viernes, 28 de agosto de 2009

Preparativos parisinos

Conseguí el boleto de avión, a un excelente precio, gracias a un descuento que G. me ayudó a conseguir por medio de la editorial. El vuelo 1586, de Mexicana, saldrá de México el 15 de diciembre de 2009 a las siete de la noche y llegará a Roma a las seis de la tarde del día siguiente.
Los hoteles están reservados desde hace aproximadamente dos meses. Me bastan las fotos de la fachada –y un desayuno que me permitiría prepararme un lunch– para sentirme satisfecha.
Aún no he pensando en las maletas. Pueden ser dos pequeñas, como indica la reglamentación de la aerolínea o, ya de plano, dejarme de tonterías y llevarme sólo una mediana. No me molesta llevar la misma ropa para veintitantos días, me angustia que me de flojera lavar allá y termine por tirar algunas cosas y comprar nuevas.
Falta un vuelo y los boletos de tren. Lo segundo puede esperar. Lo primero, en contraste, es necesario confirmar próximamente pero me detiene el miedo de que, por ser una aerolínea desconocida para mi, el avión pueda caerse y me muera sin que mi mamá se entere sino hasta muchas horas después.
Por lo demás, todo está en orden. Estoy feliz, emocionada y muerta de ganas por regresar a comer una crepa a París.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Crónica de una atleta solitaria

En el mundo de los gimnasios, todos son amigos de todos. Los asistentes se saludan de beso, se hacen bromas entre instructores e instruidos, se pasan el teléfono, las parejas se ponen de acuerdo para verse en fines de semana y mujeres esculturales les pasan tips a las desafortunadas gorditas que piensan que, para su mal, existe un remedio alterno a, simplemente, dejar de comer. Yo, en contraste, me caracterizo por preferir ejercitarme en soledad.
Desde hace aproximadamente un mes, le retiré al spinning la exclusividad de mis mañanas y decidí alternar algunos días con pesas y otros aparatos que numerosos miembros utilizan diariamente con envidiable entusiasmo. En medio de este nuevo intento por 'lucir bien', los instructores intentan platicar conmigo y hacerme chistes. Yo, aún a costa de mi voluntad, respondo con actitud de araña y me dedico únicamente a cumplir con mis rutinas. Y si, aunque sea por equivocación, siento que ‘me echan porras’ con una palmadita en la cintura, ya me dan ganas de salir corriendo y esconderme debajo de una mesa.
Hoy intenté dejar mi actitud de ente antisocial y acepté el saludo –de beso, evidentemente– que el maestro del spinning me dirigió y disfruté mis carcajadas cuando el loco se puso a bailar a media clase. ‘Eché el chisme’ con una compañera sobre un instructor que se cree parido por Zeus y sonreí a todo el mundo antes de irme a mi casa. Y no, no estuvo tan mal. Mañana lo intentaré de nuevo.

lunes, 24 de agosto de 2009

(sin título)

Cuando es evidente que nos aferramos a un sinsentido, es común que la gente piense que esa conducta autodestructiva obedece a nuestra propia voluntad. Pero eso es mentira. Hay veces, simplemente, en que se vuelve imposible huir.
No importa que nos volvamos videntes y, aún teniendo consciencia de que hay situaciones para las que sólo existe un futuro quebrantado, seguimos adelante. No interesa recordar lo malo: siempre sale a flote la ciega esperanza de un cambio que clausure todo sufrimiento.
Pero eso es una mentira. Y lo sabemos. Sin embargo, seguimos viviendo de un engaño que creemos que podrá hacernos felices y nos mantenemos convencidos de que no estamos siendo derrotados sino, únicamente, esperando el regreso de todo aquello que desde hace tanto tiempo hemos dejado ir.

domingo, 23 de agosto de 2009

Delirio

Estoy a bordo de una camioneta blanca. Un hombre alto y delgado, de cabello entrecano y perfectamente vestido, conduce. A su lado, una mujer de lentes, que me sonríe cuando me mira, le acompaña. Están felices.
En la parte de atrás del auto va el resto de la familia. Está C.E., con la ropa oscura de siempre y también estamos nosotros. Tu y yo vamos tomados de la mano.
Como todos los domingos, estamos juntos y comemos donde se puede. Algunas veces nos robamos galletas mientras esperamos un plato de espaguetti en salsa roja y bocadillos de papa. Pero también hay días como hoy, en que buscamos algún lugar en la calle porque, como dice aquel del cabello entrecano, hay muchas ganas de salir a comer.

