domingo, 3 de mayo de 2009

Alta traición

Nadie creería lo que puede esconderse en los rincones de un closet.
Además del polvo y las pelusas, están los ‘recordadores’ oficiales de que somos seres capaces de deshacernos de los pequeños detalles que alguna vez nos hicieron felices. En mi caso, esas pequeñeces se llaman juguetes.
Todas las mañanas, cuando me levantaba pero aún no estaba lista para brincar y salir de la cama, contemplaba la caja de un tiburón que podía comerse a pescados multicolores con ayuda de dos pilas doble ‘A’. Del otro lado, arriba de las chamarras, abrigos y camisas ¬–también multicolores– un portafolios que alguna vez me heredó mi papá y un Nintendo envuelto en una bolsa de plástico blanca. Detrás de todo lo mencionado anteriormente, no había nada.
Por eso mi sorpresa cuando bajé la caja del escualo y removí el juego de video de su sitio original.
Mi madre llevaba semanas molestando con que arreglara el closet e hiciera lugar para la imbécil cantidad de ropa que me ha dado por comprar últimamente. Como es obvio, no me daba la gana hacerlo. Sin embargo, cuando no hay ganas de hacer tarea y se busca un distractor para no pensar en el ex novio, las opciones se reducen.
Lo primero en bajar fue la alcancía rosa con las cartas que Santa Claus me dejó a lo largo de varias esperanzadoras navidades. Después de la Polly Pocket, y la pulsera con diseños intercambiables, llegó la caja de los accesorios de muñecas. No cabe duda, cuando eres niña, valoras a TODOS tus juguetes.
Me acordaba de cada zapatito, de cada traje de baño y de cada moneda de mi caja registradora. Es más, en un intento inconsciente por conservar –en un par de zapatos de Barbie– las sonrisas de mi infancia, incluso intenté buscar los pares de las botas que mis antiguas muñecas usaban cuando ‘querían’ verse guapísimas. Evidentemente, nunca lo encontré y terminé por luchar contra mi misma y tirar el accesorio a la bolsa de basura.
Los cubos me arrancaron otra sonrisa. Construir un robot y una pirámide parecen, a los 7 u 8 años, hazañas incomparables. Ahora, simplemente, pensaba en la cursilería de buscar una bolsa presentable para guardarlos y, algún día, enseñárselos a mis hijas. Lo mismo con las cajas de memoria (¡frente a ustedes, la mejor jugadora de memoria del mundo!), rompecabezas y otros juegos de destreza.
Sin embargo, mientras los juguetes continuaban descendiendo de los rincones del olvidado lugar, me di cuenta de que el espanto de mi tarea no recaía en remover las bolsas que mi madre se encargó de amarrar y sellar compulsivamente, sino en deshacerme de los compañeros rotos, defectuosos o imposibles de conservar. Me sentía como una criminal, una mala madre y, en pocas palabras, una total y verdadera adulta.
Mientras me despedía de un par de osos que mi hermana –¿o fue Laika acaso?– mordió hasta destrozarles las orejas, me sentía como si estuviera enviando, a mi propia sangre, a un horno crematorio. De estar resguardados, sanos y salvos, sobre una tabla de madera ¬–y en compañía de otros juguetes, claro–, iban a pasar a un basurero y, muy probablemente, a la desintegración absoluta. Sin embargo, con tal de seguir en la negación y fortalecerme a mi misma, me resultaba más fácil imaginar que, aún después de que el señor de la basura se los llevara, podría hacer feliz a otro niño que algún día llegaría a encontrarlos. Y así, con las orejitas mordidas y todo, quererlos tanto como yo los quise.

Los juguetes son felices cuando te tienen cerca. Sí, estoy segura. Sin ti, sus vidas pierden significado. Cuando te vas a la escuela, los dejas resguardados en tu cuarto y sabes que te recibirán tan pronto regreses. Los cuidas y los llevas contigo a todas partes. Así, un trozo de plástico de tres centímetros de largo, se convierte en una bolsita para una muñeca y un pedazo de tela esponjosa en el compañero perfecto para dormir y abrazar cuando una cruel madre te regaña por no haber hecho la tarea.
Cuando eres niño, tus juguetes son tus amigos y eso es lo único que importa. Cuando eres ‘grande’, tienes que meterlos a bolsas de plástico y convencer a tu mamá –sí, la que te regañaba– de que ya nada de eso sirve y que hay que sacarlo al jardín. Es, en ese desagradable momento en que se supone que eres más inteligente y maduro, que traicionas a tus inseparables compañeros para que, en su lugar, una blusa, una chamarra o una sudadera de ‘moda’ ocupe su lugar en el rincón de un closet que guarda tus tesoros.

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