Para cuando murió, la gente había olvidado su nombre. Todos la conocían como ‘la llorona’. No se terminaba cajas enteras de pañuelos desechables porque hubiera matado a sus hijos: lloraba porque sí. La cara se le llenaba de lágrimas cuando se acordaba del hombre que la dejó, cuando pensaba en los hombres que abandonó, cuando sentía algún malestar corporal que los médicos no trataban rápidamente, cuando terminaba un buen libro, cuando terminaba un mal libro, cuando su jefe la regañaba, cuando su jefe no reconocía su trabajo, cuando no podía dormir, cuando dormía demasiado, cuando despedía a sus amigos desde un aeropuerto, cuando estaba borracha, cuando estaba sobria, cuando viajaba, cuando regresaba de un viaje, cuando asistía a una cena de año nuevo, cuando celebraba el año nuevo sola en su casa, cuando cocinaba y sus platillos no tenían buen sabor, cuando cocinaba y sus platillos tenían excelente sabor, cuando se sentía olvidada, cuando la gente que amaba le recordaba que la necesitaba, cuando iba a la playa, cuando iba a esquiar, cuando veía una película romántica, cuando veía una película de guerra, cuando veía una película de comedia y, en general, cuando veía cualquier película.
Cuando era niña, su madre le decía que parecía magdalena. Cuando creció, comenzó a rentar su llanto para velorios sin mucha concurrencia. Mojaba el pasto con sus lágrimas sin el más mínimo esfuerzo. Convirtió esa lluvia salada en su más próspero negocio: “Llanto a domicilio, cuando usted lo necesite. No lo defraudaré”.
Lloraba porque no le quedaba de otra, porque una noche se le ocurrió sustituir las palabras con sollozos. Lloraba porque sentía que si se esforzaba lo suficiente, la cara se le hincharía tanto que ya nunca nadie podría volver a mirarla a los ojos. Lloraba porque tenía la esperanza de que llegaría el día en que su cuerpo se inflamaría tanto como para desaparecer.
jueves, 8 de diciembre de 2011
domingo, 4 de diciembre de 2011
XIX.
Era de noche y sostenía un cigarro en la mano. Los faros del auto alumbraban la calle. Había pocos vehículos circulando. Noté que le dolía la patita izquierda y le daba miedo cruzar la calle. No sé por qué lo hice pero decidí bajar del coche. Cometí la locura de hablar con él, de preguntarle si estaba perdido. Tenía el pelo blanco y era pequeño. No sabía si debía cargarlo, pensaba que podría sentirse amenazado y morderme. Como noté que insistía en cruzar la calle, me armé de valor y lo levanté. Cruzamos juntos. Una vez del otro lado de la calle, le pregunté a las personas que pasaban si lo conocían. Nada. Traía la lengua de fuera. Supuse que tenía sed. Fui al puesto de tacos más cercano y le compré una botella de agua y una ración de carne pero no quiso beber ni comer nada. Le pregunté si quería que me lo llevara a la casa. No quiso, quería ir a la suya. Volví a interrogar a un desconocido. Me dijo que vivía en la casa del zagúan café pero que su dueña no lo cuidaba, que seguramente ella lo había dejado salir y que debería de llevármelo porque estaría mejor conmigo. Cuando me acerqué a la casa a tocar el timbre, el perrito empezó a ladrar. Nadie abrió, pero él miraba las puertas esperando a que alguien saliera. Nada.
Me sentí mal por dejarlo ahí. Mi fatalismo me hizo pensar que intentaría volver a cruzar la calle y que alguien terminaría atropellándolo. También pensé que uno siempre extraña su hogar y ansía permanecer un ambiente conocido. No importa si te echan a patadas o te rechazan, cuesta mucho trabajo volver a empezar.
Me sentí mal por dejarlo ahí. Mi fatalismo me hizo pensar que intentaría volver a cruzar la calle y que alguien terminaría atropellándolo. También pensé que uno siempre extraña su hogar y ansía permanecer un ambiente conocido. No importa si te echan a patadas o te rechazan, cuesta mucho trabajo volver a empezar.
