lunes, 15 de abril de 2013

Bride to be


Todo inicia el día que tus papás toman la decisión de llevarte a la matiné de una película infantil (en mi caso, Blanca Nieves y los siete enanos) que concluye con un beso todopoderoso que antecede a la aparición de una leyenda que dicta: “Y vivieron felices para siempre”. Y así, con una imagen que te acompañará durante los próximos 20 ó 30 años, te marcan la vida con mayor eficacia que una tortura con hierro para marcar ganado.
Desde este (aparentemente) inocente episodio de vida cotidiana familiar, comienzas a planear tu boda. No tienes ni seis años y ya empiezas a contabilizar el número de caballos que tendrá la carroza (que antes fue calabaza) que te llevará a la iglesia y la longitud del velo o la cola de tu vestido blanco. Como buena soñadora, imaginas cuál será el nombre de tu príncipe y romanceas con el dragón, los hechizos y otros obstáculos que tendrán que sobrepasar antes de, por fin, estar juntos. Y así sucede con todas las niñas (y quien diga lo contrario, miente).

Cuando creces y el mundo comienza a girar alrededor de ti con el primer beso de amor, sonríes pensando que el siguiente paso es esperar a que el hada madrina baje del cielo para entregarte las zapatillas de cristal que usarás en la boda. Luego asumes la ridiculez de confiar el nombre de tus futuros hijos al susodicho que –aseguras– será tu compañero por toda la eternidad y juntos disfrutan de cursilerías como dedicarse canciones y escribirse poemas.
Un mes después, el noviazgo termina. El príncipe se transforma en sapo y, defraudada, te acabas 18 cajas de kleenex asegurando que perdiste al hombre de tu vida y ya nunca podrás volver a amar. Tres días después conoces a un nuevo príncipe en una fiesta y el ciclo comienza de nuevo.

Después de que atestiguas la transformación de numerosos príncipes en sapos, comienzas a dudar de las bondades del hada madrina. Maldices a Blanca Nieves. Escupes en la tumba de Cenicienta. Comprendes que las calabazas no tienen nada de romántico y sólo sirven para decorar una casa en Halloween.
Luego maduras (o eso crees, pero ya luego comprobarás que no). Concluyes que tu mayor deseo ya no es conocer al hombre más guapo del mundo ni celebrar una boda al estilo Disney, sino encontrar a un compañero para compartir tu vida. Ahora pagas tus propios viajes, ropa, gasolina e impuestos. Ahora entiendes que la vida es muy cara y que hay otras cosas a las que vale la pena darle prioridad. Asumes los deseos de tu niñez como una fantasía irrealizable y se acabó. 

Un día, cuando dejas de buscar al rescatista, poeta y extraordinariamente guapo proyecto de esposo, el (verdadero) hombre de tu vida aparece en el camino. Primero ni lo notas. Después medio lo odias. Cuando menos te das cuenta, ya babeas por él. El primer beso de amor entre ambos vuelve a provocar que el mundo gire y hasta les dan ganas de perpetuar barbaridades como volver a dedicar canciones y dejar que los amigos se burlen de lo cursis que son cuando hablan por teléfomo. Lo amas y te ama. Y, algún día (esta vez es en serio), se van a casar.

Antes de que te comprometas con el príncipe, lees en la página de internet de una joyería neoyorquina de gran prestigio (que se distingue por sus cajitas color menta) que, en promedio, una mujer observa su anillo de compromiso un millón de veces a lo largo de su vida (pretexto fantasioso para que el hombre se anime a desembolsar los ahorros de su vida en una piedra de un mínimo de un kilate montada en un aro de platino, piensas). Ríes. Concluyes que cualquier mujer que lo haga sufre de serios problemas demenciales. Después, cuando tienes tu propio anillo en la mano, comienzas a aceptar la aterradora posibilidad de que, en menos de un año, lo hayas visto unas dos o tres millones de veces.
Entonces vuelves a pensar en calabazas y hadas madrinas. Vives en una burbuja hasta que te das cuenta de que la planeación de una boda es un proceso maratónico de la talla de la peregrinación emprendida por quienes caminan rumbo a Santiago de Compostela. Es platicar tus sueños con tu prometido y llegar a un acuerdo (pacífico) que conjunte los planes de ambos. Es definir un presupuesto que nos los deje en la calle. Es no caer en la tentación de hacer la boda al estilo Disney (que tanto despreciabas y ahora te atrae con tanto ahínco). Es pensar que no nada más se paga la fiesta, sino también los muebles del departamento y la luna de miel. Es dejar de planear la luna de miel de tus sueños porque en la oficina se infartan con la idea de que no te presentes a trabajar. Es preguntarse si tu papá (o el de novio) podrá 'cooperar' con algo de dinero para poner más flores en el salón o pedir un cuarteto de mejor calidad para la hora de la recepción. Es llamar a 20 salones de eventos y escuchar que 'ya no estás a tiempo', que ya todo está apartado durante los siguientes 11 ó 12 meses. Es gritarle al novio porque el salón que quieres no está libre el día que quieres. Es pedirle perdón al novio por gritarle porque el salón que quieres no está libre el día que quieres. Es apretar los dientes cuando la viejita de la iglesia te regaña por no estar confirmada y no tener tiempo para pláticas prematrimoniales. Es sentarte un día entero a decidir si quieres pastel o mesas de dulces (o ambos). Es perder la fe en la humanidad porque el abuso económico en contra de quienes se casan cada vez está más a la alza.

