miércoles, 28 de abril de 2010

Querida Amélie,

Que el centro del mundo vivía a cuarenta metros de tu casa y que se llamaba Elena. Lo leí a bordo de un tren que se dirigía a Boston y resalté con pluma verde cuando le exigiste que te amara y cuando el sufrimiento dejó de señalártela como una criatura inalcanzable.
Siempre las dos mujeres. Siempre la patética tortura del amo sobre el esclavo y las imágenes de afligidos deseantes que sólo existen cuando captan la mirada del otro.
Que cuando eras niña querías convertirte en Dios y, ante la imposibilidad de cumplir el sueño te conformaste con añorar parecerte a Cristo. En último lugar, te pensaste mártir y terminaste limpiando baños en una empresa japonesa en la que te enamoraste de una empleada llamada Fubuki.

Me faltan veinte páginas para terminar Estupor y temblores. Tengo el libro abandonado porque me da miedo que se acabe. Con El sabotaje amoroso y Ácido sulfúrico me pasó lo mismo. Ah sí, y también con cada libro que me entretiene tanto como para profanarlo con tinta verde en el margen de las páginas que hacen perder toda noción de espacio y tiempo.
Y nada, que te escribo porque me gustan tus novelas, termino enamorada de las mujeres que describes y es un deleite acordarme de cada línea con que me has hecho reír desde el verano en que leí sobre una niña que, cuando nació, se creía una divinidad que vivía entre los hombres bajo la forma de un tubo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario