Todo inicia el día que tus papás
toman la decisión de llevarte a la matiné de una película infantil
(en mi caso, Blanca Nieves y los siete enanos) que concluye
con un beso todopoderoso que antecede a la aparición de una leyenda
que dicta: “Y vivieron felices para siempre”. Y así, con una
imagen que te acompañará durante los próximos 20 ó 30 años, te
marcan la vida con mayor eficacia que una tortura con hierro para
marcar ganado.
Desde este (aparentemente) inocente
episodio de vida cotidiana familiar, comienzas a planear tu boda. No
tienes ni seis años y ya empiezas a contabilizar el número de
caballos que tendrá la carroza (que antes fue calabaza) que te
llevará a la iglesia y la longitud del velo o la cola de tu vestido
blanco. Como buena soñadora, imaginas cuál será el nombre de tu
príncipe y romanceas con el dragón, los hechizos y otros obstáculos
que tendrán que sobrepasar antes de, por fin, estar juntos. Y así
sucede con todas las niñas (y quien diga lo contrario, miente).
Cuando creces y el mundo comienza a
girar alrededor de ti con el primer beso de amor, sonríes pensando
que el siguiente paso es esperar a que el hada madrina baje del cielo
para entregarte las zapatillas de cristal que usarás en la boda.
Luego asumes la ridiculez de confiar el nombre de tus futuros hijos al susodicho que
–aseguras– será tu compañero por toda la eternidad y juntos
disfrutan de cursilerías como dedicarse canciones y escribirse
poemas.
Un mes después, el noviazgo termina.
El príncipe se transforma en sapo y, defraudada, te acabas 18 cajas
de kleenex asegurando que perdiste al hombre de tu vida y ya nunca
podrás volver a amar. Tres días después conoces a un nuevo
príncipe en una fiesta y el ciclo comienza de nuevo.
Después de que atestiguas la
transformación de numerosos príncipes en sapos, comienzas a dudar
de las bondades del hada madrina. Maldices a Blanca Nieves. Escupes
en la tumba de Cenicienta. Comprendes que las calabazas no tienen
nada de romántico y sólo sirven para decorar una casa en Halloween.
Luego maduras (o eso crees, pero ya
luego comprobarás que no). Concluyes que tu mayor deseo ya no es
conocer al hombre más guapo del mundo ni celebrar una boda al estilo
Disney, sino encontrar a un compañero para compartir tu vida. Ahora
pagas tus propios viajes, ropa, gasolina e impuestos. Ahora entiendes
que la vida es muy cara y que hay otras cosas a las que vale la pena
darle prioridad. Asumes los deseos de tu niñez como una fantasía
irrealizable y se acabó.
Un día, cuando dejas de buscar al
rescatista, poeta y extraordinariamente guapo proyecto de esposo, el
(verdadero) hombre de tu vida aparece en el camino. Primero ni lo
notas. Después medio lo odias. Cuando menos te das cuenta, ya babeas
por él. El primer beso de amor entre ambos vuelve a provocar que el
mundo gire y hasta les dan ganas de perpetuar barbaridades como
volver a dedicar canciones y dejar que los amigos se burlen de lo
cursis que son cuando hablan por teléfomo. Lo amas y te ama. Y,
algún día (esta vez es en serio), se van a casar.
Antes de que te comprometas con el
príncipe, lees en la página de internet de una joyería neoyorquina
de gran prestigio (que se distingue por sus cajitas color menta) que,
en promedio, una mujer observa su anillo de compromiso un millón de
veces a lo largo de su vida (pretexto fantasioso para que el hombre
se anime a desembolsar los ahorros de su vida en una piedra de un
mínimo de un kilate montada en un aro de platino, piensas). Ríes.
Concluyes que cualquier mujer que lo haga sufre de serios problemas
demenciales. Después, cuando tienes tu propio anillo en la mano,
comienzas a aceptar la aterradora posibilidad de que, en menos de un
año, lo hayas visto unas dos o tres millones de veces.
Entonces vuelves a pensar en calabazas
y hadas madrinas. Vives en una burbuja hasta que te das cuenta de que
la planeación de una boda es un proceso maratónico de la talla de
la peregrinación emprendida por quienes caminan rumbo a Santiago de Compostela. Es
platicar tus sueños con tu prometido y llegar a un acuerdo
(pacífico) que conjunte los planes de ambos. Es definir un
presupuesto que nos los deje en la calle. Es no caer en la tentación
de hacer la boda al estilo Disney (que tanto despreciabas y ahora te
atrae con tanto ahínco). Es pensar que no nada más se paga la
fiesta, sino también los muebles del departamento y la luna de miel.
Es dejar de planear la luna de miel de tus sueños porque en la oficina se infartan con la idea de que no te presentes a trabajar.
Es preguntarse si tu papá (o el de novio) podrá 'cooperar' con algo
de dinero para poner más flores en el salón o pedir un cuarteto de
mejor calidad para la hora de la recepción. Es llamar a 20 salones
de eventos y escuchar que 'ya no estás a tiempo', que ya todo está
apartado durante los siguientes 11 ó 12 meses. Es gritarle al
novio porque el salón que quieres no está libre el día que
quieres. Es pedirle perdón al novio por gritarle porque el salón
que quieres no está libre el día que quieres. Es apretar los
dientes cuando la viejita de la iglesia te regaña por no estar
confirmada y no tener tiempo para pláticas prematrimoniales. Es
sentarte un día entero a decidir si quieres pastel o mesas de dulces
(o ambos). Es perder la fe en la humanidad porque el abuso económico
en contra de quienes se casan cada vez está más a la alza.
La princesa deja de creer en calabazas
y hadas madrinas. Deja de buscar la magia porque todo se le complica.
Hasta que –claro está, no todo es tormentoso– las cosas empiezan
a cuadrar y el universo deja de conspirar en su contra.Vuelve a ser
princesa y amá comunicárselo a la gente que le pregunta la fecha
exacta de la boda y le pide extender la mano para mostrar el anillo
que ha visto tres millones de veces en menos de cuatro meses. Es
visualizar el acomodo del mobiliario en el salón contratado para el
día más feliz de su vida. Es imaginar el contraste entre el color
de las flores de la mesa que, por primera vez, compartirán como
esposos. Es platicar en pareja cómo será su vida de casados. Es
reír pensando en lo que no podrá faltar en el refrigerador. Es
planear dónde guardarán los 70 pares de zapatos y los kilos de ropa
que la novia ahora tiene en su casa y pronto mudará al departamento
del novio. Es soñar pensando en lo que comprarán cuando viajen para
decorar las paredes de su casa nueva. Es fantasear con la cantidad de
sueldo que tendrán que ahorrar cada año para nunca dejar de viajar.
Es discutir como niños para decidir el nombre que le pondrán al
perro que aún no compran y, seguramente, ni ha nacido. Es disfrutar
de la primera prueba de vestido de novia con la familia. Es sonreír
con la segunda prueba de vestido con las mejores amigas. Es
divertirse eligiendo el papel, color y tipografía para las
invitaciones de boda. Es completar la lista de canciones para el
video de la boda. Es visualizar los ángulos que captará el
fotógrafo durante el gran día. Es aguantarse las lágrimas de
pensar en la última noche que se pasará en casa de los papás. Es
agradecer la oportunidad de envejecer al lado del hombre que amas y
decir: “La planeación de la boda no es como la había soñado: es
mucho, mucho mejor y no puedo esperar a empezar a compartir el resto
de mi vida con él”.
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