La princesa deja de creer en calabazas y hadas madrinas. Deja de buscar la magia porque todo se le complica. Hasta que –claro está, no todo es tormentoso– las cosas empiezan a cuadrar y el universo deja de conspirar en su contra.Vuelve a ser princesa y amá comunicárselo a la gente que le pregunta la fecha exacta de la boda y le pide extender la mano para mostrar el anillo que ha visto tres millones de veces en menos de cuatro meses. Es visualizar el acomodo del mobiliario en el salón contratado para el día más feliz de su vida. Es imaginar el contraste entre el color de las flores de la mesa que, por primera vez, compartirán como esposos. Es platicar en pareja cómo será su vida de casados. Es reír pensando en lo que no podrá faltar en el refrigerador. Es planear dónde guardarán los 70 pares de zapatos y los kilos de ropa que la novia ahora tiene en su casa y pronto mudará al departamento del novio. Es soñar pensando en lo que comprarán cuando viajen para decorar las paredes de su casa nueva. Es fantasear con la cantidad de sueldo que tendrán que ahorrar cada año para nunca dejar de viajar. Es discutir como niños para decidir el nombre que le pondrán al perro que aún no compran y, seguramente, ni ha nacido. Es disfrutar de la primera prueba de vestido de novia con la familia. Es sonreír con la segunda prueba de vestido con las mejores amigas. Es divertirse eligiendo el papel, color y tipografía para las invitaciones de boda. Es completar la lista de canciones para el video de la boda. Es visualizar los ángulos que captará el fotógrafo durante el gran día. Es aguantarse las lágrimas de pensar en la última noche que se pasará en casa de los papás. Es agradecer la oportunidad de envejecer al lado del hombre que amas y decir: “La planeación de la boda no es como la había soñado: es mucho, mucho mejor y no puedo esperar a empezar a compartir el resto de mi vida con él”.

martes, 9 de abril de 2013

Nefertiti


La mirada entristecida de Mohamed se dirige al piso cuando éste se percata de que ha manifestado demasiadas ideas sobre la situación política y social de Egipto y muy pocas sobre las maravillas turísticas que ofrece Dubai. A pesar de que le pedimos que continúe hablando, este hombre árabe que comparte el nombre del profeta del Islam sabe que no debe comportarse como un egipcio melancólico, sino como un guía de habla hispana que trabaja para los Emiratos Árabes Unidos y no puede darse el lujo de expresar la nostalgia que siente por su tierra ante los turistas que han pagado por disfrutar de un tour a través de la nación que aparenta tenerlo todo y, sin embargo, no deja de resultarme parca y vacía.
Mohamed lleva dos años viviendo en Dubai porque en Egipto estaría desempleado. El hogar que dejó en el noroeste de África ha sufrido el doloroso sepulcro de la gloria de la época faraónica –que durante décadas le permitió recibir a unos 15 millones de viajeros al año– hasta transformarse en una urbe caótica y malherida; en una ciudad habitada por individuos sumidos en el desconcierto provocado por un gobierno que les hace sentirse abandonados y que no ha logrado rescatarlos de los pesares que los llevaron a iniciar una revolución que ahora les ha dejado a la deriva.

Una semana antes de conocer a Mohamed, la Plaza Tahrir –en El Cairo– me recibe con tranquilidad bajo el sol de primavera. El espacio público que en 2011 fungió como la principal zona de reunión de un millón de manifestantes que expresaron su inconformidad ante el gobierno dictatorial de Hosni Mubarak hoy está en paz. Han pasado más de dos años desde el inicio de la revolución y, aunque ya no es palpable la violencia en las calles, entre los ciudadanos egipcios puede sentirse una decepción generalizada. Mubarak ya no les oprime, cierto, pero Mohamed Morsi –el primer presidente elegido de manera democrática en la historia de Egipto– tampoco ha logrado transformar el sistema político para sanar a su pueblo.
Aunque sería imposible imaginar que los estragos de tres décadas de subyugación desaparecerían en los nueve meses que Morsi lleva en el poder, la desesperanza que prevalece en la sociedad se escabulle a través de las palabras de los egipcios con quienes platico durante mi estancia en el país. A pesar de que la mayor parte de los sitios de interés turístico se mantienen limpios y en aparente desarrollo, hay incontables rincones urbanos y rurales que, como un gran lamento, expresan pobreza y descuido; son un recordatorio de la falta de orden y desempleo que carcome a una gran parte del país.

