Hoy es conocida como ‘la que dejó de leer’.
Lo que antes eran meses de ininterrumpidos cambios de página, ahora son esporádicos encuentros de 15 ó 20 minutos al día. A veces intenta darse un gusto media hora a la semana. Otras ocasiones, en cambio, no hay tiempo de nada.
–Mírala, pobrecilla. Ahora lee sobre las leyes de la relatividad y los robots del futuro. De lo que más le gusta, ni sus luces.
Eso dicen quienes las conocieron.
Continuamente piensa en Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, en el cuaderno dorado de Anna, en la María de Juan Pablo Castel y en el riuseñor desangrado por una rosa roja. Los extraña y ansiaría que volvieran a hablarle.
Lo malo es que, ‘la que dejó de leer’, ahora tiene una triste enfermedad: pasa los ojos sobre unos cuántos párrafos y los párpados se le cierran. Sueño, cansancio, horas en el tráfico que acaban con ella.
‘La que dejó de leer’ ahora piensa nostálgica en los días en cama y millones de letras flotándole encima. Mira el librero y recuerda las veces que ha llorado y reído con uno que otro compendio de escritura. Extraña las vidas de otros.
‘La que dejó de leer’ se propone cambiarse el nombre. Optará por ‘la que se la pasa feliz leyendo’. Sí, eso quiere: Regresar a la vieja vida de enajenamiento lecturoso. Sí, lecturoso. Tomar unas cuantas compañías prestadas y convertir la irrealidad en certeza. Lo hará, sí que lo hará. Se le dejarán de oscurecer las páginas y todo, algún día, será como antes.
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sábado, 29 de mayo de 2010
domingo, 24 de enero de 2010
Sobre el vampiro
Me fascinó por su ausencia; porque me quedé esperándolo después de que J.H. descubriera su verdadera identidad en el por demás trillado castillo de Transilvania; porque no regresó más que para volver a desaparecer.
También me quedé con ganas de escuchar su voz (sí, cuando leo, casi escucho a los personajes narrándome su historia). A sus atacantes les conocí por sus diarios. Pero de él, nada.
Sólo pude mirarlo a través de los ojos de J.H. Fue así que me sentí asqueada y atraída por su repulsiva manera de arrastrarse –cabeza abajo– por los muros del castillo, su piel pálida, sus ojos rojos y su delgadez.
Tampoco creo que haya muerto. Aunque me resultó simpático, V.H. sólo parece un imbécil frente al elegante hematófago. Como R.F. me muestro optimista: Stoker le inventó un final absurdo –y que dolorosamente concluye en un par de líneas– porque es imposible que desaparezca. Al menos a mí me sigue en sueños, mientras le invento una voz y –como niña– me aterro de imaginar su silueta observándome desde el otro lado de la ventana.
También me quedé con ganas de escuchar su voz (sí, cuando leo, casi escucho a los personajes narrándome su historia). A sus atacantes les conocí por sus diarios. Pero de él, nada.
Sólo pude mirarlo a través de los ojos de J.H. Fue así que me sentí asqueada y atraída por su repulsiva manera de arrastrarse –cabeza abajo– por los muros del castillo, su piel pálida, sus ojos rojos y su delgadez.
Tampoco creo que haya muerto. Aunque me resultó simpático, V.H. sólo parece un imbécil frente al elegante hematófago. Como R.F. me muestro optimista: Stoker le inventó un final absurdo –y que dolorosamente concluye en un par de líneas– porque es imposible que desaparezca. Al menos a mí me sigue en sueños, mientras le invento una voz y –como niña– me aterro de imaginar su silueta observándome desde el otro lado de la ventana.
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sábado, 16 de mayo de 2009
Libros van y libros vienen
Por alguna razón –que no logro comprender del todo– terminar de leer un libro me hace sentir triste. Asustada bajo la amenaza de parecer DEMASIADO geek, me confieso: es como si me despidiera de alguien e, invariablemente, supiera que no vamos a volver a encontrarnos.
El proceso, en sí mismo, me lo confirma. Existen miles y miles en pálidos estantes y, por algún motivo, sólo hay uno en específico que llama mi atención. Puede ser el color, el tamaño, el autor o el nombre. A mi, generalmente, me seducen estos últimos. Otras veces, debo admitirlo, intento buscar ediciones baratas para comprar más libros y me convenzo a mi misma de que, cuando tenga más dinero, regresaré por esa edición ‘más bonita’ que dolorosamente devolví a su lugar.
Llegando a la caja, saco mi cartera y pago convencida de que mi papá no me reclamará el gasto porque cree que la cultura es una buena inversión. Lejos de eso, tomo la bolsa de plástico esperanzada en haber encontrado un libro que me quite el hambre, el sueño y las ganas de levantarme de la cama con tal de leer.