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jueves, 10 de noviembre de 2011
Ovo
No es que me resistiera a creer que el cuerpo humano tuviera el potencial de transformarse en una obra de arte, sino que nunca había sido testigo de semejante prodigio. Antes de ver Ovo, del Cirque du Soleil, los espectáculos circenses me parecían tristes. Imaginaba animales mal alimentados y maltratados, un presentador gordo y sin dinero para pagar a sus empleados y payasos que constantemente recuerdan las épocas en la que sus chistes hacían reír al público asistente. En pocas palabras, la palabra ‘circo’ me remitía a dramas hollywoodenses como Water for Elephants o un horror infrahumano al estilo Freaks.
Ayer, en cambio, vi al cuerpo transformado en música, en piel de artrópodo y en naturaleza. Quienes trepaban por paredes asemejándose a un grupo de insectos –y se deslizaban a través de cuerdas y metales como agua en movimiento– parecían seres de otro mundo. A ellos convendría aplicar el término ‘suprahumanos’, tal y como me lo dijo A. Este espectáculo canadiense es el cliché del circo resignificado: la cuerda floja, el trapecio, el malabarismo, los contorsionistas y los payasos llevados a su máximo esplendor. En las casi dos horas que dura Ovo, cada una de las piezas que integran el show encaja a la perfección, como si fuera el más perfecto de los rompecabezas y los artistas logran unificarse con los elementos que complementan sus actos para articular un lenguaje alternativo y fascinante. Su andar por el escenario es hipnótico, recorren cada espacio con una ligereza que enmascara el entrenamiento, fuerza y habilidad detrás de cada uno de sus ademanes. Ejecutan sus proezas con tal maestría que sus serpenteos parecieran congénitos. Cuando uno se aleja de la carpa del sol, tiene la sensación que acaba de presenciar un montaje protagonizado por mutantes que nacieron maquillados, con disfraces cosidos a la superficie externa de la piel y contorsionándose en una gran unidad que nunca se separa y sólo se muda de un decorado a otro. Se sale pensando que los músicos no descansan y que aquellas criaturas provistas de antenas, patas y abdómenes flexibles se irán a dormir a sus flores y túneles subterráneos tan pronto como la última de las lámparas que cuelga del toldo apague su luz.
Ayer, en cambio, vi al cuerpo transformado en música, en piel de artrópodo y en naturaleza. Quienes trepaban por paredes asemejándose a un grupo de insectos –y se deslizaban a través de cuerdas y metales como agua en movimiento– parecían seres de otro mundo. A ellos convendría aplicar el término ‘suprahumanos’, tal y como me lo dijo A. Este espectáculo canadiense es el cliché del circo resignificado: la cuerda floja, el trapecio, el malabarismo, los contorsionistas y los payasos llevados a su máximo esplendor. En las casi dos horas que dura Ovo, cada una de las piezas que integran el show encaja a la perfección, como si fuera el más perfecto de los rompecabezas y los artistas logran unificarse con los elementos que complementan sus actos para articular un lenguaje alternativo y fascinante. Su andar por el escenario es hipnótico, recorren cada espacio con una ligereza que enmascara el entrenamiento, fuerza y habilidad detrás de cada uno de sus ademanes. Ejecutan sus proezas con tal maestría que sus serpenteos parecieran congénitos. Cuando uno se aleja de la carpa del sol, tiene la sensación que acaba de presenciar un montaje protagonizado por mutantes que nacieron maquillados, con disfraces cosidos a la superficie externa de la piel y contorsionándose en una gran unidad que nunca se separa y sólo se muda de un decorado a otro. Se sale pensando que los músicos no descansan y que aquellas criaturas provistas de antenas, patas y abdómenes flexibles se irán a dormir a sus flores y túneles subterráneos tan pronto como la última de las lámparas que cuelga del toldo apague su luz.