El camino que me conduce al barco que me hospedaría para cruzar el Nilo ofrece un panorama cruel: el mundo ha abandonado a Egipto. Los extranjeros desconfían de la seguridad de la nación y se niegan a viajar hasta ella. En la embarcación que me recibe, y se ha salvado de convertirse en un recinto abandonado, hay menos de 30 huéspedes y la certeza de que esta desolación es el peor castigo que se le podría imponer a la amabilidad musulmana me sume en una tristeza insospechada. Con cada sonrisa y gesto de cordialidad que un egipcio me dedica, mi frustración crece. Y por eso, de la noche a la mañana, el Egipto tambaleante que tengo ante los ojos me enamora. Es una nación que, a pesar de que por momentos pareciera estar sumida en la agonía, sobrevive impulsada por un sueño de paz.
El Egipto que subsiste al caos político posee un encanto que se infiltra hasta el alma del viajero que, con cada paso, realiza un descubrimiento histórico y espiritual. Mientras busco una sombra para resguardarme del sol desértico que abrasa al Valle de los Reyes, un grupo de niñas musulmanas se acerca para preguntar mi nombre. “Me llamo María. ¿Y tú?”. “Fatma. Yo me llamo Fatma”. La valiente que encabeza la caravana sonríe y me toca el cabello que ella lleva oculto bajo una mascada floreada antes corregir a las amigas que –afirma– no pronuncian bien mi apelativo. Me preguntan si puedo hablar en árabe. Apenada, le digo que no, pero que me gustaría aprenderlo porque pienso que es uno de los idiomas más hermosos del mundo.
Esa misma noche, Reda –mi acompañante en Egipto– nos lleva a recorrer las calles de Luxor. En una esquina, un joven dice “Salaam” para expresar un saludo de paz y, frente a un puesto de verduras en el que una mujer escoge tomates para preparar la cena, hombres de tez morena y barba profundamente negra cantan y ríen mientras fuman shisha, beben café y juegan dominó. Así es la vida egipcia, tan rebosante de una calidez que los noticieros occidentales no saben retratar y, en su lugar, ocultan bajo encabezados escandalosos que sólo se enfocan en manifestaciones de violencia exagerada y fuera de control. Y así continúan pasando mis días en Egipto: sumando escenas cotidianas y aparentemente insignificantes a los recuerdos de un andar por el mundo que –espero– nunca se detenga.

Desde una explada gigantesca del desierto africano, me despido de Egipto. Observo tres prodigios que se alzan del universo de los muertos para confirmar que no existe fotografía que pueda hacerle justicia a la belleza de contemplar, frente a frente, la magnificencia de las Pirámides de Giza. Recuerdo la serenidad del Nilo y los atardeceres que presencié y me lamento por no haber planeado un viaje más duradero. Al día siguiente, desde un avión con destino a Dubai, observo por última vez el paisaje arenoso y veo las estructuras de El Cairo empequeñecerse. Cierro los ojos pensando en la magia de esta tierra que tanto me ha fascinado y confío en que llegará el día en que Egipto vuelva a levantarse y que detrás de las sonrisas que las niñas musulmanas me dedicarán cuando vuelva, estará un país sanado y fuerte, una nación más hermosa de la que ahora es.


viernes, 18 de enero de 2013

Cadáveres


Abordo de un camión destartalado, viajan los restos de la Navidad; los despojos de la felicidad que año con año se cosifica en una planta de tronco leñoso y elevado que, de no haber abandonado su lugar de origen, podría ramificarse hasta tocar el cielo. Arrastrados por un vehículo motorizado, emigran los receptáculos de sorpresas envueltas en papel de colores y moños que una madre (o abuela) precavida guardará para reutilizar en otra ocasión.
Ahí se desplaza –soportando los baches que revisten las calles y el calor del mediodía– un conglomerado de hojas estrechas y puntiagudas que sufren la desnudez que les aqueja; miembros desabrigados del atractivo de una serie de luces que los mantenía en calor. Y es que, anualmente, el pino que crece en medio de una multitud de coníferas, deja las montañas y la mancha verde que lo vio nacer para asumir el cargo más relevante de su existencia: el de covertirse en árbol de navidad.
Sin embargo, el puesto honorífico dura poco. El mismo pino que en un principio funge como el símbolo navideño por excelencia, termina por transfigurarse en material de desecho, en las sobras de los brindis que ya no existen y la lista de deseos que se materializará meses después.
Abordo de aquel transporte de cadáveres, el individuo se transforma en masa; deja de ser objeto de dicha y fotografías para abrasarse a otros iguales a él. Viajan juntos y, a la vez, en la más abismal de las soledades: se saben presas de un pasado de gloria que no volverá y, por el contrario, les ha condenado a extrañar las alegrías que durante semanas regalaron a las familias que ya no les permiten ser parte de su hogar.  

lunes, 24 de diciembre de 2012

We're getting married!


FADE IN:

INT. CENTRO COMERCIAL – MAÑANA

Es una mañana de domingo. El reloj marca las 11:30 horas, tiempo local de la Ciudad de México. Una mujer joven, llamada TERE, sale del elevador de del brazo de un hombre mayor: BUBO. Caminan sin prisa. Detrás de ellos, un tercer hombre, llamado ALEJANDRO, avanza nervioso. Ella no puede verlo porque cuida de Bubo.

En la entrada del cine, KATIA, hermana de Alejandro, los está esperando. Lo cuatro se saludan efusivamente a pesar de que las idas al cine son cosa de cada semana. Juntos caminan hacia la entrada de una de las salas y, tras el saludo de un EMPLEADO que les da la bienvenida, se pierden en la oscuridad.

