sábado, 9 de enero de 2010
II.
Él lleva una corbata verde. Le sonríes tan pronto te toca y sientes cosquillas cada que te dice que te ves bellísima. Hoy sí le crees: por esta noche, tú serás la más hermosa de todas las mujeres. En la calle, casi se te olvida el frío. Luego un coche de color blanco. Minutos más tarde, Ella. Y sí, también le sonríes mientras te aguantas las lágrimas para no arruinar el maquillaje. Una foto, dos, tres; las que sean necesarias para aprisionar el instante.
Los dos extraños que los reciben llevan traje negro. Reconoces el nombre en la lista y ingresas al cuarto de acero. Pero no le sueltas la mano. Y así inician el ascenso. Abajo, ya muy lejos, quedó el miedo. Sobre la alfombra roja, y sin importar los otros cinco extraños que aguardan con ustedes, es donde ahora existe el mundo.
Tras dejar la gabardina negra, te consumen las ansias por saber cuál será el destino. Una vez que lo averiguas, no puedes creerlo. Él, sin embargo, parecía haber tenido fe desde el principio. Siempre la tiene.
Si la mesa no los alejara tanto, lo besarías más veces. Para compensar, intentas no soltarle la mano. No dejas de mirarlo, de sonreír y de desear eternizar la experiencia. Están el vino, las velas y las voces desconocidas que ya desde hace un rato has dejado de escuchar. Después, un impertinente alado y un alucinante sabor cítrico cubierto de helado. Fueron tres horas perfectas; las más perfectas de toda tu vida y las viviste junto a él.
Ahora, que ha pasado el tiempo, piensas que quizás has olvidado los detalles. Sólo recuerdas su mirada y las luces que descasaban al otro lado del inmenso ventanal que se elevaba, junto con ustedes, a tantos metros del suelo. Ahora, mientras confeccionas un último registro de tu secreta noche de fascinación, piensas en el vestido de encaje, te preguntas dónde lo habrá guardado y si él recuerda esos instantes de la misma manera que tú.
miércoles, 6 de enero de 2010
Hablando de olvidar
Es cruel porque no representa la supresión ni la superación de un hecho lacerante para la conciencia. Y peor aún, lo brutal de su condición consiste en que la serenidad que provoca es tan fugaz que, cuando desaparece, conlleva a la nostalgia y a la más profunda desolación.
Durante ese pseudo deseable estado, se ríe un poco, se disfruta un paquete de lunetas de colores, se sacia la sed, se observa una que otra película, se mantienen pláticas –incluso de horas– y luego, por un estímulo inesperado, se vuelve a sentir el ya por demás conocido vacío.
Entonces se recuerda: un angustiosísimo golpe de realidad le rememora, a los sentidos, que ya no volverán a percibir al objeto amado.
Cuando no se tienen pesadillas, el sueño también es un olvido momentáneo. Pero llega la hora en que los párpados vuelven a levantarse y se tiembla de miedo ante la casi absoluta inminencia de la confrontación con el dolor de la pérdida.
El memorioso, entonces, recurre a su última esperanza: que todo haya sido un sueño. Avienta las cobijas de la cama, se levanta corriendo, abre la puerta del cuarto de a lado y, cuando observa el piso, ya no está el cojín de cuadros ni el suave pelaje blanco. Bajo el buró, y sobre la alfombra rosa, no hay nada, sólo la confirmación de que todo ha sido cierto y que ya no hay nada que hacer. Entonces el adolorido evocador de realidad debe salir del cuarto; derrotado, con la desgarradora opresión del pecho restándole el aire y aventurarse de vuelta a la cama. Quizás, en un sueño producto del olvido momentáneo, aparezca la imagen que tanto desea.
martes, 5 de enero de 2010
That next place
–It’s hard to let go isn’t it?
–Oh yes it is, Bill.
–Well that’s life. What can I say?
Eso dijo Anthony Hopkins –en Meet Joe Black– cuando el personaje que interpreta termina de enseñarle –a la muerte– la vida. Y creo que sí, eso es la vida: un constante e inacabable ‘dejar ir’.
Siempre es difícil hablar de la muerte. Cuando no se le conoce o uno no se ve afectado por ella, se intenta analizarla pero siempre he pensado que no se le comprende del todo. En cambio, cuando se sufre, lo único que parece claro son las lágrimas que a uno le resbalan por la cara.
