jueves, 6 de agosto de 2009

Sueño de una noche de primavera

El frío silenciaba las calles que observaban el absurdo de nuestros intentos por encontrar los señalamientos que un hombre francés acababa de explicarnos. El concierto era en la noche y yo, para variar, no tenía idea de cómo llegar a la sala. Tu, como siempre, eras perfecto.
No me dio miedo tomarte de la mano. Nada me daba miedo aunque estuviéramos perdidos. Una cuadra, dos, tres; hasta que llegamos al parque y encontramos la estación correcta.
Después el arte, una cámara fotográfica (que años después nos recordara que nada fue mentira) y explorar desconocidas banquetas que nos helaran las manos que intentaban sujetarse. Mientras los pies avanzaban sin rumbo a veces nos mirábamos; para reír o para que aguantaras mi ansiedad de siempre. Pero, nuevamente, tu eras perfecto.
Un platillo italiano nos calmó el hambre y me consolaste por no llevar la ropa adecuada para la noche. Cuando volvimos a salir a la calle, temblaba de nervios. Era un sueño y cerrar los ojos no me bastaba para imaginar cómo serían sus gestos, su música y lo que me haría sentir.
El salón era inmenso y decenas de mesas –con cuatro o cinco sillas cada una– saturaban el piso inferior del lugar. Arriba, dos niveles llenos de espectadores eran alumbrados por la luz dorada que se reflejaba desde el techo. Los decorados eran del color del oro y, al fondo, los lugares de los músicos esperaban vacíos. Una mesa, a unos dos metros del escenario, reservaba nuestros lugares.
Abriste la botella de Beaujolais. No sé si antes o después de que él llegara. No recuerdo nada, sólo su entrada y mi emoción. Quería llorar, aplaudía y me dolían las manos. Ansiaba voltear a verte pero me daba vergüenza, de mi locura o de mi ignorancia; de no poder creerlo y de no querer desviar la mirada por temor a que no existiera. Era un sueño, mi sueño y lo estaba viviendo contigo.
Tenía la barba y el cabello blanco. Unos anteojos de armazón delgado le adornaban el rostro y el pantalón del smoking negro le rozaba el tacón de los zapatos. Cuando tomaba el micrófono para dirigirse al público, sostenía la batuta con la mano izquierda. El resto era magia. Los músicos lo comprendían y, aunque estuviera de espaldas a nosotros, sé que tu y yo también. Conocíamos cada nota y, en sus manos, nuestros recuerdos llevaban el ritmo. Sí, eran recuerdos de todas los momentos en que esas notas han estado con nosotros, mientras soñamos solos en la cama o nos acompañamos hasta la madrugada con dos o tres botellas de vino.
A mitad del concierto, un joven que vuela hasta el país de Nunca Jamás me arranca lágrimas que no esperaba. Me daba miedo mirarte, que alguien más me mirara y que me hubiera convertido en un ser cursi y vulnerable que no lograba controlarse. Veía los violines, los chelos –frente a nosotros– y la manera en que un ligero movimiento de sus dedos le indicaba, al timpanista, que debía de musicalizar a un hada que vuela. No soltaba la copa de Beaujoulais y no podía dejar de mirarlo. Estaba tocando para mi, no cabía duda. Y tu, dentro de todas las personas que existen en el mundo, estabas a mi lado y lo entendías.
Luego se despidió de ti; dirigiéndose a tus sueños y fantasías. Las sonrisas no me eran suficientes. Mientras expresaba un último gesto para recordarnos que tenía que dormir, yo seguía sintiendo la música en mi mente. Visualizaba a una orquesta entera que seguía sus indicaciones y le sonreía mientras lo miraba. Los compases eran majestuosos y seguía tarareándolos mientras caminábamos hacia el metro.
Han pasado varios meses desde entonces, pero no transcurre mucho tiempo para que busque nuevas oportunidades de volver a soñar. Mientras tanto, mi ipod tiene un playlist que me permite imaginar sinsentidos, en momentos como éstos, y que lleva por título: Boston Film Night with Johnny.

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