martes, 26 de mayo de 2009

Viajera

Amo viajar.
(En realidad, mi afirmación es absurda. ¿Quién no lo hace?)
También amo lo que generalmente llamo ‘el síndrome pre-viaje’ (nervios, maletas, revisar frenéticamente que tenga pasaporte y dinero...) e, incluso, imaginarme cómo será todo una vez que llegue al destino deseado.
‘Hacer la maleta’ es algo que prefiero dejar para el final. Por alguna razón, siempre he sentido que es mucho más emocionante preparar todo sólo una noche antes de abordar un avión. Sin embargo, de unos años para acá, también he comprobado que (¿por la ‘edad’?) esta rutina también aumenta las posibilidades de que olvide un elemento 'precioso' como costurero o shampoo. Nada que no pueda comprarse en el país a donde voy, pero que sí representa dólares o euros que podría gastarme en un café.
La neurosis de mi madre es punto y aparte. Siempre son los mismos consejos: te ‘cuidas’, ‘cuidas’ la maleta, ‘cuida’ el dinero, ‘cuidado’ con los papeles...Y ya, después de un rato: “diviértete” y “me marcas cuando llegues”. El único punto que detesto de su paranoia, y que contemplo con desprecio después de revisar, en el número de julio, mi artículo sobre terrorismo, es cómo me he convertido en una loca que desea llegar a Nueva York sana y salva de bombas y atentados que derrumben rascacielos... Quizás ese sea uno más de los motivos por los que, evidentemente, no puedo dormir.

domingo, 24 de mayo de 2009

Más que suficiente

Hoy encontré la felicidad en un mail y en un sandwich de Johnny Rockets.
Debo confesarlo: hay días en que se me patina el cerebro y me gustaría ganarme un Nobel, comprarme el coche que me de la gana o casarme con un príncipe. Hoy no.
Hace unas horas, me bastaron las 30 líneas de un mail y una comida acompañada por malteada de fresa –y papas a la francesa– para decirme, sencillamente: “estoy muy feliz”.
Pero claro, luego me doy cuenta de que la felicidad es frágil y me da miedo perderla. Entonces empiezo a pensar demasiado: en cómo puedo conservarla, en cuánto tiempo la tendré conmigo, en cómo salir adelante si se escapa y, de un momento a otro, dejo de disfrutarla.
Cuando me canso de pensar, sigo trabajando, fumando y escuchando música. Se me olvida el miedo, soy feliz de nuevo y, entre una y otra cosa, sonrío simplemente de acordarme de esos momentos –que fueron simples y cotidianos– pero que me hicieron sentir tan plena como para recordarlos en un post.

