lunes, 10 de enero de 2011

Del dolor y otros demonios

Por culpa de Dios, de la vida o de mi sacrosanta genética puedo definirme –entre otras muchas cosas– como una genuina amante de las artes culinarias. Mis gustos han variado poco con el tiempo. Cuando era bebé, odiaba la gelatina y le hacía pensar a mi madre que la comía con todo gusto. Mentira. Ahora, siendo ‘grande’, la sigo detestando. Lo mismo con tantos otros platillos. Lo que me gusta ahora me ha gustado desde siempre. Póngaseme un plato de vacío o bife de lomo sobre la mesa y puedo terminar con él en una tarde de autocomplacencias y cerrar con broche de oro y una sonrisa extática que ni Santa Teresa de Ávila (sí, la de Bernini) podría igualar en su momento de mayor placer. Lo mismo con las pastas, las pizzas y los postres. Presénteseme un merengue con fresas y helado de vainilla y Speedy González perdería el duelo para devorar el manjar con la mayor rapidez posible. Añádase una crepa de nutella o cajeta y la experiencia sería inmejorable. Para mi buena fortuna (que imagino también es culpa de Dios, de la vida o de mi sacrosanta genética) mis pésimos hábitos alimenticios tienen poca afectación en la báscula. Sobra decir que Keira Knightley nadaría en cualquiera de mis jeans o suéteres pero también vale la pena decir que yo la encuentro excesivamente delgada. En conclusión, para los gustos que me daba de lunes a domingo, la realidad es que me sentía más que a gusto con la imagen frente al espejo. Una hora de gimnasio al día (para la expiación de los pecados) y volvía a sentirme lista para la batalla. Me repetía que dejaría las dietas para mi vejez. Pensaba –ilusa– que bien valía la pena aprovechar mi juventud para comer todo lo que a mi señor padre se le tiene prohibido (a riesgo de que las grasas saturadas le obstruyan las arterias) o lo que con la edad debe de evitarse por aquello del ‘alentamiento’ del metabolismo (y, ahí sí, engordar). Pero ¡oh, mala fortuna! ¡Tenía que alcanzarme la edad y el cuerpo había de fallarme! ¡Ya decía yo que a los 24 la vida ya no era la misma! En las primeras horas del año, mi papá (también conocido como Don Tereso) me informó la triste noticia de que ‘algo en mi’ no procesa adecuadamente los lípidos que los médicos conocen como triglicéridos. ¿Resumen? Adiós café, suculentos cortes de carne, queso, pastas y uno que otro chocolate. ¡El infierno en la Tierra! ¡Una vida a semi-dieta que no elijo y que me rehúso a seguir! ¿Las consecuencias de no seguir las indicaciones? Morirme antes de los cuarenta por un infarto. Inevitable obstrucción del tránsito del torrente sanguíneo. Bueno, no, no es para tanto, pero podría pasar. Algún día. Nada grave, dicen, pero aún así no podré comer como antes. Negación, negación, negación. Eso es para los amigos de mi papá, para quienes cumplen 40 años o más. Yo –la que encontraba placer en la comida– ahora sufre, ansía lo que no podrá degustar durante un tiempo y se queja amargamente en este único espacio que construyó para hacer dramas innecesarios y patalear cual niña en plena necesidad de que alguien presencie sus berrinches.

2 comentarios:

  1. Ja ja ja ja... Hay una pelicula mexicana que se llama "Efectos Secundarios"acerca de un grupo de personas que estan proximos a cumplir 30; no sé si la hayas visto. En la parte final de la misma hay una serie de consejos que da la protagonista. Uno de ellos decia: "Come frutas y verduras.... de verdad.... no podras comer garnachas toda tu vida"....=)

    Hago extensiva esta recomendación...je je je

    Saludos


    Oxscar

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  2. No la vi... Si lo hago, yo creo que lloraré jajaja
    Ya desapareció el queso manchego y el jamón serrano de mi refri y las múltiples tazas de café por la mañana... Poco a poco o moriré jejejejeje
    Saludos :P

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