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viernes, 4 de noviembre de 2011
Viajes
Hoy trabajo desde casa. Mi espalda está incapacitada. Llevaba días pidiéndome vacaciones y yo que no le hacía caso. Por cuestiones laborales, releí unos capítulos de Historias de cronopios y de famas, de Cortázar, y se me ocurrió que era una buena idea dedicarle un post a los viajes de famas, cronopios y esperanzas.
"Cuando los famas salen de viaje, sus costumbres al pernoctar en una ciudad son las siguientes: Un fama va al hotel y averigua cautelosamente los precios, la calidad de las sábanas y el color de las alfombras. El segundo se traslada a la comisaría y labra un acta declarando los muebles e inmuebles de los tres, así como el inventario del contenido de sus valijas. El tercer fama va al hospital y copia las listas de los médicos de guardia y sus especialidades.Terminadas estas diligencias, los viajeros se reúnen en la plaza mayor de la ciudad, se comunican sus observaciones, y entran en el café a beber un aperitivo. Pero antes se toman de las manos y danzan en ronda. Esta danza recibe el nombre de 'Alegría de los famas'.Cuando los cronopios van de viaje, encuentran los hoteles llenos, los trenes ya se han marchado, llueve a gritos, y los taxis no quieren llevarlos o les cobran precios altísimos. Los cronopios no se desaniman porque creen firmemente que estas cosas les ocurren a todos, y a la hora de dormir se dicen unos a otros: "La hermosa ciudad, la hermosísima ciudad". Y sueñan toda la noche que en la ciudad hay grandes fiestas y que ellos están invitados. Al otro día se levantan contentísimos, y así es como viajan los cronopios.Las esperanzas, sedentarias, se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a verlas porque ellas ni se molestan".
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Biografía
Sé que nunca nadie tendrá que escribir mi biografía pero, si así fuera, sería innecesario platicar con quien me haya conocido, rastrear mi andanza por las instituciones educativas o incluso indagar en mis gustos musicales. Para realmente ‘descubrirme’ lo más sencillo sería secuestrar mi librero.
Ahí está, por ejemplo, lo que considero ‘el origen de mi dramatismo’: mis primeros libros no fueron cuentos de hadas –bueno, sí los hubo, pero sólo porque me los leyeron en la escuela– sino que las primeras historias que me leyó mi papá fueron las de un hombre devorado por un oso, una mujer que abrió el abdomen de sus perros para evitar que se le congelaran las manos, un ruiseñor que se desangró apretándose contra la espina de una rosa en invierno y un príncipe-estatua que perdió hasta los ojos y vio a una golondrina morir a sus pies. Los primeros relatos vinieron de El país de las sombras largas, de Hans Ruesch, y los segundos de una colección de cuentos de Oscar Wilde. Y es que lo primero que me provocó la literatura fue asombro y llanto; un arrebato derivado de la belleza de su prosa pero también de ‘la humanidad’ misma: la muerte, los malos amigos, el dolor físico, el desamor, el miedo.
Cuando cumplí 15, me obsesioné con devorar la mayor cantidad de volúmenes en la menor cantidad de tiempo posible. Quería ‘saberlo’ todo. Muchos de los tomos que hay en los estantes del librero de mi cuarto datan de hace nueve o diez años. Por aquel entonces ‘leí’ Así habló Zaratustra (pero no entendí nada), pensé que comprendí El Anticristo, y hasta me atreví a discutir el contenido con un cura pero, hace un par de años, que me reencontré con Nietzsche, me di cuenta de que aquel hombre de fe seguramente también leyó aquellos volúmenes en su juventud, porque tampoco había comprendido una sola palabra.
De aquellos años proviene mi espíritu de mosquetera. Presté servicio a Luis XIII, Luis XIV y a Mazarino durante el año que me tomó acabar Los tres mosqueteros, Veinte años después y el Vizconde de Bragelonne. También por aquella época, pasé un verano tirada la cama porque mientras leí Crimen y castigo, Raskolnikov me contagió de fiebre. Desde entonces, me dio por profundizar en la obra de un autor que me atrapara. Por eso ahora, que ha pasado el tiempo, y descubrí a Paul Auster, trece de sus libros no me son suficientes. Quiero más. Y Amélie Nothomb sigue el mismo camino.
