sábado, 29 de mayo de 2010

Culpa

Hoy es conocida como ‘la que dejó de leer’.
Lo que antes eran meses de ininterrumpidos cambios de página, ahora son esporádicos encuentros de 15 ó 20 minutos al día. A veces intenta darse un gusto media hora a la semana. Otras ocasiones, en cambio, no hay tiempo de nada.
–Mírala, pobrecilla. Ahora lee sobre las leyes de la relatividad y los robots del futuro. De lo que más le gusta, ni sus luces.

Eso dicen quienes las conocieron.
Continuamente piensa en Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, en el cuaderno dorado de Anna, en la María de Juan Pablo Castel y en el riuseñor desangrado por una rosa roja. Los extraña y ansiaría que volvieran a hablarle.
Lo malo es que, ‘la que dejó de leer’, ahora tiene una triste enfermedad: pasa los ojos sobre unos cuántos párrafos y los párpados se le cierran. Sueño, cansancio, horas en el tráfico que acaban con ella.
‘La que dejó de leer’ ahora piensa nostálgica en los días en cama y millones de letras flotándole encima. Mira el librero y recuerda las veces que ha llorado y reído con uno que otro compendio de escritura. Extraña las vidas de otros.
‘La que dejó de leer’ se propone cambiarse el nombre. Optará por ‘la que se la pasa feliz leyendo’. Sí, eso quiere: Regresar a la vieja vida de enajenamiento lecturoso. Sí, lecturoso. Tomar unas cuantas compañías prestadas y convertir la irrealidad en certeza. Lo hará, sí que lo hará. Se le dejarán de oscurecer las páginas y todo, algún día, será como antes.

sábado, 22 de mayo de 2010

Marriage bath

Ella se llamará Valentina.
¿Puedes verla? Corriendo por todo el departamento por haberse adjudicado un juguete que Anna está indispuesta a compartir. Yo gritando que cuidado y que se pueden tropezar. Tú, de intermediario como siempre, entre una y otra para intentar dialogar con ellas. Para cuando llegue hasta el cuadrilátero, la hermana mayor correrá hacia mi para acusar a los responsables de su próximo llanto.
Valentina se quedará contigo. La cargarás hasta que su cabeza llegue hasta tu hombro izquierdo y le besarás el cabello suavemente perfumado. Llorará hasta que tus caricias la calmen y se asome un rastro de rubor en las delicadas mejillas.
Ya en la recámara, la sentarás sobre una mesita donde le acomodarás la blusa blanca de cuello de tortuga, adornarás –con un cinturón– el pequeño pantalón de pana color caqui y le amarrarás las agujetas de los tenis rojos que tanto le gustan y le compraste en secreto un día que salieron solos a pasear por ahí.
Cuando salgan del cuarto, Anna y yo ya estaremos esperándolos frente a la puerta. También la llevaré en los brazos. Las maletas aguardarán en el taxi, afuera del edificio, y el San Bernardo agachará la cabeza mirándote con cara de reproche. Mientras me sonríes y me besas para indicarme que crucemos la puerta, Valentina sacará la lengua frente a Anna.

Llegando a Boston, saldremos a caminar por el parque más cercano al One Avenue de Lafayette. Mientras me abrazas y me recargo sobre ti, Valentina tomará la mano de Anna y se alejarán corriendo hacia un grupo de palomas desconfiadas. Reirán tanto o más que nosotros.
Horas después, en el 301 Massachusetts Avenue, nos esperará una mesa sólo para nosotros. Así lo habrás decidido y me harás más feliz que nunca. Mientras llenas dos copas de cristal con un poco de Chianti, daré un par de uvas a Anna y otras dos a Valentina.
Habrán de observarlo con la misma reverencia que nosotros. Él seguirá sonriendo a sus músicos detrás de la barba blanca y con las mangas del impecable esmoquin negro en movimiento mientras eleva las manos por el aire. Valentina aplaudirá emocionada cuando distinga el sonido de un hada que se desplaza, traviesa, al compás de un tintineo de magia y ensoñación. Feliz, le acariciarás el cabello y preguntarás:
–¿Te gusta?
–Sí, papi.

Será la mejor velada de todas. Cuando nos miremos, sonrientes y con los ojos enrojecidos, habrá un único pensamiento entre nosotros: “Jamás habrá una noche más maravillosa que ésta”.

