viernes, 15 de mayo de 2009

Viernes de casa

Creo que mis padres crearon un monstruo. Si no fuera así, estaría feliz y paseando en algún lugar como toda la gente que sale los viernes. En vez de eso, estoy extasiada por tener una tarde libre para quedarme tirada en la cama viendo una mala película con Mel Gibson o mirando los borreguitos que tengo pegados en el techo. Lo peor es que, al mismo tiempo, casi me siento culpable por estar aquí metida.
“Vamos a ir a echar el Cluny. ¿Vienes?”, me dice la amiga de los rizos rubios. Sí quiero –porque la extraño– pero también tengo sueño, flojera y la semi-obligación de estar en la casa porque mi señor padre lo espera porque hoy es día del maestro. Entonces, busco entre esas tres excusas y elijo la más lógica: “Tengo que estar en la casa porque de algún modo habrá que celebrar a mi papá”. “Ay no, ¿de veras?”. Casi le digo que no y que a qué hora nos vemos.
Entrando a la casa, grito un saludo y nadie contesta. Me siento aliviada. Puedo caminar descalza, dejar mi bolsa en el sillón y tirar la ropa en el piso. Sin la preocupación de que nadie me escuche o me interrumpa, le marco a mi mejor amiga para que me cuente cómo sigue del último trauma que la tecnología le provocó y, cuando escucho el buzón, cuelgo el teléfono y aliviada me voy a la cama.
El sonido de los autos de la esquina es un exceso. Todo el mundo está afuera: comiendo, tomando una chela, de shopping, camino al cine o esperando para ver a sus amigos y parejas. No suena mal. Casi me animaba a las crepas y a reírme un buen rato. Lo malo es que siento que tengo como 100 años, que no he dormido en meses, que no hay nada peor que estar atorada entre millones de coches que tocan el claxon y por eso prefiero estar sola en la casa aunque sea viernes social y me la pase dudando si soy un pequeño monstruo solitario.

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