Abordo de un camión destartalado,
viajan los restos de la Navidad; los despojos de la felicidad que año
con año se cosifica en una planta de tronco leñoso y elevado que,
de no haber abandonado su lugar de origen, podría ramificarse hasta
tocar el cielo. Arrastrados por un vehículo motorizado, emigran los
receptáculos de sorpresas envueltas en papel de colores y moños que
una madre (o abuela) precavida guardará para reutilizar en otra
ocasión.
Ahí se desplaza –soportando los
baches que revisten las calles y el calor del mediodía– un
conglomerado de hojas estrechas y puntiagudas que sufren la desnudez
que les aqueja; miembros desabrigados del atractivo de una serie de
luces que los mantenía en calor. Y es que, anualmente, el pino que
crece en medio de una multitud de coníferas, deja las montañas y la
mancha verde que lo vio nacer para asumir el cargo más relevante de
su existencia: el de covertirse en árbol de navidad.
Sin embargo, el puesto honorífico dura
poco. El mismo pino que en un principio funge como el símbolo
navideño por excelencia, termina por transfigurarse en material de
desecho, en las sobras de los brindis que ya no existen y la lista de
deseos que se materializará meses después.
Abordo de aquel transporte de
cadáveres, el individuo se transforma en masa; deja de ser objeto de
dicha y fotografías para abrasarse a otros iguales a él. Viajan
juntos y, a la vez, en la más abismal de las soledades: se saben
presas de un pasado de gloria que no volverá y, por el contrario,
les ha condenado a extrañar las alegrías que durante semanas
regalaron a las familias que ya no les permiten ser parte de su
hogar.
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