domingo, 4 de octubre de 2009

Soy una mujer pirata

El viernes compré una película pirata. Iba caminando, de chaperona de la hermana de 13 años que iba a encontrarse a escondidas con el novio, y así, de repente, vi el amenazante cerro de películas en una esquina.
La realidad es que no me dio nada de pena acercarme. Alrededor del minúsculo puestito, había gente comiendo hamburguesas, esperando el pesero y a que el semáforo les diera luz verde para cruzar la calle. Pero nada de eso me importó: podía más el morbo por encontrar la nueva –y súper criticada película de Von Trier– que los espantosos anuncios sobre piratería que los cines se encargan de restregarte con cada función.
Entonces la vi, ahí, en medio de Te amaré por siempre y algunos otros títulos que ya ni recuerdo. Sin la más mínima vergüenza, me dirigí, entonces, al vendedor de garnachas y pregunté, a todo pulmón:
–Disculpe, ¿sabe quién está en el puesto de las películas?

Grave error. Aunque jamás mencioné la palabra ‘pirata’, ‘delito’, ‘faltas a la moral’ o cualquier otro denigrante concepto que pudiera estar asociado a esta actividad ilícita, parecía que al señor del bigote –y ridículo sombrerito blanco– le había cuestionado sobre el paradero del mataviejitas. Ni hablar de todos los clientes que saboreaban el combo de papas y refresco.
–Por ahí ha de andar.

Intenté no perder la dignidad y, muy segura de que no me estaba convirtiendo en delincuente, me dirigí al changarro de los dulces para repetir mi pregunta al buen tendero. Tan pronto como me escuchó, le pegó a un muchacho, como de 20 años, y gorra roja, que estaba casi dormido sobre una silla frente del semáforo.

Después de pagar mis respectivos 20 pesos por un filme de pésima calidad y dudosa reputación, lo guardé en mi bolsa y le fui explicando a mi hermana (y seguramente también a mí misma) todas las razones que se me venían a la cabeza para justificar mi compra y convencerme, otra vez a mí misma, que no era una mujer pirata.

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