INT. SALA DE CINE VIP – MAÑANA

Bubo sube las escaleras con dificultad, apoyado en el hombro de Tere. La oscuridad es prácticamente total. A lo lejos, en las filas superiores del cine, Tere sólo puede ver la silueta de CARLOS EDUARDO, hijo de Katia y sobrino de Alejandro, y de su novia: GABY. Por la distancia entre ellos, basta con mover la mano para saludarse.

Bubo, Katia, Alejandro y Tere toman asiento en las butacas intermedias de la fila D.

TERE
(a Alejandro)
¿Puedo pedir una crepa y un café? Tengo hambre.

ALEJANDRO
(nervioso)
Claro.

Alejandro aprieta un botón a su lado derecho. Sin embargo, el mesero no aparece. En la pantalla del cine, inicia el tráiler de Iron Man 3. Luego inicia el de Les Miserables.

TERE
Ese tráiler siempre me hace llorar.

ALEJANDRO
Es que es lindísimo.

Se toman de la mano y observan algunas de las escenas de la adaptación del musical que vieron juntos en Londres un año atrás.

Inicia el siguiente tráiler. En la pantalla aparecen Humphrey Bogart, interpretando a RICK, e Ingrid Bergman, interpretando a ILSA, en una escena de Casablanca [1942, de Michael Curtiz].

RICK
We’ll always have Paris. We didn't have, we, we lost it until you came to Casablanca. We got it back last night.

ILSA
When I said I would never leave you.

RICK
And you never will. But I've got a job to do, too. Where I'm going, you can't follow. What I've got to do, you can't be any part of. Ilsa, I'm no good at being noble, but it doesn't take much to see that the problems of three little people don't amount to a hill of beans in this crazy world. Someday you'll understand that.

(Ilsa baja la cabeza y empieza a llorar)

RICK
Now, now…

Rick toma suavemente la cara de Isla y la levanta hasta que sus ojos se encuentran.

RICK
Here's looking at you kid.

Tere continúa sosteniendo a Alejandro de la mano. Está nerviosa.

Se disuelve la imagen de Bogart  y Bergman y, en la pantalla aparece una leyenda: “A VECES EL AMOR SE NOS ESCAPA”  e inicia la MÚSICA DE WAR HORSE, de John Williams.

Tere aprieta la mano de Alejandro y empieza a llorar. Luego empieza a transmitirse una sucesión de imágenes de películas como Titanic, Legend of 1900, The Phantom of the Opera, Shakespeare in Love y Somewhere in time.

Inicia la MÚSICA DE LEGEND OF 1900, de Ennio Morricone y aparece una leyenda que dice “Y A VECES SIMPLEMENTE APARECE”, seguido de un video de Tere saltando frente a la cámara. Luce inmensamente feliz. A esa imagen en movimiento le siguen fotografías. La mayoría fueron tomadas durante los viajes que realizaron juntos.

Tere y Alejandro se dejan ver abrazados en Saint-Sulpice, París; en The Globe, Londres; en Petra, Jordania; en el Bósforo, Turquía. La pareja sonríe desde una multiplicidad de encuadres capturados en cumpleaños familiares, fiestas infantiles y en videos desde el techo de San Marcos, en Venecia, y el concierto de John Williams, en Boston. Tere, desde su butaca, llora y en pantalla observa unas letras blancas que dicen: “CÁSATE CONMIGO”. 

La sala de cine se ilumina. Alejandro suelta la mano de su novia, de su chamarra extrae una cajita azul y, cuando la abre, saca un anillo de compromiso [el más hermoso que Tere ha visto en su vida].

ALEJANDRO
(hincado frente a Tere)
¿Te quieres casar conmigo y hacerme el hombre más feliz del mundo?

TERE
(llorando)
¡Claro que quiero!


Tere y Alejandro se besan. Mientras lo abraza, ella observa que, en las filas de adelante, su familia y amigos sostienen letreros que dicen: “¡DÍ QUE SÍ, TERE!”, y entiende que todos fueron convocados para compartir ese momento inolvidable. Todos lloran y aplauden. Y, mientras ella corre para abrazar a sus papás y amigos, piensa: “Los cuentos de hadas sí exiten”.

FADE OUT:

THE END

martes, 16 de octubre de 2012

Mr. Anderson Presents


[Escribí este texto después de una entrevista que realicé para la revista Esquire Latinoamérica. No se publicará en el medio en el que trabajo (porque ahí aparecerá en un formato tradicional de pregunta-respuesta) pero dejo este registro como agradecimiento a una figura que admiro y me inspira]

