martes, 9 de abril de 2013

Nefertiti


La mirada entristecida de Mohamed se dirige al piso cuando éste se percata de que ha manifestado demasiadas ideas sobre la situación política y social de Egipto y muy pocas sobre las maravillas turísticas que ofrece Dubai. A pesar de que le pedimos que continúe hablando, este hombre árabe que comparte el nombre del profeta del Islam sabe que no debe comportarse como un egipcio melancólico, sino como un guía de habla hispana que trabaja para los Emiratos Árabes Unidos y no puede darse el lujo de expresar la nostalgia que siente por su tierra ante los turistas que han pagado por disfrutar de un tour a través de la nación que aparenta tenerlo todo y, sin embargo, no deja de resultarme parca y vacía.
Mohamed lleva dos años viviendo en Dubai porque en Egipto estaría desempleado. El hogar que dejó en el noroeste de África ha sufrido el doloroso sepulcro de la gloria de la época faraónica –que durante décadas le permitió recibir a unos 15 millones de viajeros al año– hasta transformarse en una urbe caótica y malherida; en una ciudad habitada por individuos sumidos en el desconcierto provocado por un gobierno que les hace sentirse abandonados y que no ha logrado rescatarlos de los pesares que los llevaron a iniciar una revolución que ahora les ha dejado a la deriva.

Una semana antes de conocer a Mohamed, la Plaza Tahrir –en El Cairo– me recibe con tranquilidad bajo el sol de primavera. El espacio público que en 2011 fungió como la principal zona de reunión de un millón de manifestantes que expresaron su inconformidad ante el gobierno dictatorial de Hosni Mubarak hoy está en paz. Han pasado más de dos años desde el inicio de la revolución y, aunque ya no es palpable la violencia en las calles, entre los ciudadanos egipcios puede sentirse una decepción generalizada. Mubarak ya no les oprime, cierto, pero Mohamed Morsi –el primer presidente elegido de manera democrática en la historia de Egipto– tampoco ha logrado transformar el sistema político para sanar a su pueblo.
Aunque sería imposible imaginar que los estragos de tres décadas de subyugación desaparecerían en los nueve meses que Morsi lleva en el poder, la desesperanza que prevalece en la sociedad se escabulle a través de las palabras de los egipcios con quienes platico durante mi estancia en el país. A pesar de que la mayor parte de los sitios de interés turístico se mantienen limpios y en aparente desarrollo, hay incontables rincones urbanos y rurales que, como un gran lamento, expresan pobreza y descuido; son un recordatorio de la falta de orden y desempleo que carcome a una gran parte del país.

El camino que me conduce al barco que me hospedaría para cruzar el Nilo ofrece un panorama cruel: el mundo ha abandonado a Egipto. Los extranjeros desconfían de la seguridad de la nación y se niegan a viajar hasta ella. En la embarcación que me recibe, y se ha salvado de convertirse en un recinto abandonado, hay menos de 30 huéspedes y la certeza de que esta desolación es el peor castigo que se le podría imponer a la amabilidad musulmana me sume en una tristeza insospechada. Con cada sonrisa y gesto de cordialidad que un egipcio me dedica, mi frustración crece. Y por eso, de la noche a la mañana, el Egipto tambaleante que tengo ante los ojos me enamora. Es una nación que, a pesar de que por momentos pareciera estar sumida en la agonía, sobrevive impulsada por un sueño de paz.
El Egipto que subsiste al caos político posee un encanto que se infiltra hasta el alma del viajero que, con cada paso, realiza un descubrimiento histórico y espiritual. Mientras busco una sombra para resguardarme del sol desértico que abrasa al Valle de los Reyes, un grupo de niñas musulmanas se acerca para preguntar mi nombre. “Me llamo María. ¿Y tú?”. “Fatma. Yo me llamo Fatma”. La valiente que encabeza la caravana sonríe y me toca el cabello que ella lleva oculto bajo una mascada floreada antes corregir a las amigas que –afirma– no pronuncian bien mi apelativo. Me preguntan si puedo hablar en árabe. Apenada, le digo que no, pero que me gustaría aprenderlo porque pienso que es uno de los idiomas más hermosos del mundo.
Esa misma noche, Reda –mi acompañante en Egipto– nos lleva a recorrer las calles de Luxor. En una esquina, un joven dice “Salaam” para expresar un saludo de paz y, frente a un puesto de verduras en el que una mujer escoge tomates para preparar la cena, hombres de tez morena y barba profundamente negra cantan y ríen mientras fuman shisha, beben café y juegan dominó. Así es la vida egipcia, tan rebosante de una calidez que los noticieros occidentales no saben retratar y, en su lugar, ocultan bajo encabezados escandalosos que sólo se enfocan en manifestaciones de violencia exagerada y fuera de control. Y así continúan pasando mis días en Egipto: sumando escenas cotidianas y aparentemente insignificantes a los recuerdos de un andar por el mundo que –espero– nunca se detenga.

Desde una explada gigantesca del desierto africano, me despido de Egipto. Observo tres prodigios que se alzan del universo de los muertos para confirmar que no existe fotografía que pueda hacerle justicia a la belleza de contemplar, frente a frente, la magnificencia de las Pirámides de Giza. Recuerdo la serenidad del Nilo y los atardeceres que presencié y me lamento por no haber planeado un viaje más duradero. Al día siguiente, desde un avión con destino a Dubai, observo por última vez el paisaje arenoso y veo las estructuras de El Cairo empequeñecerse. Cierro los ojos pensando en la magia de esta tierra que tanto me ha fascinado y confío en que llegará el día en que Egipto vuelva a levantarse y que detrás de las sonrisas que las niñas musulmanas me dedicarán cuando vuelva, estará un país sanado y fuerte, una nación más hermosa de la que ahora es.


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