sábado, 16 de mayo de 2009

Libros van y libros vienen

Por alguna razón –que no logro comprender del todo– terminar de leer un libro me hace sentir triste. Asustada bajo la amenaza de parecer DEMASIADO geek, me confieso: es como si me despidiera de alguien e, invariablemente, supiera que no vamos a volver a encontrarnos.
El proceso, en sí mismo, me lo confirma. Existen miles y miles en pálidos estantes y, por algún motivo, sólo hay uno en específico que llama mi atención. Puede ser el color, el tamaño, el autor o el nombre. A mi, generalmente, me seducen estos últimos. Otras veces, debo admitirlo, intento buscar ediciones baratas para comprar más libros y me convenzo a mi misma de que, cuando tenga más dinero, regresaré por esa edición ‘más bonita’ que dolorosamente devolví a su lugar.
Llegando a la caja, saco mi cartera y pago convencida de que mi papá no me reclamará el gasto porque cree que la cultura es una buena inversión. Lejos de eso, tomo la bolsa de plástico esperanzada en haber encontrado un libro que me quite el hambre, el sueño y las ganas de levantarme de la cama con tal de leer.
Entrando a mi casa, la rutina es la misma: me siento frente al librero, saco mis nuevos tesoros del empaque de plástico amarillo, los desenvuelvo (o quito la etiqueta con el precio, según sea el caso), busco la portada que me parece más llamativa y elijo un tomo para empezar a leer. Coloco el resto, sin acomodarlos, en cualquier parte del mueble y me aviento sobre la colcha para ver la primera página.
Al principio me cuesta trabajo concentrarme. Aunque tenga fe en que la lectura me resultará entretenida, generalmente paso los primeros párrafos sin prestar gran atención y no es sino, hasta la primera idea que me sorprende, que regreso para retomar detalles que según yo podrían ser importantes.
Sin embargo, conforme avanzo, los personajes se van desnudando lentamente. Los descubro palabra por palabra y en cada línea mi mente construye sus gestos, sus ropas y hasta su voz.
Cuando siento que el número de páginas que sostiene mi mano derecha son mínimas en comparación con las que tiene la mano izquierda, me siento angustiada. Evidentemente, existen ocasiones en que la sensación es de alivio. A veces me da miedo seguir y otras, casi instintivamente, me apresuro a leer para terminar de descifrar una historia. Hoy, por ejemplo, sucedió esto último y no entendí las páginas finales de un libro de Doris Lessing. Y cuando me disponía a buscar en Internet a ‘alguna persona’ que me lo explicara, me di cuenta de que tampoco recuerdo haber entendido el final de El cuadrno dorado y aún así lo amo.
Después de cerrarlo, miré nuevamente la portada, apoyé la mano en la cama y terminé por devolverlo al librero sobre una pila de volúmenes que aún falta ordenar. Como siento nostalgia de que el libro ‘sólo me duró’ 200 páginas y de que ni siquiera me enteré del nombre de la protagonista, busco un nuevo ejemplar y vuelvo a la cama. En la parte trasera del libro, Amèlie Nothomb promete contarme cómo fue que, a los 7 años, se enamoró de una niña que le enseñó los primeros ‘altibajos’ del amor.

viernes, 15 de mayo de 2009

Viernes de casa

Creo que mis padres crearon un monstruo. Si no fuera así, estaría feliz y paseando en algún lugar como toda la gente que sale los viernes. En vez de eso, estoy extasiada por tener una tarde libre para quedarme tirada en la cama viendo una mala película con Mel Gibson o mirando los borreguitos que tengo pegados en el techo. Lo peor es que, al mismo tiempo, casi me siento culpable por estar aquí metida.
“Vamos a ir a echar el Cluny. ¿Vienes?”, me dice la amiga de los rizos rubios. Sí quiero –porque la extraño– pero también tengo sueño, flojera y la semi-obligación de estar en la casa porque mi señor padre lo espera porque hoy es día del maestro. Entonces, busco entre esas tres excusas y elijo la más lógica: “Tengo que estar en la casa porque de algún modo habrá que celebrar a mi papá”. “Ay no, ¿de veras?”. Casi le digo que no y que a qué hora nos vemos.
Entrando a la casa, grito un saludo y nadie contesta. Me siento aliviada. Puedo caminar descalza, dejar mi bolsa en el sillón y tirar la ropa en el piso. Sin la preocupación de que nadie me escuche o me interrumpa, le marco a mi mejor amiga para que me cuente cómo sigue del último trauma que la tecnología le provocó y, cuando escucho el buzón, cuelgo el teléfono y aliviada me voy a la cama.
El sonido de los autos de la esquina es un exceso. Todo el mundo está afuera: comiendo, tomando una chela, de shopping, camino al cine o esperando para ver a sus amigos y parejas. No suena mal. Casi me animaba a las crepas y a reírme un buen rato. Lo malo es que siento que tengo como 100 años, que no he dormido en meses, que no hay nada peor que estar atorada entre millones de coches que tocan el claxon y por eso prefiero estar sola en la casa aunque sea viernes social y me la pase dudando si soy un pequeño monstruo solitario.