Entrando a mi casa, la rutina es la misma: me siento frente al librero, saco mis nuevos tesoros del empaque de plástico amarillo, los desenvuelvo (o quito la etiqueta con el precio, según sea el caso), busco la portada que me parece más llamativa y elijo un tomo para empezar a leer. Coloco el resto, sin acomodarlos, en cualquier parte del mueble y me aviento sobre la colcha para ver la primera página.
Al principio me cuesta trabajo concentrarme. Aunque tenga fe en que la lectura me resultará entretenida, generalmente paso los primeros párrafos sin prestar gran atención y no es sino, hasta la primera idea que me sorprende, que regreso para retomar detalles que según yo podrían ser importantes.
Sin embargo, conforme avanzo, los personajes se van desnudando lentamente. Los descubro palabra por palabra y en cada línea mi mente construye sus gestos, sus ropas y hasta su voz.
Cuando siento que el número de páginas que sostiene mi mano derecha son mínimas en comparación con las que tiene la mano izquierda, me siento angustiada. Evidentemente, existen ocasiones en que la sensación es de alivio. A veces me da miedo seguir y otras, casi instintivamente, me apresuro a leer para terminar de descifrar una historia. Hoy, por ejemplo, sucedió esto último y no entendí las páginas finales de un libro de Doris Lessing. Y cuando me disponía a buscar en Internet a ‘alguna persona’ que me lo explicara, me di cuenta de que tampoco recuerdo haber entendido el final de El cuadrno dorado y aún así lo amo.
Después de cerrarlo, miré nuevamente la portada, apoyé la mano en la cama y terminé por devolverlo al librero sobre una pila de volúmenes que aún falta ordenar. Como siento nostalgia de que el libro ‘sólo me duró’ 200 páginas y de que ni siquiera me enteré del nombre de la protagonista, busco un nuevo ejemplar y vuelvo a la cama. En la parte trasera del libro, Amèlie Nothomb promete contarme cómo fue que, a los 7 años, se enamoró de una niña que le enseñó los primeros ‘altibajos’ del amor.
El proceso, en sí mismo, me lo confirma. Existen miles y miles en pálidos estantes y, por algún motivo, sólo hay uno en específico que llama mi atención. Puede ser el color, el tamaño, el autor o el nombre. A mi, generalmente, me seducen estos últimos. Otras veces, debo admitirlo, intento buscar ediciones baratas para comprar más libros y me convenzo a mi misma de que, cuando tenga más dinero, regresaré por esa edición ‘más bonita’ que dolorosamente devolví a su lugar.
Llegando a la caja, saco mi cartera y pago convencida de que mi papá no me reclamará el gasto porque cree que la cultura es una buena inversión. Lejos de eso, tomo la bolsa de plástico esperanzada en haber encontrado un libro que me quite el hambre, el sueño y las ganas de levantarme de la cama con tal de leer.
Entrando a mi casa, la rutina es la misma: me siento frente al librero, saco mis nuevos tesoros del empaque de plástico amarillo, los desenvuelvo (o quito la etiqueta con el precio, según sea el caso), busco la portada que me parece más llamativa y elijo un tomo para empezar a leer. Coloco el resto, sin acomodarlos, en cualquier parte del mueble y me aviento sobre la colcha para ver la primera página.
Al principio me cuesta trabajo concentrarme. Aunque tenga fe en que la lectura me resultará entretenida, generalmente paso los primeros párrafos sin prestar gran atención y no es sino, hasta la primera idea que me sorprende, que regreso para retomar detalles que según yo podrían ser importantes.
Sin embargo, conforme avanzo, los personajes se van desnudando lentamente. Los descubro palabra por palabra y en cada línea mi mente construye sus gestos, sus ropas y hasta su voz.
Cuando siento que el número de páginas que sostiene mi mano derecha son mínimas en comparación con las que tiene la mano izquierda, me siento angustiada. Evidentemente, existen ocasiones en que la sensación es de alivio. A veces me da miedo seguir y otras, casi instintivamente, me apresuro a leer para terminar de descifrar una historia. Hoy, por ejemplo, sucedió esto último y no entendí las páginas finales de un libro de Doris Lessing. Y cuando me disponía a buscar en Internet a ‘alguna persona’ que me lo explicara, me di cuenta de que tampoco recuerdo haber entendido el final de El cuadrno dorado y aún así lo amo.
Después de cerrarlo, miré nuevamente la portada, apoyé la mano en la cama y terminé por devolverlo al librero sobre una pila de volúmenes que aún falta ordenar. Como siento nostalgia de que el libro ‘sólo me duró’ 200 páginas y de que ni siquiera me enteré del nombre de la protagonista, busco un nuevo ejemplar y vuelvo a la cama. En la parte trasera del libro, Amèlie Nothomb promete contarme cómo fue que, a los 7 años, se enamoró de una niña que le enseñó los primeros ‘altibajos’ del amor.
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