Todo eso pienso mientras camino hacia mi casa. Que no quiero irme y cerrar la puerta, subir hasta el cuarto y empezar a escribir que desearía estar ahí, en la camioneta blanca y formando parte de una vida que no tengo, en vez de mirar el reloj y sentir lentamente como pasan las horas.

domingo, 16 de agosto de 2009

Siempre nos quedará París

Empleó una frase de Humphrey Bogart para despedirse de mí. Luego me puse a llorar.
Tiene razón; siempre quedará B., la música, el cine, las pláticas y el gusto en común por millones de detalles. Siempre quedará, además, la comprensión.
Me olvidé de algunas cosas. Dejé la ropa en el cajón, los zapatos dentro del clóset y de decirle tantas cosas que ahora ya no recuerdo.
Me olvidé también de devolverle las llaves de la casa, unas cuantas películas de arte y de gritarle de enojo por mi cobardía.
Pero eso no es todo. Al final, me olvidé de creer: que nunca es demasiado tarde y que, con las lágrimas y todo, aún podía haberme bajado del coche para regresar y, en un abrazo, arrepentirme de todo y decirle que nunca más me iría de su vida.

martes, 11 de agosto de 2009

(sin título)

Éramos unos niños. Es la única manera de explicarme que yo no me arrepienta de nada.
Yo no tuve pérdidas. Al menos mientras él lo perdió todo, claro está. Después se me fue la vida. Se me escurrió de las manos con esa última llamada desde el aeropuerto y con todos los días que pasaba las horas llorando.
Cuando alguien me pregunta si lo extraño, le digo que no. Y es la verdad. Dejé de extrañarlo hace mucho tiempo. Me duele, sin embargo, mi dolor, acordarme de las tardes tristes y las mañanas sin alma. Me duele el pasado de vigilia, de falsa culpa y de viejos fantasmas. Me duele, además, que aunque sigan pasando los años, pueda lastimarme con un párrafo en que explique se arrepiente del tiempo conmigo.

jueves, 6 de agosto de 2009

Sueño de una noche de primavera

El frío silenciaba las calles que observaban el absurdo de nuestros intentos por encontrar los señalamientos que un hombre francés acababa de explicarnos. El concierto era en la noche y yo, para variar, no tenía idea de cómo llegar a la sala. Tu, como siempre, eras perfecto.
No me dio miedo tomarte de la mano. Nada me daba miedo aunque estuviéramos perdidos. Una cuadra, dos, tres; hasta que llegamos al parque y encontramos la estación correcta.
Después el arte, una cámara fotográfica (que años después nos recordara que nada fue mentira) y explorar desconocidas banquetas que nos helaran las manos que intentaban sujetarse. Mientras los pies avanzaban sin rumbo a veces nos mirábamos; para reír o para que aguantaras mi ansiedad de siempre. Pero, nuevamente, tu eras perfecto.
Un platillo italiano nos calmó el hambre y me consolaste por no llevar la ropa adecuada para la noche. Cuando volvimos a salir a la calle, temblaba de nervios. Era un sueño y cerrar los ojos no me bastaba para imaginar cómo serían sus gestos, su música y lo que me haría sentir.
El salón era inmenso y decenas de mesas –con cuatro o cinco sillas cada una– saturaban el piso inferior del lugar. Arriba, dos niveles llenos de espectadores eran alumbrados por la luz dorada que se reflejaba desde el techo. Los decorados eran del color del oro y, al fondo, los lugares de los músicos esperaban vacíos. Una mesa, a unos dos metros del escenario, reservaba nuestros lugares.
Abriste la botella de Beaujolais. No sé si antes o después de que él llegara. No recuerdo nada, sólo su entrada y mi emoción. Quería llorar, aplaudía y me dolían las manos. Ansiaba voltear a verte pero me daba vergüenza, de mi locura o de mi ignorancia; de no poder creerlo y de no querer desviar la mirada por temor a que no existiera. Era un sueño, mi sueño y lo estaba viviendo contigo.
Tenía la barba y el cabello blanco. Unos anteojos de armazón delgado le adornaban el rostro y el pantalón del smoking negro le rozaba el tacón de los zapatos. Cuando tomaba el micrófono para dirigirse al público, sostenía la batuta con la mano izquierda. El resto era magia. Los músicos lo comprendían y, aunque estuviera de espaldas a nosotros, sé que tu y yo también. Conocíamos cada nota y, en sus manos, nuestros recuerdos llevaban el ritmo. Sí, eran recuerdos de todas los momentos en que esas notas han estado con nosotros, mientras soñamos solos en la cama o nos acompañamos hasta la madrugada con dos o tres botellas de vino.
A mitad del concierto, un joven que vuela hasta el país de Nunca Jamás me arranca lágrimas que no esperaba. Me daba miedo mirarte, que alguien más me mirara y que me hubiera convertido en un ser cursi y vulnerable que no lograba controlarse. Veía los violines, los chelos –frente a nosotros– y la manera en que un ligero movimiento de sus dedos le indicaba, al timpanista, que debía de musicalizar a un hada que vuela. No soltaba la copa de Beaujoulais y no podía dejar de mirarlo. Estaba tocando para mi, no cabía duda. Y tu, dentro de todas las personas que existen en el mundo, estabas a mi lado y lo entendías.
Luego se despidió de ti; dirigiéndose a tus sueños y fantasías. Las sonrisas no me eran suficientes. Mientras expresaba un último gesto para recordarnos que tenía que dormir, yo seguía sintiendo la música en mi mente. Visualizaba a una orquesta entera que seguía sus indicaciones y le sonreía mientras lo miraba. Los compases eran majestuosos y seguía tarareándolos mientras caminábamos hacia el metro.
Han pasado varios meses desde entonces, pero no transcurre mucho tiempo para que busque nuevas oportunidades de volver a soñar. Mientras tanto, mi ipod tiene un playlist que me permite imaginar sinsentidos, en momentos como éstos, y que lleva por título: Boston Film Night with Johnny.