo de comercio. Por supuesto, nadie me creyó.
Luego me traumé con Marx, con lo real maravilloso, con Barthes, con la Escuela de Frankfurt, con la simulación, con el psicoanálisis, con el deseo, con el superhombre y, finalmente, con Villoro. De todo eso he escrito y sobre todo eso se han manifestado mis síntomas de traumatitis: comprar libros a lo idiota (sobre el tema de moda, obviamente), pelearme ferozmente con los detractores, pláticas de horas (y café) con S., y devorar información de todo especialista que se atravesase en mi camino. Sin embargo, lo triste de la enfermedad es que, con la misma rapidez con la que se me empiezan a acelerar el cerebro y las pasiones, tiendo a olvidar el conocimiento sobre el que antes me avorazaba... Se pierde –supongo– en algún lugar de donde prácticamente no vuelve a salir.
Hace unos días, la obsesión era la Luna. Como Calígula, yo también estaba (¿sigo?) enamorada de ella; yo también quería poseer lo imposible. La única razón por la que me ahorré un post sobre el tema (obvio le traía ganas desde que terminé de leer la obra de teatro) es porque excederme en el debraye sobre la angustia, la locura y la existencia nada más hubiera terminado por agravar mi traumatitis.
A partir de ayer, el trauma se llama Vía Láctea.
Síntomas de mi incurable enfermedad:
- Estudiar (de ‘pe’ a ‘pa’, diría, mi abuelita) programas especiales de History Channel.
- Atacar a A. durante toda una comida para que me explique la vida y muerte de las estrellas (y por qué los protagonistas de Star Trek no flotan cuando están en una nave).
- Preocuparme pensando cuáles serán los libros que consultaré cuando pase a otra etapa de la investigación.
- Actualizar mi twitter con cuanto dato curioso se me aparece.
- Escribir un post sobre el nuevo debraye que me llena la cabeza con polvo de estrellas, miedo a que nos devore el hoyo negro que está en medio de la milky way y cuestionamientos sobre si podemos o no, ser absorbidos por una galaxia cercana a la nuestra.
viernes, 30 de octubre de 2009
Anticristo
Detesto a los cineastas que, por jugar al artista, transgreden ‘por transgredir’. Así, sin ninguna ideología que sustente sus películas pero con sexo y majaderías al por mayor, simplemente, porque existe un estándar que denomina las características antes mencionada como ‘cine de arte’. Odio, en pocas palabras, la falta de contenido en un medio que aspira a la criticidad pero que muchas veces se reduce a la técnica.
Cuando terminé de ver la película me di cuenta de que la crítica estaba radicalmente equivocada: Anticristo es profundamente filosófica en cuanto a la reflexión que expresa sobre las características humanas.
A grandes rasgos, habla de una pareja que pierde a su hijo y cuya vida se destroza por la culpa: lo dejaron morir a causa del placer. Algunos ubican la cinta como una analogía del génesis. Yo, ignorante del tema, simplemente la considero una efigie de la escencia del hombre.
El remordimiento les devora la razón. En la mujer, la animalidad se expresa a través de agresiones brutales hacia su marido y la ablación de su propio clítoris. Él, por su parte, carga con sus excesos hasta que termina por matarla. Juntos llegan a la aniquilación total: de la razón, del perdón, de la fe y de ellos mismos. El crimen que cometieron es imputado por ellos y para ellos y ahora, en el afán por reprimir el deseo mismo del que se acusan, desmembran –lenta y dolorosamente– su existencia.
Ayer fui a cenar con S. Hablamos del tema y concluimos que la cinta resulta detestable porque expresa aquello que todo el mundo evade o ignora. También me preguntó si no había perdido la fe en la humanidad. Le respondí que no: sigo sin perderla. Claro que somos malos por naturaleza (¿será por eso que hasta disfruto del estremecimiento provocado por contemplar esa desgracia del alma humana?) pero también es evidente que todos jugamos a convivir en sociedad.
Definitivamente, no somos el superhombre propuesto por Nietzsche, aún somos incapaces de construir un sistema de valores propio que, sin embargo, no reprima nuestras pasiones y deseos. Sin embargo, tampoco somos los animales presentados por Von Trier en la película: la represión sigue condicionándonos y permitiendo que mantengamos una vida que se adapte a las convenciones sociales.
No sentí miedo ni me traumé con Anticristo; al contrario. Por muy macabro que resulte admitirlo, me sentí sumamente atraída y fascinada por sus argumentos y su psicología. En medio de la decadencia de sus imágenes, para mi representa una única posibilidad de que el hombre exista, a través de su monstruoso comportamiento, gracias a estos 104 minutos de celuloide.