-Música: Marriage Bath, cortesía de Jan A.P. Kaczmarek

miércoles, 19 de mayo de 2010

VII.

¿Que cómo se dice ‘adiós’? Pues así como se escucha: “Adiós”.
Generalmente todo inicia con un escenario en donde uno de los futuros descorazonados propone una solución que el otro, casi siempre, acepta. La causas varían pero en muchas ocasiones obedecen a que se esté de acuerdo con lo sugerido, a que se tema perder la dignidad o a que sea un reverendo idiota que no se de cuenta de lo que está punto de perder.
Luego hay un valiente que da el primer paso para alejarse. [en realidad no sé si siempre aplique ese adjetivo. Yo casi siempre soy la que se va, pero por cobarde y porque necesito irme a llorar a donde nadie pueda verme]
El otro, en cambio, se queda a pensar o simplemente a esperar a que una figura –ahora distante– desaparezca o cuelgue el teléfono.
Y así se acaba todo; los días, los años o lo que se haya tenido la suerte de compartir con alguien.
Después el extrañar y despertar con mañanas vacías. Más tarde –a veces mucho más tarde–, el olvido. Pero eso es otra cosa.

Nunca pongo imágenes en el blog, pero siempre he pensado que esta obra de Remedios Varo sintetiza todas las sensaciones de los adioses que he vivido. Así que aquí está.

martes, 18 de mayo de 2010

VI.

Habrá que olvidarse de la posibilidad. Fue ella, y sólo ella, quien eligió la renuncia, el conformarse con las noches de música y el razonamiento sobre el porvenir por encima de la totalidad.
Nunca dejarán de hablar de la vida juntos, pero sólo lo harán como una triste suposición de lo que nunca será y como un ideal dolorosamente lejano y ausente. Les bastarán las sonrisas ocasionales, las fantasías irrealizables y la contemplación de circunferencias brillantes que ella jamás lucirá en el dedo anular de la mano izquierda.
En una mañana común, ella admirará a una desconocida. La odiará por el atrevimiento que ella desearía tener. Se odiará por no ser como ella y se culpará por el miedo; ese maldito miedo de siempre.

jueves, 13 de mayo de 2010

Mejor prevenir...

Hace casi dos meses desde aquella terrible ocasión en que sentí que moriría a bordo de un avión. Una noche antes del feliz evento, discutí con mi madre y decidió no dirigirme la palabra al día siguiente. Siempre que salgo de la casa –y en especial cuando me trepo a una nave voladora– me pone una medalla en el cuello y me da un recuadro con una virgen para llevarla en la bolsa. Ese día, en cambio, nada.
Antes de irme –ya en el aeropuerto– le mandé un mensaje que decía más o menos lo siguiente: “Deberías de despedirte de mi. Qué tal que en el avión va un terrorista y me muero”. Entonces sonó el teléfono y, como si nada hubiera pasado, me deseó un próspero viaje.
Dos o tres horas después faltaba poco para aterrizar. Desde la cabina del señor piloto, un potencial rival de James Earl Jones anunció: “Damas y caballeros, les rogamos abrochen sus cinturones y reclinen el respaldo de su asiento. Estamos próximos a iniciar nuestro descenso”.
Unos cinco segundos después, estaba –en silencio, claro– despidiéndome de mi madre, mi padre, mi hermana, mi novio, mis amigas, mi jovencísima carrera como redactora, mis buenas y malas experiencias y pidiéndole a Cristo Rey que, cuando el avión tocara el piso y estallara, yo no sintiera nada de nada.
Todo empezó con un ruido en los motores; como cuando se pisa el acelerador de un coche y no se cambia la velocidad. Luego unas luces blancas que parpadeaban en las alas. Luego otro acelerón. Luego caemos, así, como si el avión del demonio se hubiera quedado sin frenos y yo sin serenidad. Lo último que pensé fue: “Al primero grito histérico de una señora, ya valió madres”.
Y no, claro que no nos estrellamos. En lugar de eso, le eché la culpa a la ausencia de la medalla y al recuadro de la virgen.