Encontrar la mirada de Jon Lee Anderson es reconocer al testigo que ha presenciado algunos de los acontecimientos que han definido la historia contemporánea. En su palabra está el rastro de sociedades laceradas por conflictos armados, terrorismo y dictaduras y, a través de las crónicas que han nacido de su interminable andar por el mundo, se han manifestado las voces que el periodismo y la narrativa convencional se han permitido ignorar. El que actualmente trabaja como corresponsal de la revista The New Yorker nació en California, Estados Unidos, pero ha pasado gran parte de su vida cubriendo guerras y develando la personalidad de líderes que han definido las vidas de los millones de individuos sobre los cuales han ejercido su poder. Hoy el cronista me recibe para platicar sobre África. Tiene un expreso a medio terminar sobre la mesa y su perfecto español me comprueba que incluso los años de la infancia que pasó en Colombia han influenciado su manera de hablar.
Llevo una vida agitada entre varios continentes pero África es un lugar al que siempre voy con gusto. Las diez crónicas que reuní en el libro constituyen el material que he escrito para The New Yorker. He tenido otras experiencias en otros lugares, claro, pero aún no las llevo al papel”, confiesa uno de los pocos occidentales capaces de cambiar de piel para aproximarse a culturas radicalmente distintas a la suya. Anderson se dejó conmover por África desde la primera vez que pisó Liberia, durante el año que ahí pasó siendo adolescente, y después la inagotable fascinación que le despierta la otredad lo llevó a explorar y documentar territorios como Zimbabue y Santo Tomé. “Para aproximarse a sociedades tan distintas hay que dejar atrás el bagaje cultural propio. Las personas no deben verte como alguien prepotente, racista o arrogante. Hay que saber cómo son los individuos e intentar convivir con ellos para que se abran ante ti. En África no es difícil porque la gente es muy generosa y hospitalaria, siempre me ha hecho sentir bien recibido”.
Hasta el momento, el hijo de un diplomático y una escritora cuyos viajes constantes lo llevaron a memorizar la organización del mapamundi, ha publicado ocho libros que compilan sus experiencias de viaje, entrevistas y perspectivas sobre los contextos que captura a través de sus crónicas y perfiles. ¿Perspectivas? Eso mismo. El autor de Che Guevara: una vida revolucionaria, está consciente de que sus lectores conocen el mundo a través de sus ojos y de que tiene las herramientas para orientar sus puntos de vista. “Uno dice, casi como una máxima periodística, que siempre se busca la objetividad. Yo he dejado de decirlo porque creo que ninguno de nosotros es realmente objetivo. Hay noticias y crónicas en las que no es bueno ser imparcial. Yo quiero que mis lectores tomen sus propias decisiones en torno a mis personajes pero, claro, sé que en mis descripciones también está mi juicio. Intento ser imparcial pero, cuando no puedo serlo, expreso que estoy frente a un abuso o una injusticia y quiero que alguien lo vea”. Quizá por eso hay quienes sentimos que sus crónicas son una invitación a experimentar el periodismo narrativo con todos los sentidos: en sus textos puede distinguirse el desagradable olor de un río en Santiago de Chile, pueden escucharse los gritos de una multitud enardecida en las calles de Bagdad.

Jon ha terminado su café. A pesar de que el día está soleado, lleva puesto un suéter gris sobre una camisa de rayas azules y no parece sentir calor. Se le ve tranquilo y escucha con atención todas las preguntas con las que lo asalto. Le echa una mirada distraída a su iPhone y aprovecho el momento para preguntarle cuáles deben ser las habilidades de un cronista al que no le queda más que intentar sobrevivir a la competencia que la inmediatez le impone mediante redes sociales, notas televisivas brevísimas y una cobertura noticiosa que no duerme y se manifiesta a través de Internet. “Nosotros tenemos algo que no ofrece nadie más: la posibilidad de adentrarnos en un mundo distinto, en una historia. A todos nos gustan las historias, desde que somos niños y queremos que nuestros padres nos cuenten una. Quienes estamos muy asediados por la instantaneidad, entendemos que estamos perdiendo algo y que necesitamos reflexionar dentro de un relato. Hay hechos que ya ni miramos porque son como ruido blanco. El reto del cronista es buscar qué hay detrás de esos hechos”. El aficionado al box piensa que la realidad no sólo debe reportarse y retratarse, sino también aprehenderse. Asegura que en América Latina hay un gusto por la crónica y que nutrir el periodismo con boletines de prensa es una costumbre tan vieja y en desuso como la comunicación a través del telégrafo. Concluye su idea diciendo que, aunque no todo el público esté dispuesto a leer crónicas de gran extensión, éstas sí pueden alimentar a la sociedad y solventar el porvenir de una buena parte de los periodistas de hoy.
Mi entrevistado no sólo vino a México a presentar su nuevo libro, sino también a formar parte de los talleres de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, creada por Gabriel García Márquez para dirigirse a jóvenes que apenas incursionan en el ámbito periodístico. Y es que Anderson, que trabaja para un medio de comunicación norteamericano, ha logrado mantener una actitud crítica ante el establecimiento de la agenda pública del mundo actual. “El poder es quien, casi siempre, establece lo que es noticia y lo que no. En los años que llevo como periodista –incluso en los mejores medios– sé que cubrimos un acontecimiento, secuela o guerra porque se impuso una agenda al respeto. Tiene que ver con una política de filtrar las noticias. Y eso es parte de una herencia. Ellos saben cómo adiestrar y guiar, cómo establecer una noción de noticia de vanguardia y calidad”. A pesar de esto, el autor de La caída de Bagdad, también considera que hay un periodismo independiente emergente que obedece a la democratización de los medios. “Es un poco indiscriminado pero, de cualquier modo, las historias que han salido de medios como blogs o YouTube han revelado hechos contundentes que el poder ha querido ocultar. Tenemos, por ejemplo, el caso de Wikileaks. Estamos ante tiempos distintos. Ahora se vive una lucha entre el poder establecido y los medios nuevos”.
La plática continúa y me atrevo a expresarle que hoy pareciera que el terrorismo es uno de los temas que, justamente, funciona como guía de la agenda noticiosa. Anderson afirma con la cabeza y me dice que él tiene muy claro lo que significa la palabra ‘terrorismo’. “Si se utiliza la violencia para crear terror destinándola a víctimas inocentes, eres terrorista. Sin embargo, si, por ejemplo, unos patrulleros mueren a manos de un grupo guerrillero, a pesar de la pena hacia la familia de los policías, éstos son un blanco militar más o menos legítimo”. En el año 2000, Jon conoció al Subcomandante Marcos. Trae a la mente la experiencia para asegurarme que él, con sus virtudes y defectos, era un guerrillero, no un terrorista. “Sí utilizó la violencia, pero la controló mucho. Hubo gente que murió pero quién no diría que, en aquella época, al gobierno de México le faltaba legitimidad. Es difícil porque, claro, es la aseveración de un grupo contra otro. Es como decir: no eres legítimo porque históricamente has sido mi represor y ahora estoy en mi derecho de utilizar la violencia para cambiar esta situación. Podemos estar de acuerdo o no, pero colocar bombas en lugares públicos, donde cualquiera puede morir, es un acto terrorista y siempre lo ha sido”. Por eso, resume el periodista, ahora que el terrorismo es la nueva forma de pelear y palabras como ‘guerrillero’ y ‘mercenario’ prácticamente han desaparecido del argot, hay que prestar atención a las nuevas realidades que se presentan ante nosotros.