También están, por supuesto, mis libros de poesía. Y es que yo de poesía no entiendo nada, pero en preparatoria me resultaba muy ‘romántico’ leer lo que había escrito esa argentina que se suicidó en el mar. Hasta me acuerdo, por ejemplo, que me aprendí los versos de Neruda (estaba en la 'edad de la punzada', ¿qué quieren?) y me sentía muy orgullosa de recitarlos al hilo en cualquier plática de sobremesa. “De otro, será de otro, como antes de mis besos”. Y también fui ignorante, claro. Cuando llegué a la librería y abrí algunos libros de Burroughs, sentí una especie de asco, mareo, saturación. Y entonces decidí que no volvería a intentarlo, al menos hasta que ‘fuera grande’ y estuviera preparada para ello.
De la etapa universitaria están los libros de cuando toda mi vida giraba en torno a la teoría y la academia. Me compré El Capital –sobra decir que no pasé del primer capítulo– y el Manifiesto Comunista. Aprendí al derecho y al revés el concepto de ‘mercancía’. Luego fotocopié dos volúmenes de Sociología del Arte, leí todo lo que pude acerca de la vida y obra Andy Warhol y me empeñé en demostrar que la pintura 'había muerto'. Después repasé a Durkheim, a Benjamin y a Kant. Al fracasar con Hegel, y no entender una palabra de Heidegger, me di cuenta de que había llegado al límite: no era filósofa y nunca lo sería. Entonces me limité a lo que me recomendaran en clase. Lloré con Primo Levi y me enamoré de las crónicas de Villoro. Borges era ‘perfecto’, Rulfo ‘no era mi estilo’. Girondo me enseñó a bailar. Cuando llegué a Postdata, y descubrí a Paz, anoté cada impresión en un cuaderno por separado. Me tomé un tiempo razonable para reflexionar cada párrafo y absorber cada palabra. Cuando mi maestra de periodismo me devolvió el examen y la tinta roja me condenó con un miserable 7, decidí darme unas vacaciones de Paz, no más textos que me hicieran sentir tonta sino hasta después de haber llegado a los 30.
Luego dejé de tener tiempo para leer porque ni siquiera encontraba horas suficientes para dormir. Ya no soy la que leía hace diez años. Los libros han cambiado conmigo. Los tomos de hace una década están intactos, sin marcas, sin dobleces, sin huellas de mi vida en ellos porque en aquella época pensaba que dentro de 50 años sería una viejita sola en algún pueblo francés que lloraría al reencontrarse con los libros que su papá le regaló en su juventud. En cambio ahora –que pienso menos en el futuro– mis libros están llenos de anotaciones y de esquinas dobladas (porque ahora cargo con ellos para todos lados y de bolsa en bolsa terminan magullados). Las sonrisas que me generan están garantizadas por consejos ajenos. Le dedico mis pocas horas libres a ‘lo que hay que leer antes de morir’ y me complacen los best sellers, los acreedores al Premio Nobel y las temáticas románticas. Me gustan las crónicas porque me parecen ricas como ningún otro género literario. Me dejo atrapar por las novelas porque jamás me animaría a escribir una propia. Disfruto los cuentos aunque lo que narren se me olvide a los cinco segundos de haber dado vuelta a una página.
Ahí está, por ejemplo, lo que considero ‘el origen de mi dramatismo’: mis primeros libros no fueron cuentos de hadas –bueno, sí los hubo, pero sólo porque me los leyeron en la escuela– sino que las primeras historias que me leyó mi papá fueron las de un hombre devorado por un oso, una mujer que abrió el abdomen de sus perros para evitar que se le congelaran las manos, un ruiseñor que se desangró apretándose contra la espina de una rosa en invierno y un príncipe-estatua que perdió hasta los ojos y vio a una golondrina morir a sus pies. Los primeros relatos vinieron de El país de las sombras largas, de Hans Ruesch, y los segundos de una colección de cuentos de Oscar Wilde. Y es que lo primero que me provocó la literatura fue asombro y llanto; un arrebato derivado de la belleza de su prosa pero también de ‘la humanidad’ misma: la muerte, los malos amigos, el dolor físico, el desamor, el miedo.
