La mirada entristecida de Mohamed se
dirige al piso cuando éste se percata de que ha manifestado
demasiadas ideas sobre la situación política y social de Egipto y
muy pocas sobre las maravillas turísticas que ofrece Dubai. A pesar
de que le pedimos que continúe hablando, este hombre árabe que
comparte el nombre del profeta del Islam sabe que no debe comportarse
como un egipcio melancólico, sino como un guía de habla hispana que
trabaja para los Emiratos Árabes Unidos y no puede darse el lujo de
expresar la nostalgia que siente por su tierra ante los turistas que
han pagado por disfrutar de un tour a través de la nación que
aparenta tenerlo todo y, sin embargo, no deja de resultarme parca y
vacía.
Mohamed lleva dos años viviendo en
Dubai porque en Egipto estaría desempleado. El hogar que dejó en el
noroeste de África ha sufrido el doloroso sepulcro de la gloria de
la época faraónica –que durante décadas le permitió recibir a
unos 15 millones de viajeros al año– hasta transformarse en una
urbe caótica y malherida; en una ciudad habitada por individuos
sumidos en el desconcierto provocado por un gobierno que les hace
sentirse abandonados y que no ha logrado rescatarlos de los pesares
que los llevaron a iniciar una revolución que ahora les ha dejado a
la deriva.
Una semana antes de conocer a Mohamed,
la Plaza Tahrir –en El Cairo– me recibe con tranquilidad bajo el
sol de primavera. El espacio público que en 2011 fungió como la
principal zona de reunión de un millón de manifestantes que
expresaron su inconformidad ante el gobierno dictatorial de Hosni
Mubarak hoy está en paz. Han pasado más de dos años desde el
inicio de la revolución y, aunque ya no es palpable la violencia en
las calles, entre los ciudadanos egipcios puede sentirse una
decepción generalizada. Mubarak ya no les oprime, cierto, pero
Mohamed Morsi –el primer presidente elegido de manera democrática
en la historia de Egipto– tampoco ha logrado transformar el sistema
político para sanar a su pueblo.
Aunque sería imposible imaginar que
los estragos de tres décadas de subyugación desaparecerían en los
nueve meses que Morsi lleva en el poder, la desesperanza que
prevalece en la sociedad se escabulle a través de las palabras de
los egipcios con quienes platico durante mi estancia en el país. A
pesar de que la mayor parte de los sitios de interés turístico se
mantienen limpios y en aparente desarrollo, hay incontables rincones
urbanos y rurales que, como un gran lamento, expresan pobreza y
descuido; son un recordatorio de la falta de orden y desempleo que
carcome a una gran parte del país.
El camino que me conduce al barco que
me hospedaría para cruzar el Nilo ofrece un panorama cruel: el mundo
ha abandonado a Egipto. Los extranjeros desconfían de la seguridad
de la nación y se niegan a viajar hasta ella. En la embarcación que
me recibe, y se ha salvado de convertirse en un recinto abandonado,
hay menos de 30 huéspedes y la certeza de que esta desolación es el
peor castigo que se le podría imponer a la amabilidad musulmana me
sume en una tristeza insospechada. Con cada sonrisa y gesto de
cordialidad que un egipcio me dedica, mi frustración crece. Y por
eso, de la noche a la mañana, el Egipto tambaleante que tengo ante
los ojos me enamora. Es una nación que, a pesar de que por momentos
pareciera estar sumida en la agonía, sobrevive impulsada por un
sueño de paz.
El Egipto que subsiste al caos político
posee un encanto que se infiltra hasta el alma del viajero que, con
cada paso, realiza un descubrimiento histórico y espiritual.
Mientras busco una sombra para resguardarme del sol desértico que
abrasa al Valle de los Reyes, un grupo de niñas musulmanas se acerca
para preguntar mi nombre. “Me llamo María. ¿Y tú?”. “Fatma.
Yo me llamo Fatma”. La valiente que encabeza la caravana sonríe y
me toca el cabello que ella lleva oculto bajo una mascada floreada
antes corregir a las amigas que –afirma– no pronuncian bien mi
apelativo. Me preguntan si puedo hablar en árabe. Apenada, le digo
que no, pero que me gustaría aprenderlo porque pienso que es uno de
los idiomas más hermosos del mundo.
Esa misma noche, Reda –mi acompañante
en Egipto– nos lleva a recorrer las calles de Luxor. En una
esquina, un joven dice “Salaam” para expresar un saludo de paz y,
frente a un puesto de verduras en el que una mujer escoge tomates
para preparar la cena, hombres de tez morena y barba profundamente
negra cantan y ríen mientras fuman shisha, beben café y juegan
dominó. Así es la vida egipcia, tan rebosante de una calidez que
los noticieros occidentales no saben retratar y, en su lugar, ocultan
bajo encabezados escandalosos que sólo se enfocan en manifestaciones
de violencia exagerada y fuera de control. Y así continúan pasando
mis días en Egipto: sumando escenas cotidianas y aparentemente
insignificantes a los recuerdos de un andar por el mundo que –espero–
nunca se detenga.
Desde una explada gigantesca del
desierto africano, me despido de Egipto. Observo tres prodigios que
se alzan del universo de los muertos para confirmar que no existe
fotografía que pueda hacerle justicia a la belleza de contemplar,
frente a frente, la magnificencia de las Pirámides de Giza. Recuerdo
la serenidad del Nilo y los atardeceres que presencié y me lamento
por no haber planeado un viaje más duradero. Al día siguiente,
desde un avión con destino a Dubai, observo por última vez el
paisaje arenoso y veo las estructuras de El Cairo empequeñecerse.
Cierro los ojos pensando en la magia de esta tierra que tanto me ha
fascinado y confío en que llegará el día en que Egipto vuelva a
levantarse y que detrás de las sonrisas que las niñas musulmanas me
dedicarán cuando vuelva, estará un país sanado y fuerte, una
nación más hermosa de la que ahora es.
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