Hollywood no miente: sí parece que está dormida. Pero tiene todo el cuerpo frío. En un imbécil e ingenuo gesto de negación, la envolvemos en sus tradicionales cobijitas para que ‘no se enfríe demasiado’. Mientras tanto, lloramos. Nos acordamos de cuando era bebé y de cuando nos ladraba. Pensamos en las veces que nos hizo enojar, en cómo dormía con nosotros en las camas, en lo que le gustaba comer y en todas esas cosas que uno piensa cuando sufre una pérdida.
El reloj se vuelve un verdugo. No despierta y cada tortuoso segundo que pasa aumenta el terror de saber que se tendrá que salir con ella en brazos y entregarla a un desconocido que nos ayudará a ‘terminar con los trámites’ que este proceso siempre requiere.
Y el dolor sigue. Mirarla inmóvil traduce el miedo en certeza: nunca volverá a abrir los ojos y por más que se salga del cuarto y regrese, ella sigue igual. Mientras tanto, en uno se mantiene la negación, el deseo de pedirle que salga a correr al jardín o de cantarle canciones que la pongan contenta. Pero nada, sólo es un instante de debilidad que rápidamente se esfuma. Acto seguido, uno re-acepta y calla. Llora un poco y engaña su ansiedad ‘al pensar en otra cosa’. Y así indefinidamente.
“Se pierden personas, se pierden palabras. Muy pronto el hombre enmudece: ya no es capaz de decirse, mucho menos de decir su pérdida”, escribió S.B. en un bellísimo ensayo que inicia con la idea del tiempo, el dolor, la ausencia y la memoria. Yo enmudecí desde hace tres horas. Por eso, hoy utilizo palabras ajenas: las mías están profundamente silenciadas por la muerte. Hoy sólo pienso en mi tristeza y me he vuelto incapaz de nombrarla fuera de clichés y lugares comunes.
Ahora, nuevamente, silencio.

jueves, 24 de diciembre de 2009
(Navidad)
Yo, de mi casa, extraño los adornos azules, el olor de la cocina, mover el coche cuando lo dejo mal estacionado, que mi hermana me robe la ropa y los abrazos de mi madre.
Quisiera estar con ellos. Cenar juntos en la casa, comer durante días lo que mi mamá prepare para hoy en la noche y abrazarnos después de brindar y decirnos que nos amamos.
También quisiera que mañana pudiera bajar al árbol y encontrar una sorpresa. Tengo 23 años y Santa no se ha olvidado de mi. Quisiera que mi papá bajara cuando mi hermana y yo abrimos los regalos y que nos tome fotos. Horas después, quisiera que bajara mi mamá y desayunáramos en el piso de la sala.
En Amsterdam hay mucha nieve y una chimenea frente a mi. Hay un regalo sorpresa que Santa metió a mi maleta y abriré hasta mañana. Pero me hace falta mi casa... esa que extraño tanto aunque quizás no esperaba hacerlo.
Día 8
Nunca tomé café como los italianos: de pie y en lo que en México se conoce como ‘de entrada por salida’. Pero sí conocí a las mujeres ‘nice’ (abrigo de Mink y bolsita Louis Vuitton en mano) que recorren la ciudad en bicicleta, me impresioné por las habilidades de los italianos para manejar por los callejones (sin atropellar a nadie, desesperarse o raspar sus coches) y probé el mejor spaghetti al pomodoro que podría imaginar.
Hoy me despedí del Palazzo Vecchio, me compré uno de los cantos del Inferno de Dante y fui por una última comida a la que para mi es la mejor Trattoria de Florencia.
Ahora, a tomar un avión para Amsterdam.
Mientras llega la cuenta, me pongo espantosamente cursi y me digo: Siempre me quedará Italia.
Día 7
Me tomé muchas fotos, pagué varios euros por entrar a los museos más famosas de la zona y me quedé parada un rato frente a las tumbas de Galileo, Miguel Angel y Machiavello.
También me di tiempo para extrañar; para pensar en todas las personas que me encantaría que estuvieran conmigo.
Mañana, a ver El David. Hoy, a emborracharme con el vino que compré frente a Baptisterio en que bautizaron a Dante.