En La herencia colonial y otras maldiciones, hay una carta que Anderson escribió desde Libia. Rey de reyes narra los últimos días de Muammar Gaddafi pero inicia con una reflexión acerca de la caída de un dictador: “¿Cómo termina todo? El dictador muere, consumido y demente, en su cama; huye de los rebeldes en un avión privado; es atrapado, escondido en un puesto avanzado de montaña, en una tubería de alcantarillado, en un agujero de araña”. La narración continúa y habla del juicio, de la paranoia, de las inquietudes de una sociedad que, ante la inminencia de su tan esperada liberación, también siente miedo y se pregunta cuál será el rumbo que tomará su futuro. ¿La historia siempre se repite? ¿El dictador africano y sus mecanismos de terror son similares a los del dictador latinoamericano y el europeo? “La esencia es la misma. Tomemos como ejemplo a la Rusia posterior a la Guerra Fría. ¿Vladimir Putin es demócrata? Nadie en el mundo lo cree pero hay alternancia en las urnas. Aparentemente ahora los rusos votan y poseen el instrumento que antes sólo existía en Occidente: la democracia. Sin embargo, hemos aprendido que la alternancia en las urnas no es una respuesta final porque hay un puñado de hombres que puede arrebatar los recursos de un país entero, hacerlos suyos y, tras convertirse en oligarca y millonario, jactarse de ser demócrata”. Hoy siguen existiendo dictadores. No obstante –y ahí han estado Hugo Chávez, en Venezuela, y Álvaro Uribe, en Colombia, para probarlo– desfilan como presidentes elegidos democráticamente. “Los nuevos dictadores son escogidos. Hoy el mundo es más complejo pero hay que reconocerles cuando aparecen. El dictador de nuestros días se camufla. Es como el racista en Estados Unidos, que sigue estando ahí pero esconde su desdén inventando el Tea Party”.
Jon se quita los lentes y los coloca sobre la mesa cuando le pido que me comparta sus propias definiciones de justicia y violencia. “Cuando se trata de menguar los excesos, la justicia lo es todo. Estoy convencido de que se requieren tres elementos para mantener una sociedad sana: un poder judicial transparente y honesto, una policía que, en vez de representar una amenaza, sea verdadera guardiana y protectora y una prensa independiente y honesta. Si se carece de alguno de estos componentes, la enfermedad empieza a aparecer en sociedad”. Continúa hablando sin titubeos y, de los temas que hemos tocado hasta el momento, éste es el que comenta con mayor severidad. “Lamentablemente, hay demasiados procesos políticos violentos. A pesar de esto, hay algunos que eventualmente logran legitimarse y es curioso presenciar el proceso. En algunas ocasiones, el terror y el paso del tiempo transforman los eventos que iniciaron como baños de sangre y arrebatos de poder en continuidad”. Me pide que reflexione sobre los gobiernos y estados que han comenzado así. Me vienen a la mente los regímenes de Augusto Pinochet, Hugo Chávez y Muammar Gaddafi, tres hombres que Anderson ha documentado en sus libros y que comparten lo siguiente: tras iniciar como revolucionarios y despojar a viejos tiranos del poder mediante un enfrentamiento armado, instauraron regímenes totalitarios, violentos y empeñados en presumir una falsa aprobación popular. “Gran parte del mundo es así. Las poblaciones están a expensas de las manías de quienes las gobiernan o manipulan sus destinos. Por eso me interesa tanto hacer perfiles de gente de poder, porque realmente creo que una sola persona puede afectar la vida de millones”.

