lunes, 15 de abril de 2013

Bride to be


Todo inicia el día que tus papás toman la decisión de llevarte a la matiné de una película infantil (en mi caso, Blanca Nieves y los siete enanos) que concluye con un beso todopoderoso que antecede a la aparición de una leyenda que dicta: “Y vivieron felices para siempre”. Y así, con una imagen que te acompañará durante los próximos 20 ó 30 años, te marcan la vida con mayor eficacia que una tortura con hierro para marcar ganado.
Desde este (aparentemente) inocente episodio de vida cotidiana familiar, comienzas a planear tu boda. No tienes ni seis años y ya empiezas a contabilizar el número de caballos que tendrá la carroza (que antes fue calabaza) que te llevará a la iglesia y la longitud del velo o la cola de tu vestido blanco. Como buena soñadora, imaginas cuál será el nombre de tu príncipe y romanceas con el dragón, los hechizos y otros obstáculos que tendrán que sobrepasar antes de, por fin, estar juntos. Y así sucede con todas las niñas (y quien diga lo contrario, miente).

Cuando creces y el mundo comienza a girar alrededor de ti con el primer beso de amor, sonríes pensando que el siguiente paso es esperar a que el hada madrina baje del cielo para entregarte las zapatillas de cristal que usarás en la boda. Luego asumes la ridiculez de confiar el nombre de tus futuros hijos al susodicho que –aseguras– será tu compañero por toda la eternidad y juntos disfrutan de cursilerías como dedicarse canciones y escribirse poemas.
Un mes después, el noviazgo termina. El príncipe se transforma en sapo y, defraudada, te acabas 18 cajas de kleenex asegurando que perdiste al hombre de tu vida y ya nunca podrás volver a amar. Tres días después conoces a un nuevo príncipe en una fiesta y el ciclo comienza de nuevo.

Después de que atestiguas la transformación de numerosos príncipes en sapos, comienzas a dudar de las bondades del hada madrina. Maldices a Blanca Nieves. Escupes en la tumba de Cenicienta. Comprendes que las calabazas no tienen nada de romántico y sólo sirven para decorar una casa en Halloween.
Luego maduras (o eso crees, pero ya luego comprobarás que no). Concluyes que tu mayor deseo ya no es conocer al hombre más guapo del mundo ni celebrar una boda al estilo Disney, sino encontrar a un compañero para compartir tu vida. Ahora pagas tus propios viajes, ropa, gasolina e impuestos. Ahora entiendes que la vida es muy cara y que hay otras cosas a las que vale la pena darle prioridad. Asumes los deseos de tu niñez como una fantasía irrealizable y se acabó. 

Un día, cuando dejas de buscar al rescatista, poeta y extraordinariamente guapo proyecto de esposo, el (verdadero) hombre de tu vida aparece en el camino. Primero ni lo notas. Después medio lo odias. Cuando menos te das cuenta, ya babeas por él. El primer beso de amor entre ambos vuelve a provocar que el mundo gire y hasta les dan ganas de perpetuar barbaridades como volver a dedicar canciones y dejar que los amigos se burlen de lo cursis que son cuando hablan por teléfomo. Lo amas y te ama. Y, algún día (esta vez es en serio), se van a casar.

Antes de que te comprometas con el príncipe, lees en la página de internet de una joyería neoyorquina de gran prestigio (que se distingue por sus cajitas color menta) que, en promedio, una mujer observa su anillo de compromiso un millón de veces a lo largo de su vida (pretexto fantasioso para que el hombre se anime a desembolsar los ahorros de su vida en una piedra de un mínimo de un kilate montada en un aro de platino, piensas). Ríes. Concluyes que cualquier mujer que lo haga sufre de serios problemas demenciales. Después, cuando tienes tu propio anillo en la mano, comienzas a aceptar la aterradora posibilidad de que, en menos de un año, lo hayas visto unas dos o tres millones de veces.
Entonces vuelves a pensar en calabazas y hadas madrinas. Vives en una burbuja hasta que te das cuenta de que la planeación de una boda es un proceso maratónico de la talla de la peregrinación emprendida por quienes caminan rumbo a Santiago de Compostela. Es platicar tus sueños con tu prometido y llegar a un acuerdo (pacífico) que conjunte los planes de ambos. Es definir un presupuesto que nos los deje en la calle. Es no caer en la tentación de hacer la boda al estilo Disney (que tanto despreciabas y ahora te atrae con tanto ahínco). Es pensar que no nada más se paga la fiesta, sino también los muebles del departamento y la luna de miel. Es dejar de planear la luna de miel de tus sueños porque en la oficina se infartan con la idea de que no te presentes a trabajar. Es preguntarse si tu papá (o el de novio) podrá 'cooperar' con algo de dinero para poner más flores en el salón o pedir un cuarteto de mejor calidad para la hora de la recepción. Es llamar a 20 salones de eventos y escuchar que 'ya no estás a tiempo', que ya todo está apartado durante los siguientes 11 ó 12 meses. Es gritarle al novio porque el salón que quieres no está libre el día que quieres. Es pedirle perdón al novio por gritarle porque el salón que quieres no está libre el día que quieres. Es apretar los dientes cuando la viejita de la iglesia te regaña por no estar confirmada y no tener tiempo para pláticas prematrimoniales. Es sentarte un día entero a decidir si quieres pastel o mesas de dulces (o ambos). Es perder la fe en la humanidad porque el abuso económico en contra de quienes se casan cada vez está más a la alza.

La princesa deja de creer en calabazas y hadas madrinas. Deja de buscar la magia porque todo se le complica. Hasta que –claro está, no todo es tormentoso– las cosas empiezan a cuadrar y el universo deja de conspirar en su contra.Vuelve a ser princesa y amá comunicárselo a la gente que le pregunta la fecha exacta de la boda y le pide extender la mano para mostrar el anillo que ha visto tres millones de veces en menos de cuatro meses. Es visualizar el acomodo del mobiliario en el salón contratado para el día más feliz de su vida. Es imaginar el contraste entre el color de las flores de la mesa que, por primera vez, compartirán como esposos. Es platicar en pareja cómo será su vida de casados. Es reír pensando en lo que no podrá faltar en el refrigerador. Es planear dónde guardarán los 70 pares de zapatos y los kilos de ropa que la novia ahora tiene en su casa y pronto mudará al departamento del novio. Es soñar pensando en lo que comprarán cuando viajen para decorar las paredes de su casa nueva. Es fantasear con la cantidad de sueldo que tendrán que ahorrar cada año para nunca dejar de viajar. Es discutir como niños para decidir el nombre que le pondrán al perro que aún no compran y, seguramente, ni ha nacido. Es disfrutar de la primera prueba de vestido de novia con la familia. Es sonreír con la segunda prueba de vestido con las mejores amigas. Es divertirse eligiendo el papel, color y tipografía para las invitaciones de boda. Es completar la lista de canciones para el video de la boda. Es visualizar los ángulos que captará el fotógrafo durante el gran día. Es aguantarse las lágrimas de pensar en la última noche que se pasará en casa de los papás. Es agradecer la oportunidad de envejecer al lado del hombre que amas y decir: “La planeación de la boda no es como la había soñado: es mucho, mucho mejor y no puedo esperar a empezar a compartir el resto de mi vida con él”.

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