Cuando cumplí 15, me obsesioné con devorar la mayor cantidad de volúmenes en la menor cantidad de tiempo posible. Quería ‘saberlo’ todo. Muchos de los tomos que hay en los estantes del librero de mi cuarto datan de hace nueve o diez años. Por aquel entonces ‘leí’ Así habló Zaratustra (pero no entendí nada), pensé que comprendí El Anticristo, y hasta me atreví a discutir el contenido con un cura pero, hace un par de años, que me reencontré con Nietzsche, me di cuenta de que aquel hombre de fe seguramente también leyó aquellos volúmenes en su juventud, porque tampoco había comprendido una sola palabra.
De aquellos años proviene mi espíritu de mosquetera. Presté servicio a Luis XIII, Luis XIV y a Mazarino durante el año que me tomó acabar Los tres mosqueteros, Veinte años después y el Vizconde de Bragelonne. También por aquella época, pasé un verano tirada la cama porque mientras leí Crimen y castigo, Raskolnikov me contagió de fiebre. Desde entonces, me dio por profundizar en la obra de un autor que me atrapara. Por eso ahora, que ha pasado el tiempo, y descubrí a Paul Auster, trece de sus libros no me son suficientes. Quiero más. Y Amélie Nothomb sigue el mismo camino.
También están, por supuesto, mis libros de poesía. Y es que yo de poesía no entiendo nada, pero en preparatoria me resultaba muy ‘romántico’ leer lo que había escrito esa argentina que se suicidó en el mar. Hasta me acuerdo, por ejemplo, que me aprendí los versos de Neruda (estaba en la 'edad de la punzada', ¿qué quieren?) y me sentía muy orgullosa de recitarlos al hilo en cualquier plática de sobremesa. “De otro, será de otro, como antes de mis besos”. Y también fui ignorante, claro. Cuando llegué a la librería y abrí algunos libros de Burroughs, sentí una especie de asco, mareo, saturación. Y entonces decidí que no volvería a intentarlo, al menos hasta que ‘fuera grande’ y estuviera preparada para ello.
De la etapa universitaria están los libros de cuando toda mi vida giraba en torno a la teoría y la academia. Me compré El Capital –sobra decir que no pasé del primer capítulo– y el Manifiesto Comunista. Aprendí al derecho y al revés el concepto de ‘mercancía’. Luego fotocopié dos volúmenes de Sociología del Arte, leí todo lo que pude acerca de la vida y obra Andy Warhol y me empeñé en demostrar que la pintura 'había muerto'. Después repasé a Durkheim, a Benjamin y a Kant. Al fracasar con Hegel, y no entender una palabra de Heidegger, me di cuenta de que había llegado al límite: no era filósofa y nunca lo sería. Entonces me limité a lo que me recomendaran en clase. Lloré con Primo Levi y me enamoré de las crónicas de Villoro. Borges era ‘perfecto’, Rulfo ‘no era mi estilo’. Girondo me enseñó a bailar. Cuando llegué a Postdata, y descubrí a Paz, anoté cada impresión en un cuaderno por separado. Me tomé un tiempo razonable para reflexionar cada párrafo y absorber cada palabra. Cuando mi maestra de periodismo me devolvió el examen y la tinta roja me condenó con un miserable 7, decidí darme unas vacaciones de Paz, no más textos que me hicieran sentir tonta sino hasta después de haber llegado a los 30.