Durante los 15 años que ha trabajado para The New Yorker, el observador que piensa que todo perfil debe capturar la tridimensionalidad de un individuo, ha retratado a sus personajes con el detalle que el pintor de finales del siglo XIX temía perder ante el inminente boom de la fotografía. Cuando se enfoca en un solo personaje, Anderson no necesita una cámara para darlo a conocer a sus lectores: sus escritos periodísticos expresan tanto la relevancia del poder del perfilado, como sus rasgos físicos. Sus textos inician con una exploración de algunas características externas del sujeto y terminan clarificando cómo es que la figura de interés llegó a convertirse en lo que es. En el perfil que escribió de García Márquez, por ejemplo, el público comienza la lectura averiguando la marca del automóvil que el escritor colombiano utiliza para recorrer Bogotá y termina enterándose de que Mercedes, la esposa del Nobel, empeñó la estufa eléctrica y su secadora de pelo para que ‘Gabo’ pudiera reunir el dinero para enviar, en dos paquetes, el manuscrito de Cien años de soledad a su editor. “Para escribir un buen perfil hay que empaparse de la persona y de su contexto, hay que salir del entorno propio y buscar movimiento, experiencias paralelas que arrojen luz sobre la meta principal. Es necesario entrar en la vida creada, en el mundo y en las percepciones de otros”.
Jon Lee Anderson sabe cómo entrar en la vida creada de un dictador. El perfil que escribió de Augusto Pinochet empieza con una declaración que provoca que todo el que conozca la historia de Chile sienta una punzada en el estómago: “Sólo he sido un aspirante a dictador”. La agudeza de la punzada incrementa hacia el final de la lectura, en que el periodista transcribe lo que Pinochet respondió cuando le preguntó cómo esperaba que la historia lo recordara: “Como a un hombre que amó a su patria y la sirvió toda su vida. Tengo ya ochenta años y lo único que conozco es el deber. Espero que hagan justicia a mi memoria. Cada cual lo interpretará como quiera”. El impacto que genera la revelación de semejantes declaraciones se repite de dictador en dictador. El lector del texto que Anderson escribió sobre Hugo Chávez no sólo se entera de que el venezolano tenía la mala costumbre de beber veintiséis tazas de café al día, sino también de que Chávez es el mejor aliado que Fidel Castro tiene en el hemisferio Occidental. En palabras de su amigo, el escritor mexicano Juan Villoro, cuando Jon Lee Anderson escribe un perfil, en realidad inmortaliza y fija a sus protagonistas con una pasión equivalente a la de un taxidermista: cada individuo le representa un cuerpo que debe ser preservado hasta el último detalle.

Los testimonios que el entusiasta de las novelas de Graham Greene ha obtenido a lo largo de su carrera han enriquecido su quehacer periodístico y dotado a sus relatos de la más singular heterogeneidad. Anderson ha entrevistado al psiquiatra de Hugo Chávez y al médico de confianza de Sadam Hussein. Gabriel García Márquez le ha hablado sobre su relación con Fidel Castro y, en una ocasión, la hija de Augusto Pinochet le confesó por qué a su padre no le gustaban los periodistas. “Para entrar en contacto con ellos y ganarme su confianza no he necesitado un arsenal de trucos. Uno debe buscar recursos y ser perseverante aunque claro, hay veces que se sale con las manos vacías. Es cierto, me han presentado a mucha gente que creo que ha confiado en mí porque me he presentado ante ellos con una pizarra limpia. Saben que no los estoy juzgando y que conmigo pueden hablar”. Quien alguna vez fuera su colega, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, también escribía crónicas con la maestría que sólo un entrevistador hábil y minucioso podría dominar. En su libro, El emperador, Kapuscinski reprodujo el ambiente del imperio de Haile Selassie en Etiopía a través de las voces de los empleados y gente de confianza del soberano. Jon Lee Anderson, como su colega, también reúne las voces del poder sin olvidar el susurro de lo cotidiano. La multiplicidad de testimonios que reúne en sus crónicas y perfiles no sólo dotan a sus argumentos de la legitimidad de quien explora todas las caras de la moneda, sino que también arroja luz sobre historias impregnadas de hechos confusos y sangrientos.
Cuando Jon Lee Anderson viajó a Sri Lanka para documentar la guerra de aquel territorio, entrevistó a uno de los líderes de los Tigres Tamiles, un hombre que estaba a cargo del este del país. El periodista lo interrogó acerca de los objetivos de su lucha y, tras hablar de socialismo revolucionario, el terrorista mandó traer a una mujer que había estado torturando para explicar cómo la despedazaría con dinamita al día siguiente. Y, aunque la acusada de traición pidió clemencia, el líder se negó a escucharla. El periodista sabía que estaba ante un hombre brutal, un psicópata sin justificaciones para explicar su violencia. Ésta y otras experiencias del estilo me llevan a preguntarle cómo logra sobrevivir a un colapso emocional, al miedo de morir a manos del personaje que está documentando. “La experiencia te sirve para curtirte ante los excesos emocionales pero uno también debe aprender, en el mejor de los casos, a evitar hacer cosas tontas. Hay asesinos que prometen que a ti no te matarán, por una u otra razón. Eso se debe a un acercamiento previo, pero eso se aprende con el tiempo. Hay colegas que han cometido el error de ir a buscar a un líder sin informárselo a nadie y, si no hay quien sepa dónde estás, cometes el error de entrar a su territorio y cualquier cosa te puede pasar”. ¿Y tu familia? ¿Qué hay de su angustia ante los riesgos que decides correr? “Con ellos tengo un entendimiento. Si temen por mí, no me lo dicen. Saben que, si lo hacen, me inhibo. Sólo en un par de ocasiones lo han manifestado y yo los he escuchado. Mi mujer cree que tengo una estrella de suerte pero a veces intuye que no me acompaña”. Hubo una vez en que la señora Anderson sintió que la estrella no estaba presente. Jon la escuchó y se quedó en casa. Sin embargo, el trotamundos incontenible llegó a Somalia –destino del viaje en cuestión– dos años después. “Me quedé con las ganas. Tenía que ir”.