jueves, 7 de mayo de 2009

Blogs, blogs, blogs

Todo el mundo tiene blog: mi jefe, mi compañera de trabajo, mis maestros, los compañeros de la escuela que jamás creí que si quiera podrían articular una oración, mi mejor amiga y alguno que otro ente que no soporto pero que se cree poeta.
Después de años de pensar que escribir era terapéutico (y de un blog previo que fue un rotundo fracaso), finalmente me animé y abrí el propio. No tenía idea de qué escribir. No quería únicamente volcar mi cabeza y olvidarme de la ortografía o redacción que paranoicamente ‘corrijo’ por donde quiera que paso, pero tampoco quería puros versos mamones como si creyera que voy a convertirme en la próxima laureada. Así que decidí, simplemente, ser.
Me explico. Hay días cursis en que siento que se me fue el hombre de mi vida y otros en que me dan ganas de criticar nuestra psicosis colectiva y burlarme hasta de mi misma. Hay otros en que se me antoja escribir lo enojada que me pongo de que la gente no lea ni las sinopsis de las películas afuera de un cine y unos más en que sólo quiero gritar que estoy emocionada por salir de shopping. Así es todo el tiempo, una constante oscilación entre ‘lo que la gente dice que vale la pena’ y lo que no.
A lo que iba con todo esto, es que tener blog ha hecho que me comprometa conmigo misma. Ok, la frase sonó a libro de superación personal pero no se me ocurre otra manera de explicarlo. Los compromisos siempre son los mismos: la familia, los amigos, la escuela, el trabajo y la pareja. Y sí, amo todo lo anterior y he tenido la fortuna de elegir a la gran mayoría (4 de 5). Sin embargo, a veces parece que todo eso ya forma parte de una obligatoriedad común: ‘amas a tu familia por sobre todas las cosas’, ‘tus amigos siempre te acompañan’, ‘el trabajo es importante para poder comer’, ‘necesitas la escuela para prepararte para el trabajo’. En cambio, el blog partía simplemente de un gusto: convertir mi pseudoterapia en una actividad regular para desahogarme, aclarar mis ideas e intentar escribir mejor.
La gran mayoría de los días, desde que me inscribí en esta onda, intento tener los ojos abiertos para pensar sobre qué podría escribir. A veces no pasa nada –drama que contemplo con tristeza– y otras ocasiones me gustaría escribirlo todo pero temo que se vuelva aburrido. En eso estaba pensando hace como media hora ¬–en la clase de 7 en la que se supone que debería de estar poniendo atención para tener buena participación– y me di cuenta de que mi objetivo inicial era una cursilería: los blogs también se han vuelto un compromiso.
La cosa es muy obvia, también es una moda o un nuevo imperativo: para ser ‘cool’, para ‘expresarte’ o para que practiques en caso de que lo tuyo sea escribir. Si no fuera así, no habría empezado este debraye diciendo que TODO el mundo tiene blog; no estaría preocupada todos los días por saber sobre qué haré que mi cabecita desvaríe y no me importaría estar escribiendo estas estupideces porque estoy preocupada porque llevo días sin postear algo nuevo.

