“Cualquiera que esté esperando una carta de la persona amada conoce el poder de vida o de muerte de las palabras. Mi caso se agravaba, ya que Astrolabio tardaba en escribirme: mi existencia pendía de un lenguaje que todavía no existía, de la probabilidad de un lenguaje. La física cuántica aplicada al epistolario. Cuando oía los pasos de la portera en la escalera, a la hora de repartir el correo, que deslizaba debajo de las puertas, experimentaba un trance parecido al del místico cometido a una prueba divina. Cuando identificaba el sobre como una factura o publicidad, experimentaba el rechazo en su plenitud, el rechazo brutal de Dios y, de repente, lo colmaba de no-existencia”
Decidió secuestrar un avión desde Charles de Gaulle y destruir la Torre Eiffel. Su objetivo, según dijo, era integrar el amor de su vida en el mayor acto de destrucción de su existencia. Fue un odio nacido de la insatisfacción de sus más profundos deseos.
Deseo, deseo, deseo. De ahí han nacido mis más grandes amores. La no-satisfacción me ha resultado inolvidable. De lo aprehendido, a veces, ni el recuerdo.
Platón habló una vez de los andróginos, esas criaturas que –por presumir su plenitud ante los dioses– despertaron la ira de Zeus y se ganaron que éste les enviara un rayo para partirlos en dos. A partir de entonces, caminaron por el mundo intentando encontrar ‘a su otra mitad’. Desearon. Se cuenta también que, quienes se encontraron a ese fragmento que les faltaba, se abrazaron de tal modo que el gozo hizo que se olvidaran de respirar, de vivir. Murieron en un abrazo que nació de la totalidad.
¿Para qué saciar, entonces, los deseos si con ello también el deseante se sacia de la vida? Si Zoilo hubiera conseguido el amor de Astrolabio, entonces no habría planeado acabar con el símbolo parisino, Amélie Nothomb no habría escrito el diario en el que Zoilo lo cuenta todo, Librerías Gandhi no habría puesto Viaje de Invierno en un estante donde yo pudiera encontrarlo ni habría escrito este delirante post.