miércoles, 6 de enero de 2010

Hablando de olvidar

El ‘olvido momentáneo’ es el más doloroso de todos.
Es cruel porque no representa la supresión ni la superación de un hecho lacerante para la conciencia. Y peor aún, lo brutal de su condición consiste en que la serenidad que provoca es tan fugaz que, cuando desaparece, conlleva a la nostalgia y a la más profunda desolación.

Durante ese pseudo deseable estado, se ríe un poco, se disfruta un paquete de lunetas de colores, se sacia la sed, se observa una que otra película, se mantienen pláticas –incluso de horas– y luego, por un estímulo inesperado, se vuelve a sentir el ya por demás conocido vacío.
Entonces se recuerda: un angustiosísimo golpe de realidad le rememora, a los sentidos, que ya no volverán a percibir al objeto amado.

Cuando no se tienen pesadillas, el sueño también es un olvido momentáneo. Pero llega la hora en que los párpados vuelven a levantarse y se tiembla de miedo ante la casi absoluta inminencia de la confrontación con el dolor de la pérdida.

El memorioso, entonces, recurre a su última esperanza: que todo haya sido un sueño. Avienta las cobijas de la cama, se levanta corriendo, abre la puerta del cuarto de a lado y, cuando observa el piso, ya no está el cojín de cuadros ni el suave pelaje blanco. Bajo el buró, y sobre la alfombra rosa, no hay nada, sólo la confirmación de que todo ha sido cierto y que ya no hay nada que hacer. Entonces el adolorido evocador de realidad debe salir del cuarto; derrotado, con la desgarradora opresión del pecho restándole el aire y aventurarse de vuelta a la cama. Quizás, en un sueño producto del olvido momentáneo, aparezca la imagen que tanto desea.

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