En el prólogo de El dictador, los demonios y otras crónicas, Juan Villoro escribió que un cronista depende de su capacidad de asombro. Jon se mantiene unos segundos en silencio y luego esboza una sonrisa para decirme que él asocia la sorpresa al deleite. “Cuando me hiciste la pregunta, lo primero que me vino a la mente –aunque suene un poco cursi– es el estremecimiento que me produce la naturaleza, evidenciar que el mundo aún puede ser bello. Quizá porque en mi trabajo he visto muchas cosas desagradables”. Y es que el viajero que alguna vez expresó su desdén hacia el paisaje contaminado de la Ciudad de México hoy levanta las manos para expresar el éxtasis que le produjo mirar el Popocatépetl emanando humo. Anderson, testigo presencial de la violencia de los Tigres Tamiles en Sri Lanka y de la caída del régimen de Sadam Hussein, en Irak, aún puede emocionarse y, a pesar de haber dedicado su vida a cruzar los mares y pisar los cinco continentes, el mundo y la manera en la que éste rebasa la comprensión humana, sigue sorprendiéndole y afectando el brillo de sus ojos.
Encontrar la mirada de Jon Lee Anderson es descubrir a un cronista que ha presenciado la guerra y ha dominado la palabra escrita para documentar la transición a un proceso de paz. Es un hombre que se estremece con el recuerdo de haber entrevistado al último totalitario fascista del siglo XX –Augusto Pinochet– y lamenta no haber tenido la oportunidad de platicar con Nelson Mandela. A pesar de los años que lleva trabajando como periodista, no deja de valorar la posibilidad de convivir con personajes históricos y formular determinaciones acerca lo que han significado para la sociedad. En su papel de retratista de los procesos sociopolíticos y elementos cotidianos que definen el mundo en que vivimos, ha logrado construir una infinidad de paisajes de lo que los ojos de la gran mayoría de sus lectores jamás atestiguarán. Jon Lee Anderson es un viajero inalcanzable, es el niño que alguna vez vivió en Corea y Taiwan y el individuo que aún sueña con volver al Amazonas, con la posibilidad de visitar el Ártico y escribir sobre él.  

viernes, 31 de agosto de 2012

El picaporte

Habrá que dudar de la existencia de un acto más transformador que el de girar un picaporte. Así, tan simple: apretar una perilla con la mano, girarla hacia la derecha y jalar (o empujar, según sea el caso) la puerta que abrirá el camino a la infinitud. Y es que, una vez que se supera el miedo de caminar bajo un marco de madera, metal o concreto, y se decide salir, las posibilidades son infinitas.
Adentro, frente al espejo, un hombre serio se las ingenia para fabricar las risas que aún no escucha. Afuera, frente al público, la figura sonriente que calza un par de zapatotes, se toca la nariz roja con la punta del índice y agradece una ovación.
Adentro, sobrevolando las habitaciones, un criminal vigila a su víctima. 
Afuera, el hombre de los zapatotes gira el picaporte hacia la derecha y empuja la puerta. Deja la sonrisa en la entrada y el criminal sigue al acecho.

A la mañana siguiente, sobrevolando una pista de aterrizaje rebosante de las mandarinas, manzanas y kiwis del puesto de Doña Amalia, un mosquito se reúne con su familia y dice: “Ayer cené muy bien”.

domingo, 26 de agosto de 2012

(sin título)

En una misma semana:
-Dejé la revista en la que trabajé cuatro años para integrarme a un nuevo equipo de trabajo.
-Me convertí en maestra.
-Cambié mi coché.
-Viajé a una de mis ciudades favoritas en el mundo y asistí al festejo de cumpleaños de uno de mis más grandes ídolos.

Y, con tanto cambio, me pareció una buena idea buscar un nuevo look para este blog.