Luego dejé de tener tiempo para leer porque ni siquiera encontraba horas suficientes para dormir. Ya no soy la que leía hace diez años. Los libros han cambiado conmigo. Los tomos de hace una década están intactos, sin marcas, sin dobleces, sin huellas de mi vida en ellos porque en aquella época pensaba que dentro de 50 años sería una viejita sola en algún pueblo francés que lloraría al reencontrarse con los libros que su papá le regaló en su juventud. En cambio ahora –que pienso menos en el futuro– mis libros están llenos de anotaciones y de esquinas dobladas (porque ahora cargo con ellos para todos lados y de bolsa en bolsa terminan magullados). Las sonrisas que me generan están garantizadas por consejos ajenos. Le dedico mis pocas horas libres a ‘lo que hay que leer antes de morir’ y me complacen los best sellers, los acreedores al Premio Nobel y las temáticas románticas. Me gustan las crónicas porque me parecen ricas como ningún otro género literario. Me dejo atrapar por las novelas porque jamás me animaría a escribir una propia. Disfruto los cuentos aunque lo que narren se me olvide a los cinco segundos de haber dado vuelta a una página.
Ahora leo por puro placer. Cuando no disfruto o entiendo un texto, lo dejo. Aprendí a vivir con esa culpa que a los 16 me resultaba insoportable: la de abandonar un libro. Releo las historias que me gustan porque ya no temo desperdiciar el tiempo en algo que ya conozco. Saboreo, gota a gota, joyas como Rayuela o Lolita y a veces hasta me tardo en llegar a la última página porque no quiero que se me acabe el placer de leer.
Mi biografía está en las líneas que he absorbido y en toda la prosa que he rechazado por aburrimiento o incomprensión. Ahora soy la que compra libros de viajes pero también la que se hizo de tomos que recrearan la historia del Titanic porque estaba obsesionada con la película de James Horner, la que se desvelaba hasta las tres de la mañana terminando uno de los volúmenes de Harry Potter, la que sintió miedo bajo las sábanas acompañada por Edgar Allan Poe y la que subrayó tantas páginas de La vuelta al día en 80 mundos cuado se dio cuenta de que ya no hay nadie como Cortázar.
Acabo de empezar La vida: instrucciones de uso y escribo porque, de pasar la vista por las primeras páginas, sé que constituye una lectura transformadora, que cuando vuelva a este blog para escribir mis impresiones sobre ella, ya no seré la misma que cuando di este punto final.
Acabo de empezar La vida: instrucciones de uso y escribo porque, de pasar la vista por las primeras páginas, sé que constituye una lectura transformadora, que cuando vuelva a este blog para escribir mis impresiones sobre ella, ya no seré la misma que cuando di este punto final.
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jueves, 27 de octubre de 2011
Sin Sangre
“Se miró. Vio a una vieja niña. Sonrió. Caparazón y animal. Entonces pensó que, por mucho que la vida sea incomprensible, probablemente la atravesamos con el único deseo de regresar al infierno que nos creó, de habitar en el mismo junto a quien, en una ocasión, nos salvó de aquel infierno. Intentó preguntarse de dónde provenía aquella absurda fidelidad del horror, pero descubrió que no tenía respuestas. Sólo comprendía que nada es más fuerte que ese instinto de volver donde nos desgarraron, y de seguir repitiendo ese instante años y años. Pensando tan sólo que quien nos salvó en una ocasión puede hacerlo para siempre. En un largo infierno idéntico a aquel del que venimos. Pero, de pronto, clemente. Y sin sangre”.Giró la llave y apagó el motor. Abrió la puerta y comenzó a caminar hacia las escaleras eléctricas; escuchó el eco de sus tacones sobre el cemento como todas las mañanas. El aumento de la angustia se somatizaba en su pecho y subió, escalón por escalón, pensando en las palabras que usaría cuando lo tuviera enfrente. Lo vio sentado en el lugar de siempre con la camisa de cuadros azules y el pantalón negro semioculto bajo el escritorio. Cuando notó su presencia, caminó hacia ella, la abrazó con efusividad –como si no quisiera dejarla ir – y le pidió perdón por centésima o milésima vez. Iniciaba una noche-silencio. Y el piso hervía bajo sus pies.Alessandro Baricco