Ya estoy lista para el próximo despegue. Creo que llevo todo lo necesario en la maleta, dinero y pasaporte en la bolsa y el gran toque final: como aprendí la lección de aquella fatídica noche de marzo, ya tengo la medalla de oro en el cuello y no faltará la tablilla de madera en la bolsa mientras intento dormir. Qué risa.

lunes, 10 de mayo de 2010

Posibilidad

Resulta que sí es posible viajar en el tiempo. Revelaría detalles, pero debo guardármelos para el trabajo.

¿A dónde iría, pues, si pudiera regresar al pasado? ¿Corregir errores que me fragmentaron el alma o revivir el éxtasis de las sonrisas por instantes felices?

Nada que pensar, elegiré lo segundo. Aquí mis diez razones para volver al ayer.

  1. Observarla recostada en un rincón. Llevármela a casa. Tenerla conmigo durante años y jugar a que no la perderé jamás.
  2. Mirar el reloj esperando saber si será niño o niña. Luego cargarla por las tardes; cantarle todas las canciones que me vienen a la mente para verla dormir.
  3. Contemplarla desde un transporte parisino que se pasea por encima del Sena. Sentir el delicioso escalofrío de no creerla cierta. 
  4. Comida china en una casa en la calle de Duna. Flores rojas flotando en una tina de mármol. Recordarlo ocho años después.
  5. Tomarse de las manos con ‘olincos’ que se despiden de la vida como la conocían hasta entonces. Desear que el ciclo hubiera durado un poco más. 
  6. Sentirse en el camino correcto. Una mujer de ojos verdes que lo confirme. Más de cuatro años de pasión filosófica. Jugar con la escritura. Crecer.
  7. Pasar la noche en Boston. Escuchar su música, tomar vino tinto, gozar de la experiencia estética. Callarme un secreto que nadie nunca conocerá.
  8. Inventarme canciones para reír durante horas. Jugar como niños. La mirada cómplice. El amor. Dormir durante horas.
  9. Vista al paraíso. Lucir como la más hermosa de las mujeres. Cenar desde las alturas. Perderse en la sublime iluminación de sus calles lejanas.
  10. Leerse como lo harán los demás. Desvelo fantástico. Escapar a fumar para encontrar inspiración. Volcar las ideas en el golpeteo del teclado.

lunes, 3 de mayo de 2010

Instrucciones para perder la paciencia en una tarde cualquiera



Pequeñas aclaraciones para leer este post:

PL = Pinche Loca
PM = Pinche malagradecida

I.
Saliendo de la farmacia, veo a PL caminando por una banqueta. Atrás de ella, una niña hermosa –como de dos años– corre horrorizada:
–¡Mami! ¡Mami!

Y PL responde:
–Ah pero andabas muy payasita, ¿no?

La niña, aún asustada porque PL amenazó con dejarla abandonada a media calle, sigue llorando. Por una terrible casualidad del destino, camino unos pasos atrás de ellas. Medio minuto más tarde, PL vuelve a perder un tornillo y se detiene. Jaloneando a su hija del brazo izquierdo, dice:
–¿Sabes qué? ¡Olvídalo! Mejor regreso mañana que no estés tú. Sí, mejor vengo mañana sin ti porque ve nada más como arruinas las cosas.
–¡No, mami! ¡Por favor, mami!

La niña sigue llorando y PL se la lleva jalando del brazo por toda la banqueta. Para bien o para mal, me mordí la lengua, caminé hacia la tienda más cercana y me aguanté las ganas de jalonear a PL y recordarle que no estaba tratando con una PL igual que ella sino con una niña que –se supone– debía cuidar y amar como a nada en el mundo.

II.
Saliendo de la tienda más cercana, veo a PM sentada a mi izquierda. Como yo, espera que el valet traiga su coche. Cuando un señor de bigote desciende de un auto color plata, PM solicita:
–Ay, pero ¿me abre la cajuela P-O-R-F-A?

El señor, amablemente, lo hace. Tan pronto como PM se acerca, exclama:
–Ay pero ¿me puede quitar esa ropa P-O-R-F-A?

El señor, sin perder la calma, saca del compartimiento varias camisas de tintorería, ayuda a PM a meter sus compras y luego, con cuidado, reacomoda la ropa recién planchada. Entonces PM se aleja, el hombre cierra la cajuela y espera pacientemente. Cuando PM se da cuenta ‘de que algo se le estaba olvidando’ entrega el boleto del valet, se sube a su coche y se larga. De las 'gracias' y la propina, nada.