domingo, 3 de mayo de 2009

Alta traición

Nadie creería lo que puede esconderse en los rincones de un closet.
Además del polvo y las pelusas, están los ‘recordadores’ oficiales de que somos seres capaces de deshacernos de los pequeños detalles que alguna vez nos hicieron felices. En mi caso, esas pequeñeces se llaman juguetes.
Todas las mañanas, cuando me levantaba pero aún no estaba lista para brincar y salir de la cama, contemplaba la caja de un tiburón que podía comerse a pescados multicolores con ayuda de dos pilas doble ‘A’. Del otro lado, arriba de las chamarras, abrigos y camisas ¬–también multicolores– un portafolios que alguna vez me heredó mi papá y un Nintendo envuelto en una bolsa de plástico blanca. Detrás de todo lo mencionado anteriormente, no había nada.
Por eso mi sorpresa cuando bajé la caja del escualo y removí el juego de video de su sitio original.
Mi madre llevaba semanas molestando con que arreglara el closet e hiciera lugar para la imbécil cantidad de ropa que me ha dado por comprar últimamente. Como es obvio, no me daba la gana hacerlo. Sin embargo, cuando no hay ganas de hacer tarea y se busca un distractor para no pensar en el ex novio, las opciones se reducen.
Lo primero en bajar fue la alcancía rosa con las cartas que Santa Claus me dejó a lo largo de varias esperanzadoras navidades. Después de la Polly Pocket, y la pulsera con diseños intercambiables, llegó la caja de los accesorios de muñecas. No cabe duda, cuando eres niña, valoras a TODOS tus juguetes.
Me acordaba de cada zapatito, de cada traje de baño y de cada moneda de mi caja registradora. Es más, en un intento inconsciente por conservar –en un par de zapatos de Barbie– las sonrisas de mi infancia, incluso intenté buscar los pares de las botas que mis antiguas muñecas usaban cuando ‘querían’ verse guapísimas. Evidentemente, nunca lo encontré y terminé por luchar contra mi misma y tirar el accesorio a la bolsa de basura.
Los cubos me arrancaron otra sonrisa. Construir un robot y una pirámide parecen, a los 7 u 8 años, hazañas incomparables. Ahora, simplemente, pensaba en la cursilería de buscar una bolsa presentable para guardarlos y, algún día, enseñárselos a mis hijas. Lo mismo con las cajas de memoria (¡frente a ustedes, la mejor jugadora de memoria del mundo!), rompecabezas y otros juegos de destreza.
Sin embargo, mientras los juguetes continuaban descendiendo de los rincones del olvidado lugar, me di cuenta de que el espanto de mi tarea no recaía en remover las bolsas que mi madre se encargó de amarrar y sellar compulsivamente, sino en deshacerme de los compañeros rotos, defectuosos o imposibles de conservar. Me sentía como una criminal, una mala madre y, en pocas palabras, una total y verdadera adulta.
Mientras me despedía de un par de osos que mi hermana –¿o fue Laika acaso?– mordió hasta destrozarles las orejas, me sentía como si estuviera enviando, a mi propia sangre, a un horno crematorio. De estar resguardados, sanos y salvos, sobre una tabla de madera ¬–y en compañía de otros juguetes, claro–, iban a pasar a un basurero y, muy probablemente, a la desintegración absoluta. Sin embargo, con tal de seguir en la negación y fortalecerme a mi misma, me resultaba más fácil imaginar que, aún después de que el señor de la basura se los llevara, podría hacer feliz a otro niño que algún día llegaría a encontrarlos. Y así, con las orejitas mordidas y todo, quererlos tanto como yo los quise.

Los juguetes son felices cuando te tienen cerca. Sí, estoy segura. Sin ti, sus vidas pierden significado. Cuando te vas a la escuela, los dejas resguardados en tu cuarto y sabes que te recibirán tan pronto regreses. Los cuidas y los llevas contigo a todas partes. Así, un trozo de plástico de tres centímetros de largo, se convierte en una bolsita para una muñeca y un pedazo de tela esponjosa en el compañero perfecto para dormir y abrazar cuando una cruel madre te regaña por no haber hecho la tarea.
Cuando eres niño, tus juguetes son tus amigos y eso es lo único que importa. Cuando eres ‘grande’, tienes que meterlos a bolsas de plástico y convencer a tu mamá –sí, la que te regañaba– de que ya nada de eso sirve y que hay que sacarlo al jardín. Es, en ese desagradable momento en que se supone que eres más inteligente y maduro, que traicionas a tus inseparables compañeros para que, en su lugar, una blusa, una chamarra o una sudadera de ‘moda’ ocupe su lugar en el rincón de un closet que guarda tus tesoros.