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sábado, 22 de octubre de 2011
Muerte
Para cuando llegó hasta el patíbulo, ya era maestra en el meticuloso arte de callar el dolor. Antes de llegar a ese último escenario, en el que el golpe mortal de una cuchilla le cortaría el aliento, había perdido extremidades, piel, cabello, sangre. Capa por capa, de la epidermis a la hipodermis, fue despojada de fibras, de células, de los adipositos que alguna vez estuvieron unidos para dar forma a su tan envidiable femineidad. Primero sintió como sus brazos se desprendieron del tronco; su alma aulló de sufrimiento junto con la hemorragia interna que se desató al interior del cercenado organismo. Lloró como una loca, intentó hincarse para pedir piedad. Suplicó. Rezó a los dioses que conocía por compasión. Nada. Estaba mutilada. El daño sería permanente. Aquel agonizante sistema nervioso jamás volvería a comandar movimiento a esas manos que tanto habían elogiado y que ahora comenzaban a pudrirse bajo una nube de moscas repugnantes. Luego perdió las piernas. El rostro se le inundó con delicados torrentes de líquido salino cuando sintió la ausencia de esos muslos que tanto habían sido acariciados. Notó como los dedos de los pies empezaron a decolorarse, como perdieron hasta la última gota de sangre y comenzaron a morir junto con ella.
La última vez que lloró fue cuando bajó la mirada y observó los despojos de su cuerpo. Ya no había nada que pudieran arrebatarle. Ahora no era sino un cadáver, un armazón completamente vacuo y en inevitable estado de descomposición. Se volvió consciente de su propia oquedad y notó que la tragedia se mantendría hasta que perdiera la vista, el pensamiento, la palabra. Entonces lanzó una provocación más, un motivo para alcanzar la guillotina, para descansar.
El sol le quemaba la cara. Miró el desprecio con el que el pueblo la miraba desde la plaza principal. Notó el asco desprendiéndose de las muecas de esos rostros desconocidos pero se mantuvo firme. Sin brazos, sin piernas, sin nada, pero con los ojos bien abiertos y el lagrimal en guardia. Permitió que el cello hablara por ella, que cantara en su memoria y que se desgarrara en su más infinita profundidad. Siguió escuchando la música en su mente. Escuchó el viento, la respiración de los violines, el ir y venir de los arcos sobres las cuerdas que contaban su historia en un pentagrama en algún lugar del mundo. Miró al cielo. ¿En un último acto de fe? Quizá. Luego la música se apagó. El aire le indicó la aproximación de la cuchilla a la curva que aún formaba su cuello. Y luego, oscuridad.
La última vez que lloró fue cuando bajó la mirada y observó los despojos de su cuerpo. Ya no había nada que pudieran arrebatarle. Ahora no era sino un cadáver, un armazón completamente vacuo y en inevitable estado de descomposición. Se volvió consciente de su propia oquedad y notó que la tragedia se mantendría hasta que perdiera la vista, el pensamiento, la palabra. Entonces lanzó una provocación más, un motivo para alcanzar la guillotina, para descansar.
El sol le quemaba la cara. Miró el desprecio con el que el pueblo la miraba desde la plaza principal. Notó el asco desprendiéndose de las muecas de esos rostros desconocidos pero se mantuvo firme. Sin brazos, sin piernas, sin nada, pero con los ojos bien abiertos y el lagrimal en guardia. Permitió que el cello hablara por ella, que cantara en su memoria y que se desgarrara en su más infinita profundidad. Siguió escuchando la música en su mente. Escuchó el viento, la respiración de los violines, el ir y venir de los arcos sobres las cuerdas que contaban su historia en un pentagrama en algún lugar del mundo. Miró al cielo. ¿En un último acto de fe? Quizá. Luego la música se apagó. El aire le indicó la aproximación de la cuchilla a la curva que aún formaba su cuello. Y luego, oscuridad.
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